El Laberinto

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу El Laberinto, Mosse Kate-- . Жанр: Триллеры. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
El Laberinto
Название: El Laberinto
Автор: Mosse Kate
Дата добавления: 16 январь 2020
Количество просмотров: 259
Читать онлайн

El Laberinto читать книгу онлайн

El Laberinto - читать бесплатно онлайн , автор Mosse Kate

Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

1 ... 45 46 47 48 49 50 51 52 53 ... 122 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:

– No, nadie me ha mandado llamar -dijo ella llorando-. Vine por voluntad propia.

– Pero aun así, te niegas a decirme por qué.

– Te lo imploro, Guilhelm. No me pidas que rompa la promesa que le hice a mi padre. Por favor. Intenta comprenderlo.

Él la agarró de los brazos y la zarandeó.

– ¿No vas a decírmelo? ¿No? -Dejó escapar una seca y amarga carcajada-. ¡Y pensar que yo te creía mía! ¡Qué ingenuo he sido!

Alaïs intentó impedir que se marchara, pero su marido ya se alejaba a grandes zancadas entre la muchedumbre.

– ¡Guilhelm! ¡Espera!

– ¿Qué sucede?

Cuando la joven se dio la vuelta, vio a su padre, que había llegado y estaba tras ella.

– Se ha disgustado por mi negativa a confiarle lo que sé.

– ¿Le has dicho que yo te he prohibido hablar al respecto?

– Lo he intentado, pero no está dispuesto a escucharme.

Pelletier hizo una mueca de desdén.

– No tiene derecho a pedirte que rompas una promesa.

Alaïs se mantuvo firme, sintiendo que la ira crecía en su interior.

– Con todo respeto, paire, tiene todo el derecho. Es mi marido. Merece mi obediencia y mi lealtad.

– No le estás siendo desleal -replicó Pelletier con impaciencia-. Su disgusto pasará. No es el momento ni el lugar para enfadarse.

– Él es muy sensible. Las ofensas lo afectan muy profundamente.

– Como a todos -repuso su padre-. A todos nos afectan profundamente las afrentas, pero no dejamos que las emociones gobiernen nuestro juicio. ¡Alaïs, por favor! Apártalo de tu mente. Guilhelm está aquí para servir a su señor, no para discutir con su mujer. En cuanto estemos de vuelta en Carcassona, estoy seguro de que todo se resolverá entre vosotros dos. -Pelletier depositó un beso en la cabeza de su hija. -Déjalo correr -añadió-. Y ahora, ve a buscar a Tatou. Debes prepararte para la partida.

Lentamente, ella se volvió y siguió a su padre a las cuadras.

– Tenéis que hablar con Oriane sobre su papel en esto, paire. Estoy convencida de que sabe algo de lo que me ha sucedido.

Pelletier hizo un gesto vago con una mano.

– Juzgas mal a tu hermana, créeme. Hace demasiado tiempo que entre vosotras dos hay discordia, y yo no he hecho nada por ponerle freno, creyéndola pasajera.

– Perdonadme, paire, pero no creo que conozcáis su auténtico carácter.

Pelletier pasó por alto el comentario de su hija.

– Juzgas a Oriane con excesiva severidad, Alaïs. Yo, por mi parte, creo que si se hizo cargo de tus cuidados, fue con la mejor de las intenciones. ¿Te has molestado al menos en preguntárselo?

Por toda respuesta, Alaïs se ruborizó.

– ¿Lo ves? Tu expresión me dice que no lo has hecho. -Hizo una nueva pausa-. Es tu hermana, Alaïs. Tienes que ser más amable con ella.

La injusticia del comentario encendió la cólera que anidaba en su pecho.

– ¡No soy yo la que…!

– Muy bien. Si finalmente tengo oportunidad de hacerlo, hablaré con Oriane -dijo él con firmeza, dejando claro que el tema quedaba zanjado.

