El Laberinto
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Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?
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– Besièrs ya no es segura. Ni para ti, ni para los libros.
– Lo sé. Aun así-suspiró-, lamentaré tener que irme.
– Si Dios quiere, no será por mucho tiempo. -Pelletier hizo una pausa, desconcertado por el imperturbable aplomo con que su amigo aceptaba la situación-. Es una guerra injusta, Simeón, predicada con mentiras y engaños. ¿Cómo puedes aceptarla tan fácilmente?
Simeón hizo un amplio gesto con las manos abiertas.
– ¿Aceptarla, Bertran? ¿Qué quieres que haga? ¿Qué quieres que diga? Uno de vuestros santos cristianos, Francisco, le rogó a Dios que le concediera la fuerza de aceptar lo que no podía cambiar. Lo que tenga que ser, será, lo quiera yo o no. De modo que sí, la acepto. Pero eso no significa que me guste, ni que no hubiese preferido que las cosas fueran diferentes.
Pelletier sacudió la cabeza.
– La ira no sirve de nada. Debes tener fe. La creencia en un significado superior, por encima de nuestras vidas y nuestro conocimiento, requiere un esfuerzo de fe. Todas las grandes religiones tienen sus propias historias, la Biblia, el Qur’an y la Torá, para encontrar sentido a estas insignificantes vidas nuestras. -Simeón hizo una pausa, con los ojos brillantes de malicia-. Pero los bons homes no intentan explicarse las acciones de los malvados. Su fe les enseña que ésta no es la tierra de Dios, una creación perfecta, sino un mundo imperfecto y corrupto. No esperan que la bondad y el amor triunfen sobre la adversidad. Saben que en nuestra vida terrena nunca lo harán. -Sonrió-. Y aun así, Bertran, todavía te asombras cuando el Mal se te enfrenta cara a cara. Es raro, ¿no?
Pelletier levantó bruscamente la cabeza, como si hubiese sido descubierto. ¿Lo sabría Simeón? ¿Cómo era posible?
Simeón sorprendió su gesto, pero no volvió a hacer ninguna alusión al respecto.
– Mi fe, en cambio, me enseña que el mundo fue creado por Dios y es perfecto en todos sus detalles. Pero cuando los hombres se apartan de la palabra de los profetas, el equilibrio entre Dios y los hombres se altera, y entonces viene el castigo, tan cierto como que al día le sigue la noche.
Pelletier abrió la boca para hablar, pero cambió de idea.
– Esta guerra no es asunto nuestro, Bertran, a pesar de tus obligaciones con el vizconde Trencavel. Tú y yo tenemos un cometido más grande. Estamos unidos por nuestros votos. Eso es lo que debe guiar ahora nuestros pasos e informar nuestras decisiones -dijo, tendiendo una mano para apretarle un hombro a Pelletier-. Por eso, amigo mío, reserva tu ira y ten lista tu espada para las batallas que puedas ganar.
– ¿Cómo lo has sabido? -preguntó-. ¿Alguien te ha dicho algo?
Simeón se echó a reír.
– ¿Saber qué? ¿Que eres un seguidor de la nueva iglesia? No, no, nadie me ha dicho nada al respecto. Es una conversación que tendremos en algún momento en el futuro, si Dios quiere, pero ahora no. Aunque me gustaría mucho hablar contigo de teología, Bertran, ahora hay otros asuntos más acuciantes que debemos atender.
La llegada de la criada con una infusión caliente de menta y bizcochitos dulces interrumpió la conversación. Colocó la bandeja en la mesa, delante de ellos, antes de ir a sentarse en un banco bajo, en un rincón apartado de la sala.
– No te inquietes -dijo Simeón, notando la expresión preocupada de Pelletier al ver que su conversación iba a tener testigos-. Ester vino conmigo de Chartres. Solamente habla hebreo y un poco de francés. No entiende ni una palabra de tu lengua.
– Muy bien.
