Narrativa Breve

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Narrativa Breve
Название: Narrativa Breve
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Narrativa Breve - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.

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Su cara revelaba el entusiasmo y la felicidad más completos; estaba su mirada brillante y clara y sus labios enrojecidos se entreabrían de placer. A veces inclinaba más la cabeza sobre el violín, cerraba los ojos, y su cara, casi cubierta por la cabellera, iluminábase con una sonrisa de dicha inmensa.

Otras veces enderezábase rápidamente, avanzaba una pierna, y en su pura frente y en su ardiente mirada, que paseaba alrededor de la sala, aparecían grabadas la arrogancia y la fiereza con que sentía su poder.

Dio el pianista de pronto una nota falsa y un gran sufrimiento físico se expresó en todo el músico.

Paróse un momento y golpeando el suelo con el pie, gritó en tono de cólera infantil: "¡No es eso!» El pianista recobró el compás y Alberto entonces cerró los ojos, sonrió, y olvidándose visiblemente de sí mismo y de los demás, se abandonó completamente a su música. Cuantos se hallaban en el salón mientras Alberto tocaba, guardaron un silencio religioso y parecían no vivir ni respirar siquiera.

Un alegre oficial estaba sentado en una silla cerca de la ventana, mirando al suelo, inmóvil, y dejaba escapar de una vez en vez profundos suspiros. Las jóvenes guardaban un silencio religioso. Sentadas a lo largo de la pared, si un murmullo de aprobación que rayaba en entusiasmo llegaba hasta ellas, se miraban entre sí. El rostro afable y sonriente de la dama de la casa irradiaba placer. El pianista, con los ojos fijos en Alberto, trataba de seguirle y se le advertía en el semblante su temor de equivocarse. Uno de los invitados, que había bebido más que los otros, recostado en un diván, trataba de no moverse para no descubrir la emoción de que era presa. Delessov experimentaba una sensación desconocida; fría corona que parecía crecer y luego se estrechaba ceñía su cabeza; las raíces de los cabellos se le hacían sensibles;

frío de nieve subíale por la espalda y llegaba a su garganta; finísimas agujas le picaban la nariz y el paladar, y a pesar suyo rodábansele las lágrimas por las mejillas… Se sacudía, quería enjugarlas sin que nadie lo advirtiera, pero otras brotaban de sus ojos y rodaban por el rostro.

Por una extraña asociación de ideas, las primeras notas del violín de Alberto transportaron a Delessov a su primera juventud. Él, que ya no era joven y estaba cansado de la vida, sentíase volver de nuevo a los diecisiete años, hermoso, contento de si mismo, bueno, inconsciente y feliz. Acodábase de su primer amor, de su prima, vestida de color de rosa, y de su primera declaración en la avenida de los tilos; el ardor y el atractivo incomparables de un beso furtivo; la ilusión de los misterios incomprensibles que entonces te rodeaban. En el recuerdo que surgía en medio de la espesa niebla de infinitas esperanzas, de vagos deseos, de una fe inquebrantable en la posibilidad de una felicidad imposible, brillaba la imagen de ella.

Todos los momentos no apreciados de esa época se le aparecían uno tras otro; pero como el momento insípido del presente que huye, sino como imágenes que se paran y, agrandándose, van reproduciendo el pasado. Con infinita alegría las contemplaba y seguía; mas no por el tiempo pasado que hubiera podido emplear mejor, sino porque el tiempo pasado no vuelve jamás. Los recuerdos iban agolpándose a su mente, y el violín de Alberto continuaba diciendo siempre lo mismo; decía: «En ti ha pasado para siempre el tiempo de la fuerza, del amor y de la felicidad. Pasó para siempre. Llora lo pasado; llora, hasta morir, sobre lo pasado… ¡Ésta es la única felicidad que te queda!» Al final de la última variación, el rostro de Alberto se fue poniendo rojo; brillaban sus ojos extraordinariamente; gruesas gotas de sudor cayeron sobre sus mejillas; las venas de la frente se le hincharon, su cuerpo agitose cada vez con más fuerza;

sus labios pálidos no se volvieron a cerrar, y todo él parecía experimentar la avidez entusiasta del goce.

Con brusco movimiento del cuerpo y sacudiendo la cabellera, bajó el violín; y, con una sonrisa de majestuosa arrogancia y de felicidad inmensa, miró a los presentes. Después enarcó la espalda, bajó la cabeza, se plegaron sus labios, y, viendo con timidez a su alrededor, se dirigió hacia la otra sala.

III

Algo extraño ocurría entre los invitados y algo extraño había también en el silencio que siguió a la música de Alberto. Era como si cada uno hubiera querido y no hubiese podido expresar todo aquello.

¿Qué significaba una sala bien alumbrada y tibia, mujeres turbadoras, el alba asomando por las ventanas, la sangre agitada y la impresión pura de los sonidos? Nadie pretendía explicar aquello. Al contrario, casi todos, como no se sentían con fuerzas para salirse de tan profunda impresión, se rebelaban contra ella.

—En efecto, ejecuta perfectamente —dijo el oficial.

—¡Admirablemente! — respondió Delessov, que se había escondido mientras se enjugaba las mejillas con la manga.

—Sin embargo, señores, es hora de irnos —dijo, rehaciéndose un poco, el que estaba echado sobre el diván—. Tendremos que darle algo: hagamos una colecta.

Alberto estaba solo en la otra sala, sentado en el diván; tenía los codos apoyados en las rodillas huesosas, y con sus manos sucias se frotaba el rostro.

Sus cabellos estaban desgreñados y mostraba una sonrisa feliz.

La colecta fue fructuosa. Delessov se encargó de ponerla en sus manos. Además, le vino la idea a Delessov, en quien la música produjo una profunda impresión, de protegerle. Había pensado llevarle a su casa, vestirlo y hallarle un empleo cualquiera para arrancarlo de su triste situación.

—¿Estáis cansado? — le preguntó al acercársele.

Alberto sonrió.

—Sois un verdadero talento. Deberíais ocuparos seriamente de la música, tocar en público.

—Ahora bebería de muy buena gana —dijo Alberto como si despertase de un prolongado sueño.

Delessov le trajo vino; el músico apuró con avidez dos vasos.

—¡Qué buen trozo de música es esa melancolía! — dijo Delessov.

—¡Oh!, sí, sí —respondió Alberto sonriéndose Pero, permitidme… No sé a quién tengo el honor de hablar; quizá seáis un conde o un príncipe… ¿Podríais prestarme un poco de dinero?

—Callóse un momento—.

Yo no tengo nada… soy muy pobre… no podría devolvéroslo.

—Delessov se sonrojó, apresurándose a entregar al músico el dinero recogido.

—Muchísimas gracias —dijo Alberto cogiendo el dinero—. Y ahora, si os place, vamos a tocar música, yo tocaré tanto como queráis, pero os agradecería que me dieras algo de beber dijo levantándose.

Delessov le trajo otra vez vino y le instó para que se sentara a su lado.

—Me dispensaréis si os hablo con franqueza, dijo Delessov—. ¡Vuestro talento me ha interesado tanto!

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