A Alaïs se le encendieron las mejillas, pero se contuvo y no dijo nada. Siempre se había sabido la hija preferida y, como tal, comprendía que la falta de afecto de su padre hacia Oriane suscitaba en él una mala conciencia que le impedía ver sus fallos. De ella, en cambio, siempre esperaba más.

Frustrada, Alaïs lo siguió.

– ¿Intentaréis buscar a los que se llevaron el merel? ¿Haréis…?

– Ya basta, Alaïs. No podemos hacer nada más hasta que regresemos a Carcassona. Ahora, pidamos a Dios celeridad y buena suerte para llegar cuanto antes a casa. -Pelletier se detuvo y miró a su alrededor-. Y quiera el Altísimo que Besièrs tenga fuerza suficiente como para retenerlos aquí.

CAPÍTULO 30

Carcassona

Martes 5 de julio de 2005

Alice sintió que se le levantaba el ánimo mientras se alejaba de Toulouse.

La carretera seguía una línea recta a través de un fértil paisaje verde y marrón de sembrados. De vez en cuando veía campos de girasoles, con las caras inclinadas al sol del atardecer. Durante gran parte del viaje, las vías del tren de alta velocidad discurrían paralelas a la carretera. Después de las montañas y los ondulados valles del Ariège, que habían sido su primer contacto con esa parte de Francia, el paisaje le pareció más manso.

Había pueblecitos arracimados en lo alto de las colinas, casas aisladas con postigos en las ventanas y pequeñas torres cuyas campanas se dibujaban sobre el cielo rosa del crepúsculo. Leía los nombres de los pueblos a medida que los iba dejando atrás -Avignonet, Castelnaudary, Saint-Papoul, Bram, Mirepoix-, haciéndolos rodar sobre la lengua como si fueran vino. En su imagen mental, todos prometían un secreto de calles empedradas e historia sepultada entre pálidos muros de piedra.

Alice atravesó el departamento del Aude. Un cartel marrón indicativo de patrimonio anunciaba: Vous êtes en Pays Cathare . Sonrió. País cátaro. Rápidamente estaba aprendiendo que la región se definía tanto por su pasado como por su presente. No sólo Foix, sino Toulouse, Béziers y Carcasona, todas las grandes ciudades del suroeste, vivían aún a la sombra de sucesos ocurridos casi ochocientos años atrás. Libros, recuerdos, postales, vídeos y toda una industria turística se habían desarrollado sobre esa base. Como las sombras del anochecer que se alargaban hacia el oeste, los carteles parecían conducirla hacia Carcasona.

A las nueve, Alice había pagado el peaje y estaba siguiendo las señales hacia el centro de la ciudad. Se sentía nerviosa y excitada, extrañamente aprensiva, mientras se orientaba a través de grises suburbios industriales y polígonos comerciales. Estaba cerca, podía sentirlo.

Cuando los semáforos se pusieron verdes, Alice prosiguió su marcha, arrastrada por la corriente del tráfico, a través de puentes y rotondas, hasta que de pronto estuvo otra vez en campo abierto: matorrales a lo largo del cinturón de la ciudad, malas hierbas y árboles retorcidos, que el viento había hecho asumir un porte horizontal.

Pero al llegar a lo más alto de la colina, la vio.

La Cité medieval dominaba el paisaje. Era mucho más impresionante de lo que Alice había imaginado, mucho más sustancial y completa. A la distancia a que se encontraba, con las violáceas montañas nítidamente recortadas a lo lejos, parecía un reino mágico flotando en el cielo.

De inmediato se enamoró del lugar.

Se detuvo a un lado de la carretera y bajó del coche. Había dos conjuntos de murallas, un anillo interior y otro exterior. Podía distinguir la catedral y el castillo. Una torre simétrica de planta rectangular, muy alta y delgada, destacaba sobre todo lo demás.

