El Laberinto
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Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?
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– Oh, Bertran… -protestó Simeón entre dientes, aunque Alaïs se daba cuenta de que se sentía halagado por el cumplido.
– En cuanto a Simeón -prosiguió Pelletier-, tendrás que preguntarle tú misma lo que vio en un soldado sin cultura ni instrucción como tu padre. Yo no llego a comprenderlo.
– Estabas dispuesto a aprender, amigo mío, a escuchar -dijo Simeón suavemente-. Eso te diferenciaba de la mayoría de los de tu fe.
– Yo siempre supe que los libros debían ser separados -continuó Pelletier-. En cuanto Simeón hubo finalizado su tarea, recibí un mensaje de Harif anunciándome que tenía que regresar a mi ciudad natal, donde me esperaba un cargo de senescal en la corte del nuevo vizconde Trencavel. Ahora, cuando vuelvo la vista atrás con la perspectiva que dan los años, me parece extraordinario no haber preguntado nunca por el destino de los otros dos libros. Supuse que Simeón iba a quedarse con uno de ellos, aunque nunca lo supe con certeza. ¿Y el otro? Ni siquiera lo pregunté. Hoy me avergüenzo de mi falta de curiosidad, pero simplemente cogí el libro que me confiaron y emprendí el viaje al sur.
– No debes avergonzarte -dijo Simeón con suavidad-. Hiciste lo que se te pidió, con la conciencia limpia y el corazón firme.
– Antes de que tu aparición borrara de mi mente cualquier otro pensamiento, estábamos hablando de los libros, Alaïs.
Simeón se aclaró la garganta.
– Del libro -dijo-. Sólo tengo uno.
– ¿Qué? -reaccionó vivamente Pelletier-. Pero, la carta de Harif… Leyéndola, supuse que ambos estaban en tu poder, o al menos que sabías dónde estaban los dos.
Simeón sacudió la cabeza.
– Antes, sí. Pero ya no, desde hace muchos años. El Libro de los números está aquí. En cuanto al otro, he de confesarte que esperaba que tú me trajeras noticias al respecto.
– Si tú no lo tienes, ¿quién entonces? -dijo con urgencia Pelletier-. Pensaba que te habías llevado los dos contigo cuando saliste de Chartres.
– Y así fue.
– Pero…
Alaïs apoyó su mano sobre el brazo de su padre.
– Dejad que Simeón se explique.
Por un momento pareció que Pelletier iba a perder los estribos, pero finalmente hizo un gesto de aquiescencia.
– De acuerdo -dijo con un gruñido-. Cuenta tu historia.
– ¡Cuánto se parece a ti, amigo mío! -rió Simeón-. Poco después de que partieras de Chartres, recibí un mensaje del Navigatairé, anunciándome la llegada de un guardián que venía a llevarse el segundo libro, el Libro de las pociones, pero sin ninguna indicación acerca de la identidad del visitante. Me preparé para su llegada y constantemente lo estuve esperando. Pasó el tiempo, me hice viejo, pero no vino nadie. Después, en el año 1194 de los cristianos, poco después del terrible incendio que destruyó la catedral y gran parte de la ciudad de Chartres, se presentó finalmente un hombre, un cristiano, un caballero que se hizo llamar Philippe de Saint-Mauré.
– Su nombre me resulta familiar. Estuvo en Tierra Santa al mismo tiempo que yo, pero nunca coincidimos -dijo Pelletier-. ¿Por qué tardó tanto? -preguntó frunciendo el ceño.
– Eso mismo me pregunté yo entonces, amigo mío. Saint-Mauré me entregó un merel y lo hizo de la manera debida. Llevaba el anillo que con tanto orgullo llevamos tú y yo. No tenía motivos para dudar de él… y sin embargo -Simeón se encogió de hombros-, había en él algo falso. Sus ojos eran agudos como los de un zorro. No pude confiar en él. No me pareció el tipo de hombre que Harif habría escogido. No había honor en su porte. Por eso decidí ponerlo a prueba, a pesar de las prendas de buena fe que traía consigo.
– ¿Cómo?
La pregunta había escapado de labios de Alaïs antes de que pudiera reprimirla.
– ¡Alaïs! -la reconvino su padre.
– Déjala, Bertran. Fingí no entender. Me retorcí las manos con gesto humilde, le pedí disculpas, le aseguré que debía de estar confundiéndome con otra persona. Entonces desenvainó su espada.
– Lo cual confirmó tus sospechas de que no era quien pretendía ser…
– Me maldijo y me amenazó, pero vinieron mis sirvientes y tuvo que ceder por ser ellos más numerosos. No le quedó más remedio que retirarse -Simeón se inclinó hacia adelante, bajando la voz hasta convertirla en un suspiro-. En cuanto estuve seguro de que se había marchado, envolví los dos libros en un fardo de ropa vieja y busqué refugio en casa de una familia cristiana vecina, que confiaba que no me traicionaría. No sabía qué hacer. No estaba seguro de nada. ¿Sería aquel hombre un impostor? ¿O quizá un guardián auténtico, cuyo corazón se había oscurecido por la codicia o por la promesa de poder y riquezas? ¿Nos habría traicionado? Si lo primero era cierto, entonces aún era posible que el verdadero guardián llegara a Chartres y descubriera que yo ya no estaba. Si era cierto lo segundo, sentí que era mi deber averiguar todo lo que me fuera posible. Ni siquiera ahora sé si elegí con tino.
– Hicisteis lo que os pareció correcto -dijo Alaïs, sin prestar atención a la callada advertencia de su padre de permanecer en silencio-. No se puede actuar mejor.
