El Laberinto
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Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?
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– Bien. À demain, Paul. Que duerma bien.
Consciente de tener su mirada en la espalda mientras bajaba la escalera, Marie-Cécile no pudo menos que admirar el autocontrol de Authié. Pero mientras se acomodaba en el coche, tuvo la satisfacción de oír que una copa de cristal se estrellaba contra la pared y se partía en mil pedazos en el apartamento del abogado, dos pisos más arriba.
El vestíbulo del hotel estaba lleno de humo de puro. Tomando la copa de la sobremesa, numerosos huéspedes enfundados en trajes de verano o vestidos de noche conversaban en los mullidos sillones de piel o a la discreta sombra de los reservados de caoba.
Marie-Cécile subió lentamente por la escalinata. Fotografías en blanco y negro la contemplaban desde lo alto, recuerdo del esplendoroso pasado finisecular del hotel.
Cuando llegó a su habitación, se quitó la ropa y se puso el albornoz. Como siempre hacía antes de irse a la cama, se miró fríamente al espejo, como examinando una obra de arte. Piel traslúcida, pómulos altos, el típico perfil de los De l’Oradore.
Marie-Cécile se pasó los dedos por la piel de la cara y el cuello. No permitiría que su belleza se desvaneciera con el paso de los años. Si todo iba bien, conseguiría lo que su abuelo había soñado. Eludiría la vejez. Derrotaría a la muerte.
Frunció el entrecejo. Eso sólo si lograban encontrar el libro y el anillo. Cogió su teléfono móvil y marcó un número. Con renovada determinación, Marie-Cécile encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana, contemplando los jardines mientras esperaba que respondieran a su llamada. Susurradas conversaciones nocturnas subían flotando desde la terraza. Más allá de las almenas de los muros de la Cité, del otro lado del río, las luces de la Basse Ville resplandecían como adornos baratos de Navidad, anaranjados y blancos.
– ¿François-Baptiste? C’est moi . ¿Ha llamado alguien a mi número privado en las últimas veinticuatro horas? -Escuchó un momento-. ¿No? ¿Te ha llamado ella a ti? -Esperó-. Acaban de decirme que ha habido un problema por aquí -Mientras él hablaba, ella se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa-. ¿Alguna novedad sobre el otro asunto?
La respuesta no fue la que ella esperaba.
– ¿Nacional o solamente local? -Una pausa-. Mantenme al corriente. Llámame si surge alguna otra cosa; de lo contrario, estaré de vuelta el jueves por la noche.
Después de colgar, Marie-Cécile dejó que sus pensamientos derivaran hacia el otro hombre que había en su casa. Will era un encanto y hacía cuanto podía por agradar, pero la relación entre ambos había cumplido su ciclo. Era demasiado exigente y sus celos adolescentes empezaban a irritarla. Siempre estaba haciendo preguntas. En ese momento, no quería complicaciones.
Además, necesitaban la casa para ellos.
Encendió la lámpara de lectura y sacó de su portafolios el informe sobre los esqueletos que le había dado Authié, así como un dossier sobre el propio Authié, redactado dos años antes, cuando lo habían propuesto para ingresar en la Noublesso Véritable.
Repasó por encima el documento, aunque ya lo conocía bien. Había un par de acusaciones de acoso sexual durante su época de estudiante. Supuso que las dos mujeres habrían recibido algún dinero, porque ninguna de las dos presentó denuncia formal. Había imputaciones de ataque a una mujer argelina durante una manifestación proislámica, aunque tampoco había sido presentada denuncia, y pruebas de colaboración con una publicación antisemita en la universidad, así como alegaciones de abuso físico y sexual por parte de su ex esposa, que tampoco habían tenido ninguna consecuencia.
Más significativos eran los donativos frecuentes y cada vez más sustanciosos a la Compañía de Jesús, los jesuitas. En los últimos dos o tres años, sus contribuciones a grupos fundamentalistas contrarios al Vaticano II y a la modernización de la Iglesia también habían aumentado.
En opinión de Marie-Cécile, esos indicios de compenetración con la línea dura religiosa no cuadraban del todo con la pertenencia a la Noublesso. Authié había ofrecido sus servicios a la organización y hasta entonces había sido útil. Había preparado con eficacia la excavación en el pico de Soularac y con igual celeridad le había puesto fin. La advertencia acerca del fallo de seguridad en Chartres había llegado a través de uno de sus contactos. Su información confidencial siempre había sido clara y fidedigna
Aun así, Marie-Cécile no confiaba en él. Era demasiado ambicioso. Contra sus éxitos pesaban los fallos cometidos en las últimas cuarenta y ocho horas. No creía que fuera tan tonto como para llevarse el anillo o el libro, pero tampoco parecía el tipo de hombre que se deja escamotear las cosas bajo sus propias narices.
Vaciló, pero al final hizo una segunda llamada.
– Tengo un trabajo para ti. Estoy interesada en un libro, de unos veinte centímetros de alto por diez de ancho, cubierta de piel sujeta con lazos de cuero. También un anillo de hombre, de piedra, dorso plano, con una fina línea en el centro y un grabado en la cara inferior Es posible que vaya acompañado de una pequeña pieza, una especie de ficha del tamaño de una moneda de diez francos -Hizo una pausa-. En Carcasona. Un piso en el Quai de Paicherou y unas oficinas en la Rue de Verdun. Los dos pertenecen a Paul Authié.