Pelletier sacó la carta de Harif y se la entregó a Simeón.
– Recibí una como ésta en Shauvot, hace un mes -dijo cuando hubo terminado de leerla-. Me anunciaba tu llegada, aunque he de confesar que has tardado más de lo que esperaba.
Pelletier dobló la carta y la devolvió a su bolsa.
– Entonces, ¿los libros siguen en tu poder, Simeón? ¿Aquí, en esta casa? Debemos llevarlos a…
El estruendo de alguien aporreando con fuerza la puerta desgarró la tranquilidad de la habitación. De inmediato, Ester se puso de pie, con la alarma pintada en los ojos almendrados. A un signo de Simeón, salió en seguida al pasillo.
– ¿Todavía tienes los libros? -repitió Pelletier, ahora con urgencia, repentinamente angustiado al ver la expresión en el rostro de Simeón-. ¿No se habrán perdido?
– No es que se hayan perdido, amigo mío… -empezó a decir, pero fueron interrumpidos por Ester.
– Maestro, hay una señora que pide que la dejen pasar.
Las palabras en hebreo salieron atropelladas de su boca, con demasiada rapidez para que el deshabituado oído de Pelletier pudiera comprenderlas.
– ¿Qué señora?
Ester sacudió la cabeza.
– No lo sé, maestro. Dice que es menester que vea a su invitado, el senescal Pelletier.
Todos se volvieron al oír ruido de pasos en el pasillo, a sus espaldas.
– ¿La has dejado sola? -preguntó Simeón, inquieto, poniéndose en pie con dificultad.
Pelletier también se levantó, mientras la mujer irrumpía en la habitación. El senescal parpadeó, sin acabar de dar crédito a sus ojos. Hasta el pensamiento de su misión desapareció de su mente cuando vio a Alaïs que se detenía bajo el dintel de la puerta. Tenía las mejillas encendidas y en sus vivaces ojos castaños se leía la disculpa y la determinación.
– Perdonadme esta intrusión -dijo, desplazando la mirada de Simeón a su padre y de su padre a Simeón-, pero pensé que vuestra criada no iba a dejarme pasar.
En dos zancadas, Pelletier atravesó la habitación y la estrechó entre sus brazos.
– No os enfadéis conmigo por haberos desobedecido -dijo ella, más tímidamente-, pero tenía que venir.
– Y esta encantadora dama es… -dijo Simeón.
Pelletier cogió a Alaïs de la mano y la condujo al centro de la habitación.
– ¡Claro! Estoy olvidando las formas. Simeón, permíteme que te presente a mi hija Alaïs, aunque cómo y con qué medios ha llegado a Besièrs no podría decírtelo. -Alaïs hizo una leve inclinación con la cabeza-. Y éste, Alaïs, es el más antiguo y querido de mis amigos, Simeón de Chartres, antes de la Ciudad Santa de Jerusalén.
La cara de Simeón se llenó de sonrisas.
– La hija de Bertran. Alaïs -le cogió las manos-, sed bienvenida.
CAPÍTULO 28
Me hablaréis ahora de vuestra amistad? -dijo Alaïs en cuanto se sentó en el sofá junto a su padre-. Ya se lo pedí antes una vez -añadió volviéndose hacia Simeón-, pero entonces no estaba dispuesto a confiar en mí.
Simeón era mayor de lo que ella había imaginado. Tenía la espalda encorvada y la cara surcada de arrugas: el mapa de una vida que había visto dolores y pérdidas, pero también grandes alegrías y risas. Sus cejas eran gruesas y espesas, y sus ojos de mirada luminosa revelaban una inteligencia brillante. Su pelo rizado era más bien gris, pero su larga barba, perfumada y ungida con aceites aromáticos, todavía era negra como ala de cuervo. Ahora comprendía que su padre hubiera confundido con su amigo al hombre del río.
