El Laberinto
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Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?
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Curioseó a través de las altas puertas de madera. Todo le resultaba familiar, como si hubiese vuelto a un lugar visitado en algún momento del pasado y olvidado desde hacía mucho tiempo. A ambos lados de la puerta había taquillas acristaladas para la venta de entradas, con las persianas bajadas y unos carteles impresos que indicaban los horarios de apertura. Detrás, una gris extensión de polvo y grava, sin nada de hierba, conducía hasta un puente llano y estrecho, de unos dos metros de ancho.
Alice se alejó de las puertas, prometiéndose volver al día siguiente, nada más levantarse. Giró a la derecha y siguió las señales hacia la puerta de Rodez, situada entre dos distintivas torres en forma de herradura. Bajó los anchos peldaños, erosionados en el centro por el roce de incontables pies.
La diferente antigüedad de las fortificaciones internas y externas se apreciaba sobre todo en ese punto. Las murallas exteriores, que según había leído habían sido construidas en el siglo xiii y restauradas en el xix, eran grises, y los bloques eran todos más o menos del mismo tamaño. Los detractores decían que precisamente en eso se notaba la torpeza de la restauración. Alice no prestó atención a ese detalle. El espíritu del lugar la conmovió. La fortificación interior, incluido el muro oeste del Château Comtal, era una mezcla de bloques rojos de la muralla original galo-romana y de deteriorada arenisca del siglo xii.
Alice experimentó una sensación de paz después del bullicio de la Cité: la sensación de que pertenecía a aquel lugar, entre aquellas montañas y aquel cielo. Con los brazos apoyados en las almenas, se quedó un rato mirando el río, imaginando el frío contacto del agua entre los dedos de los pies
Sólo cuando los restos del día cedieron paso a las sombras, Alice se dio la vuelta y echó a andar rumbo a la Cité.
CAPÍTULO 34
Carcassona
Julhet 1209
Cabalgaban en fila cuando llegaron a las proximidades de Carcasona, con Raymond-Roger Trencavel al frente, seguido de cerca por Bertran Pelletier. El chavalièr Guilhelm du Mas cerraba la marcha.
Alaïs iba detrás, con los clérigos.
Menos de una semana había transcurrido desde su marcha, pero a ella le parecía mucho más. Los ánimos habían decaído. Aunque los estandartes de Trencavel flameaban intactos en la brisa y regresaba el mismo número de hombres que había partido, la expresión en el rostro del vizconde revelaba el fracaso de la misión.
Los caballos redujeron su marcha al paso al acercarse a las puertas. Alaïs se inclinó hacia adelante y palmoteo a Tatou en el cuello. La yegua estaba cansada y había perdido una herradura, pero ni una sola vez había desfallecido.
Cuando pasaron bajo el escudo de armas que colgaba de las dos torres de la puerta de Narbona, varias filas de curiosos los miraban desde ambos lados de la misma. Los niños corrían junto a los caballos, echando flores a su paso y dando vítores. En las ventanas más altas, las mujeres sacudían pañuelos e improvisadas enseñas, mientras Trencavel conducía a su comitiva por las calles, rumbo al Château Comtal.
Alaïs sintió alivio cuando atravesaron el estrecho puente y franquearon la puerta del este. La plaza Mayor estalló en una barahúnda en la que todo eran saludos y gritos. Los escuderos se apresuraron a hacerse cargo de los caballos de sus amos, mientras los sirvientes corrían a poner a punto la casa de baños y los niños de las cocinas acarreaban cubos de agua para preparar un banquete.
Entre el bosque de manos que saludaban y rostros que sonreían, Alaïs divisó a Oriane. Junto a ella, un poco más atrás, estaba François, el criado de su padre. Alaïs sintió que se le encendían las mejillas al recordar cómo lo había engañado y se había escabullido delante de sus narices.
Vio a Oriane recorriendo la multitud con la mirada. Los ojos de la joven se detuvieron un instante en su marido, Jehan Congost. Una expresión de desdén tembló en su rostro, antes de proseguir y ver, para su desagrado, a su hermana Alaïs. Ésta hizo como que no lo notaba, pero pudo sentir los ojos de Oriane, mirándola a través de un mar de cabezas. Cuando volvió a mirar, su hermana se había marchado.
Alaïs desmontó con cuidado para no lastimarse el hombro herido, y entregó las riendas de Tatou a Amiel, que condujo la yegua a las cuadras. El alivio de estar de vuelta en casa se había desvanecido, y fue sustituido por una melancolía que se depositó sobre ella como una niebla invernal. Todos los demás parecían estar en brazos de alguien: una esposa, una madre, una tía, una hermana… Buscó a Guilhelm, pero no lo vio por ninguna parte. «Probablemente ya estará en la casa de baños.» Hasta su padre se había marchado.
Alaïs se encaminó hacia un patio más pequeño, en busca de soledad. No podía quitarse de la cabeza un verso de Raymond de Mirval, que sin embargo no hacía más que empeorar su estado de ánimo. Res contr’ amors non es guirens, lai on sos poders s’atura. Nada nos protege del amor, una vez éste ejerce su poder.
Cuando Alaïs oyó por primera vez ese poema, las emociones expresadas eran desconocidas para ella. Pero incluso entonces, sentada en la plaza de armas con los flacos bracitos en torno a sus rodillas de niña, prestando oídos al trovador que cantaba sobre un corazón desgarrado, había comprendido bien el sentimiento que había detrás de las palabras.