CAPÍTULO 33
El hotel de Alice estaba justo enfrente de la puerta principal de la Cité medieval, entre hermosos parques, invisible desde la carretera.
La condujeron a una confortable habitación de la primera planta. Una vez allí, abrió de par en par las ventanas para dejar entrar el mundo. Olores a carne cocida, ajo, vainilla y humo de cigarro se colaron en la estancia.
Deshizo rápidamente la maleta, se duchó y llamó otra vez a Shelagh, más por costumbre que con la esperanza de recibir respuesta. No la hubo. Se encogió de hombros. No podían acusarla de no haberlo intentado.
Llevando la guía turística que había comprado en una gasolinera durante el trayecto desde Toulouse, salió del hotel y cruzó la calle en dirección a la Cité. Una empinada escalera de hormigón conducía a un pequeño parque flanqueado por arbustos, altas coniferas y plataneros. Una noria decimonónica brillantemente iluminada destacaba en el extremo más alejado del parque, con chillones adornos finiseculares que parecían fuera de lugar a la sombra de las fortificaciones medievales de arenisca. Bajo su cubierta de lona a rayas blancas y marrones, animada con un friso pintado a mano de caballeros, doncellas y blancos corceles, todo era rosa o dorado: los caballos al galope, las tazas giratorias y los carruajes de cuento de hadas. Hasta la taquilla de las entradas parecía un quiosco de feria. Sonó una campanilla y los niños chillaron cuando la noria empezó a girar, mientras emitía con lentitud su anticuada cancioncilla mecánica.
Más allá de la noria, Alice distinguió las cabezas y hombros grises de las tumbas y las lápidas, detrás de los muros del cementerio, donde una fila de tejos y cipreses protegía de la mirada de los curiosos a los que allí reposaban. A la derecha de la entrada, unos hombres jugaban a la petanca.
Por un momento, Alice se quedó inmóvil ante las puertas de la Cité, preparándose para entrar. A su derecha había una columna de piedra, desde la cual la contemplaba una fea gárgola de expresión desvergonzada e implacable en su cara chata. Parecía recientemente restaurada.
SUM CARCAS. Soy Carcas.
Era dòmna Carcas, la esposa sarracena del rey Balaack, de quien la ciudad había tomado su nombre, según se decía, después de resistir el asedio de Carlomagno, que duró cinco años.
Alice recorrió el puente levadizo cubierto, pequeño y achaparrado, hecho de piedra, cadenas y madera. Los tablones crujieron y vibraron bajo sus pies. No había agua en el foso, sino hierba moteada de flores silvestres.
El puente conducía a las Lizas, un área extensa y polvorienta entre el anillo exterior de las fortificaciones y el interior. A izquierda y derecha, había niños que trepaban por las murallas o libraban batallas con espadas de juguete. Enfrente tenía la puerta de Narbona. Cuando pasó bajo el arco alto y estrecho, Alice levantó la vista. Para su asombro, una benigna imagen en piedra de la Virgen le devolvió la mirada.
En el instante en que Alice franqueó las puertas, toda sensación de espacio se desvaneció. La Rue Cros-Mayrevieille, la empedrada calle principal, era muy estrecha y describía una curva sobre la cuesta. Las construcciones eran tan compactas y estaban tan cerca unas de otras, que una persona podía asomarse del último piso de una casa y estrecharle la mano a alguien que estuviera en la casa de enfrente.
De los altos edificios se escapaba el ruido. Gritos en diferentes idiomas, risas y gesticulaciones saludaron el paso de un coche, que avanzaba reptando con menos de un palmo de espacio libre a ambos lados. Las tiendas salieron al encuentro de Alice, con postales, guías turísticas, un maniquí que anunciaba un museo inquisitorial de instrumentos de tortura, jabones, cojines, vajillas y, por todas partes, réplicas de espadas y escudos antiguos. Torneados soportes de hierro forjado asomaban de las paredes, con carteles colgantes de madera: L’Éperon Medieval, la Espuela Medieval, vendía espadas y muñecas de porcelana, y À Saint-Louis, jabón, recuerdos y vajilla.
Alice dejó que sus pasos la guiaran a la plaza principal, la Place Marcou, pequeña y llena de restaurantes, bajo plataneros podados. Las extensas ramas de los árboles, anchas como entrelazadas manos protectoras, sobre las mesas y las sillas, competían con los toldos de vivos colores, en los que destacaban los nombres de los cafés: Le Marcou, Le Trouvère o Le Menèstrel.
Alice recorrió el empedrado hasta el lado opuesto de la plaza y prosiguió hasta la confluencia de la Rue Cros-Mayrevieille con la Place du Château, donde un triángulo de tiendas, creperías y restaurantes rodeaban un obelisco de piedra de unos dos metros y medio de alto, coronado por un busto del siglo xix del historiador Jean-Pierre Cros-Mayrevieille. Al pie, había un friso de bronce que representaba unas fortificaciones.
Siguió caminando hasta situarse frente a la extensa muralla semicircular que protegía el Château Comtal. Detrás de las impresionantes puertas cerradas se erguían los torreones y las almenas del castillo. «Una fortaleza dentro de otra fortaleza.»
Alice se detuvo, comprendiendo que ése había sido desde el principio el destino de su paseo. El Château Comtal, hogar de la familia Trencavel.