Discretamente, Alaïs bajó la vista hasta las manos de Simeón y sintió un destello de satisfacción. Había supuesto bien. En el pulgar izquierdo llevaba un anillo idéntico al de su padre.
– Por favor, Bertran -estaba diciendo Simeón-, se ha ganado la historia. Después de todo, ¡ha cabalgado desde muy lejos para escucharla!
Alaïs sintió que su padre se quedaba inmóvil a su lado. Lo miró. Su boca era una línea apretada.
«Está enfadado, ahora que ha cobrado conciencia de lo que he hecho.»
– ¿No habrás venido desde Carcassona sin escolta? -preguntó él-. ¿No habrás cometido la estupidez de hacer sola el viaje? ¿No habrás corrido ese riesgo?
– Yo…
– Respóndeme.
– Parecía lo más razonable.
– ¡Lo más razonable! -estalló él-. ¡De todas las…!
Simeón se echó a reír.
– ¡Aún conservas el mismo temperamento, Bertran!
Alaïs reprimió una sonrisa, mientras apoyaba la mano sobre el brazo de su padre.
– Paire -dijo paciente-, ya veis que estoy sana y salva. No ha pasado nada.
Pelletier observó las heridas en las manos de su hija, pero ella rápidamente se las cubrió con la capa.
– No ha pasado casi nada -añadió-. No ha sido nada. Un pequeño corte.
– ¿Ibas armada?
Ella hizo un gesto afirmativo.
– Desde luego.
– Entonces, ¿dónde está tu…?
– No me pareció razonable deambular por las calles de Besièrs con ella encima -dijo Alaïs, mirándolo con ojos inocentes.
– Claro, claro -murmuró él entre dientes-. ¿Y dices que no te sobrevino ninguna desgracia? ¿No estás herida?
Consciente de su hombro contusionado, Alaïs miró a su padre a los ojos.
– No me ha pasado nada -mintió.
El senescal frunció el ceño, pero pareció algo más calmado.
– ¿Cómo supiste que estábamos aquí?
– Me lo dijo Amiel de Coursan, el hijo del sènhor, que generosamente se ofreció para escoltarme.
Simeón asintió con la cabeza.
– Es muy admirado en estas comarcas.
– Has sido muy afortunada -dijo Pelletier, reacio todavía a abandonar el tema-. Afortunada y enormemente imprudente. Podrían haberte asesinado. Todavía no puedo creer que hayas…
– Ibas a contarle cómo nos conocimos, Bertran -intervino Simeón en tono ligero-. Las campanas han dejado de sonar, por lo que el Consejo ya habrá comenzado. Disponemos de un poco de tiempo.
Por un momento, Pelletier mantuvo la expresión severa, pero en seguida cayeron sus hombros y una expresión de resignación invadió su rostro.
– Muy bien, muy bien. Puesto que ambos lo deseáis.
Alaïs intercambió una mirada con Simeón.
– Lleva un anillo como el vuestro, paire.
Pelletier sonrió.
– Simeón fue reclutado por Harif en Tierra Santa, lo mismo que yo, pero cierto tiempo antes, y nuestras sendas no se cruzaron. Cuando la amenaza de Saladino y sus ejércitos se volvió acuciante, Harif envió a Simeón de regreso a su ciudad natal de Chartres. Yo seguí su camino unos meses después, llevando conmigo los tres pergaminos. El viaje me llevó más de un año, pero cuando finalmente llegué a Chartres, Simeón me estaba esperando, tal como Harif había prometido. -Los recuerdos lo hicieron sonreír-. ¡Cómo detesté el frío y la humedad de Chartres, después del calor y la luz de Jerusalén! ¡Era un lugar tan pálido y desolado! Pero Simeón y yo nos entendimos de maravilla desde el principio. Su labor consistía en encuadernar los pergaminos en tres volúmenes distintos. Mientras él trabajaba con los libros, yo llegué a admirar su erudición, su sabiduría y su buen humor.