La Cité estaba en la cima de una colina cubierta de hierba, cuyas laderas descendían hacia unas calles llenas de rojos tejados. En el llano, al pie del monte, había viñedos, campos de higueras y olivos, e hileras de tomateras cargadas de tomates maduros.

Sin decidirse a acercarse un poco más por temor a romper el hechizo, Alice vio la puesta de sol, que despojó de su color a todas las cosas. Se estremeció, sintiendo el aire del anochecer repentinamente frío sobre sus brazos desnudos.

Su memoria le brindó las palabras que necesitaba. «Llegaremos al punto de partida y por primera vez conoceremos el lugar.»

Por primera vez, Alice comprendió exactamente lo que quiso decir Eliot.

CAPÍTULO 31

El bufete de Paul Authié estaba en el corazón de la Basse Ville de Carcasona.

Su negocio se había expandido en los dos últimos años y sus oficinas reflejaban el éxito: un edificio de cristal y acero, diseñado por un arquitecto conocido. Un elegante patio ajardinado separaba los espacios de trabajo y los pasillos. Discreto y selecto.

Authié se encontraba en su despacho privado, en el cuarto piso. El ventanal, orientado al oeste, dominaba la catedral de Saint-Michel y el cuartel del regimiento de paracaidistas. La sala era un reflejo del hombre: pulcra y con un aire estrictamente controlado de opulencia y buen gusto ortodoxo.

Toda la pared exterior de la sala era de cristal. A esa hora, las persianas venecianas estaban cerradas para proteger el recinto del sol de la tarde. Fotografías enmarcadas cubrían las otras tres paredes, junto con diplomas y certificados. Había varios mapas antiguos, que no eran reproducciones sino originales. Algunos ilustraban las rutas de las cruzadas y otros mostraban las cambiantes fronteras históricas del Languedoc. El papel se había vuelto amarillo, y los rojos y verdes de la tinta se habían borrado en algunos puntos, produciendo una distribución moteada y desigual del color.

Frente a la ventana se veía una mesa de escritorio ancha y alargada, diseñada a medida. Estaba casi vacía, excepto por la gran almohadilla de papel secante con reborde de cuero y unas pocas fotografías enmarcadas, una de las cuales era una imagen de estudio de su ex esposa y sus dos hijos, que Authié mantenía a la vista porque a los clientes les reconfortaba ver pruebas de estabilidad familiar.

Había otras tres fotos: la primera era un retrato suyo a los veintiún años, cuando estudiaba en la Escuela Nacional de Administración de París, estrechando la mano de Jean-Marie Le Pen, el líder del Frente Nacional; la segunda había sido tomada en Santiago de Compostela, y la tercera, del año anterior, lo mostraba a él junto al abad de Cîteaux, entre otras personalidades, con ocasión de su más reciente y sustancial donativo a la Compañía de Jesús.

Cada fotografía le recordaba lo lejos que había llegado.

Sonó el teléfono de su despacho.

–  Oui ?

Era su secretaria, para anunciarle la llegada de sus visitantes.

– Que suban -ordenó.

Javier Domingo y Cyrille Braissart eran ex policías. Braissart había sido expulsado del cuerpo en 1999 por uso excesivo de la fuerza durante el interrogatorio de un sospechoso, y Domingo un año después, acusado de intimidación y de aceptar sobornos. El hecho de que ambos se hubiesen librado de la cárcel obedecía a la habilidad de Authié. Desde entonces, los dos trabajaban a sus órdenes.

– ¿Y bien? -dijo el abogado-. Si tenéis alguna explicación, éste es el momento de darla.

Los hombres cerraron la puerta y permanecieron en silencio delante de la mesa.

– ¿No? ¿Nada que decir? -preguntó, asaeteando el aire con un dedo-. Ya podéis empezar a rezar para que Biau no vuelva en sí y recuerde a los ocupantes del coche.

1 ... 45 46 47 48 49 50 51 52 53 ... 122 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название