Las lágrimas acudieron a sus ojos. Irritada, se las enjugó con el dorso de la mano. No cedería a la autocompasión. Se sentó en un banco apartado, a la sombra.
Guilhelm y ella recorrían a menudo aquel patio, el del Mediodía, en los días anteriores a su boda. Los árboles se estaban volviendo ahora dorados y una alfombra de hojas otoñales, del color del ocre y el cobre quemado, tapizaba el suelo. Alaïs hizo un dibujo en el polvo con la punta de la bota, preguntándose cómo podría reconciliarse con Guilhelm. A ella le faltaba la habilidad y a él, la inclinación.
Oriane dejaba de hablarse con su marido durante días enteros. Después, el silencio se levantaba tan rápidamente como había caído y Oriane volvía a ser dulce y atenta con Jehan, hasta la vez siguiente. Los escasos recuerdos que tenía del matrimonio de sus padres contenían similares períodos de luces y oscuridad.
Alaïs no esperaba que también fuera ése su destino. Se había presentado en la capilla con su velo rojo, ante el sacerdote, y había pronunciado los votos del matrimonio. Las temblorosas llamas de los encarnados cirios de la Natividad proyectaban sombras danzarinas sobre el altar engalanado con flores invernales de espino. En aquel entonces creía en un amor que durara para siempre y aún conservaba esa fe en su corazón.
Su amiga y mentora, Esclarmonda, vivía asediada por enamorados que buscaban pociones y hierbas capaces de ganar o recuperar un afecto: vino caliente con hojas de menta y chirivías, flores de nomeolvides para asegurarse la fidelidad del amado y ramilletes de prímulas amarillas. Pese al respeto que le merecían las habilidades de Esclarmonda, Alaïs siempre había desdeñado esas creencias como necedades supersticiosas. Se negaba a creer que fuera tan sencillo engañar al amor o comprarlo.
Había otros, como bien sabía, que ofrecían una magia más peligrosa: maleficios para hechizar al ser amado o dañar al amante infiel. Esclarmonda la había prevenido contra esos poderes oscuros, manifestación evidente del dominio que ejercía el Diablo sobre el mundo. Nada bueno podía nacer de tanta maldad.
Aquel día, por primera vez en su vida, Alaïs tuvo un atisbo de las razones que podían empujar a algunas mujeres a tomar medidas tan desesperadas.
– Filha.
Alaïs se sobresaltó.
– ¿Dónde estabas? -preguntó Pelletier, sin aliento-. Te he estado buscando por todas partes.
– No os había oído, paire -respondió ella.
– Los trabajos para preparar la Ciutat empezarán en cuanto el vizconde Trencavel se haya reunido con su esposa y su hijo. En los próximos días, no tendremos ni un respiro.
– ¿Cuándo creéis que llegará Simeón?
– Dentro de uno o dos días. -Frunció el entrecejo-. Ojalá hubiese podido persuadirlo para que viajara con nosotros. Pero él dijo que llamaría menos la atención si viajaba con su gente. Puede que tenga razón.
– Y cuando esté aquí -insistió ella-, ¿decidiréis lo que hay que hacer? Tengo una idea acerca de…
Alaïs se interrumpió, al darse cuenta de que prefería poner a prueba su teoría antes de quedar como una tonta delante de su padre. Y de él.
– ¿Una idea? -dijo el senescal.
– Oh, nada -replicó ella-. Sólo quería preguntaros si puedo estar presente cuando Simeón y vos os reunáis para hablar.
La consternación palpitó en el rostro envejecido de su padre. Era evidente que no le resultaba fácil decidir.
– Teniendo en cuenta el servicio que has prestado hasta ahora -dijo finalmente-, puedes oír lo que tengamos que decir. Sin embargo -añadió levantando un dedo a modo de advertencia-, debe quedar claro que estarás allí solamente como observadora. Toda participación activa en este asunto ha terminado. No permitiré que vuelvas a correr ningún riesgo.
Alaïs sintió que una burbuja de exaltación crecía en su interior. «Ya lo convenceré de lo contrario cuando llegue el momento.»
Bajó la vista y cruzó las manos sobre el regazo, en actitud sumisa.
– Desde luego, paire. Será como vos digáis.
Pelletier la miró con suspicacia, pero no dijo nada.
– Hay otro favor que debo pedirte, Alaïs. El vizconde Trencavel quiere celebrar públicamente su regreso a salvo a Carcassona, antes de que se difunda la noticia del fracaso de nuestra embajada ante el conde de Tolosa. Dòmna Agnès irá a misa de vísperas en Sant Nazari esta tarde, en lugar de quedarse aquí en su capilla. -Hizo una pausa-. Quiero que también vayáis tú y tu hermana.
Alaïs se sorprendió. De vez en cuando asistía a los servicios de la capilla del Château Comtal, pero nunca iba a misa a la catedral, y su padre jamás había cuestionado su decisión.
– Comprendo que estés cansada, pero el vizconde Trencavel considera importante que no pueda haber críticas justificadas de su proceder, ni de la conducta de sus allegados más directos, en un momento como éste. Si hay espías dentro de la Ciutat (y con seguridad los hay), no queremos que nuestras flaquezas espirituales (pues así serán interpretadas) lleguen a oídos de nuestros enemigos.