Narrativa Breve
Narrativa Breve читать книгу онлайн
Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
—No se puede entrar…; están los invitados –decía una voz de mujer.
—Que no se puede pasar, porque allí no entran más que los invitados —dijo otra voz de mujer.
—Dejadme pasar, os lo ruego, pues eso no importa —suplicaba una voz débil de hombre.
—Yo no puedo dejaros pasar sin el permiso de la señora—. ¿A dónde vais? ¡Ah!…
Abrióse la puerta y en el umbral apareció un hombre de aspecto extraño. Al ver salir al joven, la criada cesó de retenerle y el extraño personaje saludó tímidamente, y, tambaleándose en sus corvas piernas, entró en el salón. Era un hombre de mediana estatura, la espalda encorvada y los cabellos largos y en desorden. Llevaba abrigo roto, pantalones estrechos y rotos, botas abiertas y en muy mal estado; una corbata parecida a una cuerda se anudaba en su blanco cuello. Una camisa sucia le salía por las mangas, sobre las flacas manos. Pero, a pesar de la extraordinaria magrura de su cuerpo, su cara era blanca y fresca, y un ligero carmín coloreaba sus mejillas entre la barba y las patillas negras. Los cabellos en desorden descubrían una frente hermosa y pura. Los ojos sombríos, cansados, miraban fija y humildemente, y al mismo tiempo con gravedad.
Esta expresión confundíase de modo agradable con la de sus frescos y arqueados labios, que se percibían bajo el escaso bigote.
Dio algunos pasos y se detuvo; volvióse hacia el joven y sonrió. Sonrió con algún esfuerzo, pero cuando esta sonrisa asomó a sus labios, el joven, sin explicarse por qué, sonrió también.
—¿Quién es ese hombre? — preguntó en voz baja la criada, cuando el otro hubo desaparecido hacia la sala donde se bailaba.
—Es un músico de teatro, un loco —respondió la doncella. A veces visita a la señora.
—¿Dónde te has metido, Delessov? — clamaron en la sala.
El joven a quien llamaban Delessov volvió al salón.
El músico estaba cerca de la puerta, observando a los que bailaban, y su sonrisa, su mirada y sus movimientos, daban una idea exacta del placer que le producía el espectáculo.
—¡Vamos, bailad también! — le dijo uno de los jóvenes.
El músico saludó y dirigió a la señora una mirada indagatoria.
—Podéis hacerlo, ya que estos señores os invitan —dijo la dama.
Los débiles y flacos miembros del músico comenzaron a agitarse con violencia, y, guiñando el ojo con una sonrisa, púsose a saltar locamente por la sala. En medio del baile, un oficial muy alegre y que bailaba bastante bien, chocó por casualidad con el músico. Sus febles y cansadas piernas perdieron el aplomo, y el músico dio un traspié y cayó cuan largo era. A pesar del ruido seco que produjo su caída, a la primera impresión todos se echaron a reír. Al ver que el músico no se levantaba, calláronse los que reían, paróse el piano y Delessov fue el primero que se acercó al músico apresuradamente, con la señora de la casa. Estaba el caído apoyado en un codo y miraba al suelo sin expresión ninguna. Cuando le hubieron levantado y le sentaron en una silla, con un movimiento rápido apartóse los cabellos que tenía en la frente, sonriendo, sin contestar a las preguntas que le hacían.
—¡Señor Alberto! ¡Señor Alberto! — decía la señora de la casa. ¿Os habéis hecho daño?
¿Dónde? ¡Bien os decía yo que no bailarais!… Está tan débil —continuó dirigiéndose a los invitados. Si casi no puede andar, ¡cómo quiere bailar!
—¿Quién es? — preguntaron a la señora.
—Un pobre hombre, un artista, un buen muchacho, pero un desdichado, como podéis ver…
La señora se expresó en esta forma con la mayor naturalidad delante del músico. Éste se repuso y, como asustándose de algo que no sabía lo que era, empujó a los que le rodeaban, hizo un esfuerzo para levantarse de la silla y exclamó: "¡no es nada!» Y para probar que no sufría, probó a dar algunos saltos en medio del salón; pero sin duda hubiera caído otra vez, a no ser porque unos jóvenes le sostuvieron.
Todos parecían cortados; todos le contemplaban en silencio.
De pronto la mirada del músico se apagó de nuevo, y olvidándose sin duda de los que le rodeaban, rascóse con fuerza la rodilla. A poco levantó la cabeza, echóse los cabellos hacia atrás, y acercándose al violinista le quitó el instrumento.
—No ha sido nada —repitió agitando el violín—. Señores, vamos a tocar…
—¡Qué figura tan extraña! — decíanse los invitados.
—Quizá tenga un gran talento ese infeliz —dijo alguno.
—Infeliz, sí, infeliz… — pronunció un tercero.
—¡Qué hermoso semblante!… Hay en él algo extraordinario —dijo Delessov. Veamos.
II
Alberto, sin prestar atención a nadie, iba y venía a lo largo del piano, mientras templaba el violín apretado al hombro. Había plegado los labios en una sonrisa indiferente; los ojos no se le distinguían, pero la estrecha y huesosa espalda, el cuello largo y blanco, las corvas piernas y la abundante cabellera negra, le daban un aspecto extraño. Es difícil explicarlo, pero no tenía nada de ridículo. Después de haber templado el instrumento, se puso en tono y dirigiéndose al pianista que se preparaba a acompañarle.
—Melancolía, en do mayor —le dijo con un gesto imperioso. Y como para pedirle perdón por ese gesto, sonrió dulcemente y con esta sonrisa miraba al público en torno.
Alisándose los cabellos con la mano en que tenía el arco, Alberto se detuvo en el ángulo del piano, y, con un movimiento lento, hizo resbalar el arco por las cuerdas. Un sonido delicado y puro llenó el salón; el silencio era absoluto.
Las notas iban saliendo libres y elegantes. Desde el primer momento una luz clara, tranquila, inesperada, iluminó de súbito el mundo interior de cuantos escuchaban. Ni una sola nota falsa o exagerada turbó el silencio del auditorio. Los sonidos eran puros, armoniosos y graves. Los oyentes seguían en silencio con febril ansiedad el desenvolvimiento del tema. De un estado de fastidio, de diversiones enloquecedoras y de sueños del alma, aquellos hombres veíanse transportados a otro mundo que habían olvidado del todo. En sus almas nacía unas veces el sentimiento de la dulce contemplación del pasado, otras, el recuerdo apasionado de alguna hora feliz; ya el deseo ¡limitado de grandeza y esplendor, ya un sentimiento de sumisión, de amor no satisfecho y de tristeza. Los sonidos, tiernos y lastimeros, rápidos y desesperados, confundíanse libremente; deslizábanse uno tras otro, tan agradables, tan fuertes, tan cautivadores, que ya no se oían, sino que en el alma de cada uno se desbordaba un torrente de poesía, de belleza imaginada hacía mucho tiempo, pero sentida por primera vez.!
Alberto se exaltaba más y más, y estaba muy lejos ya de parecer feo y grotesco; con el violín apretado a la barbilla, tocaba apasionadamente, agitando nervioso las piernas o enderezándose o encorvando todo el cuerpo. Mantenía el brazo izquierdo plegado e inmóvil, y sólo sus huesudos dedos se movían nerviosamente, mientras el brazo derecho se movía con lentitud, de una manera casi insensible y elegante.