– Correcto o equivocado, lo cierto es que permanecí en la ciudad dos días más. Entonces hallaron el cuerpo mutilado de un hombre flotando en el río Eure. Le habían arrancado los ojos y la lengua. Corrió el rumor de que era un caballero al servicio del hijo mayor de Charles d’Evreux, cuyas tierras no se encuentran lejos de Chartres.
– Philippe de Saint-Mauré.
Simeón hizo un gesto afirmativo.
– Acusaron del asesinato a los judíos y en seguida empezaron las represalias. Yo era un chivo expiatorio muy conveniente. Se rumoreaba que me estaban buscando. Se decía que varios testigos lo habían visto llamando a mi puerta, testigos dispuestos a jurar que habíamos discutido e intercambiado golpes. Entonces me decidí. Quizá ese Saint-Mauré era quien decía ser. Quizá era un hombre honesto, o quizá no. Pero ya no importaba. Había muerto, según deduje, por lo que había averiguado acerca de la Trilogía del Laberinto. Su muerte y la manera en que le había sobrevenido me convencieron de que había otros implicados, de que el secreto del Grial había sido traicionado.
– ¿Cómo escapasteis? -preguntó Alaïs.
– Mis criados ya se habían marchado y yo esperaba que estuvieran a salvo. Me escondí hasta la mañana siguiente. En cuanto abrieron las puertas de la ciudad, con las barbas bien afeitadas, me escabullí disfrazado de anciana. Ester me acompañó.
– Entonces, ¿no estabas allí cuando construyeron el laberinto de piedra en la nueva catedral? -dijo Pelletier. A su hija le sorprendió ver que sonreía, como si se tratara de una antigua broma entre ambos-. ¡No lo has visto!
– ¿De qué habláis? -quiso saber ella.
Simeón se echó a reír, dirigiéndose únicamente a Pelletier.
– No, pero creo que está cumpliendo bien su cometido. Son muchos los que llegan atraídos por ese anillo de piedra muerta. Miran y buscan, sin comprender que bajo sus pies yace sólo un falso secreto.
– ¿Qué es ese laberinto? -insistió Alaïs.
Pero tampoco esa vez le prestaron atención.
– Yo te habría acogido en Carcassona. Te habría dado un techo, protección. ¿Por qué no viniste en mi busca?
– Créeme, Bertran, que nada me hubiera gustado más. Pero olvidas cuan diferente es el norte de estas tolerantes tierras del Pays d’Òc. No podía viajar libremente, amigo mío. La vida era dura para los judíos en esa época. Regía el toque de queda y cada poco tiempo nos atacaban y saqueaban nuestros comercios. -Hizo una pausa para respirar-. Además, nunca me habría perdonado conducirlos hasta ti, fueran quienes fuesen. Cuando huí de Chartres aquella mañana, no pensé en dirigirme a ningún lugar concreto. Me pareció que lo más seguro y razonable era desaparecer hasta que se calmara el alboroto. Al final, el incendio me quitó todo lo demás de la cabeza.
– ¿Cómo llegasteis a Besièrs? -preguntó Alaïs, resuelta a participar otra vez en la conversación-. ¿Os envió Harif?
Simeón sacudió la cabeza.
– No fue fruto de una decisión, Alaïs, sino del azar y la buena suerte. Primero viajé a la Champaña, donde pasé el invierno. En primavera, cuando se fundió la nieve, emprendí el camino al sur. Tuve la suerte de coincidir con un grupo de judíos ingleses, que huían de la persecución en su país. Se dirigían a Besièrs. Me pareció un destino tan bueno como cualquier otro. La ciudad tenía fama de tolerante; había judíos en cargos de confianza y autoridad, y se nos respetaba por nuestros conocimientos y habilidades. Por la proximidad a Carcassona, pensé que estaría fácilmente disponible si Harif me necesitaba. -Se volvió hacia Bertran-. Sólo Dios sabe lo mucho que me costó saberte a pocos días de distancia y no ir nunca en tu busca, pero la cautela y la sensatez dictaron que así debía ser. Se echó hacia adelante en su asiento, con sus vivaces ojos negros chispeando-. Ya entonces -añadió-, había versos y trovas circulando por las cortes del norte. En Champaña, juglares y trovadores hablaban en sus cantos de una copa mágica, de un elixir de la vida, todo demasiado próximo a la verdad como para ignorarlo. -Pelletier asintió. Él también había oído esas canciones-. Por eso, sopesándolo todo, era más seguro que yo me mantuviera al margen. Nunca me habría perdonado acabar llevándolos a tu puerta, amigo mío.
Pelletier dejó escapar un largo suspiro.
– Me temo, Simeón, que a pesar de nuestros esfuerzos hemos sido traicionados, aunque carezco de pruebas firmes e irrevocables al respecto. Hay gente que sabe de la conexión entre nosotros, estoy convencido de ello, aunque no sabría decir si además conocen la naturaleza de nuestro vínculo.
– ¿Ha sucedido algo que te haga pensar así?
– Hace poco más de una semana, Alaïs halló el cadáver de un hombre flotando en el río Aude, un judío. Lo habían degollado y le habían cortado el pulgar izquierdo. No le robaron nada. Sin que hubiera ninguna razón para ello, pensé en ti. Pensé que lo habrían confundido contigo. -Hizo una pausa-. Antes de eso, hubo otros indicios. Le confié parte de mi responsabilidad a Alaïs, por si me pasaba algo y no podía regresar a Carcassona.
«Ahora es el momento de decirle por qué has venido.»
– Padre, desde que os…
Pelletier levantó una mano, para impedirle que interrumpiera la conversación.
– Simeón, ¿ha habido alguna cosa que te haya hecho pensar que tu paradero ha sido descubierto, ya sea por los que te fueron a buscar en Chartres o por otros?