Narrativa Breve

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Narrativa Breve
Название: Narrativa Breve
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Narrativa Breve - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.

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Lisa decidió hacer limpieza general en la casa, cosa que no habían hecho desde semana santa, y para ayudar a la servidumbre llamó a dos mujeres de la aldea; debían fregar los suelos y las ventanas, limpiar el polvo de muebles y alfombras y colocar las fundas. Las mujeres llegaron por la mañana temprano, pusieron agua a calentar y empezaron su trabajo. Una de estas dos mujeres era Stepanida que acababa de destetar a su hijo y, a través de un empleado de la oficina con el que ahora andaba liada, había conseguido que la llamase. Sentía deseos de ver de cerca de la nueva señora. Stepanida vivía como antes, su marido seguía ausente y ella hacía travesuras como antes las había hecho con Danila, cuando éste la sorprendió cogiendo leña, y luego con el señor; ahora se trataba del joven oficinista. En el señor no pensaba en absoluto. «Ahora tiene a su mujer –se decía. –Pero me agradaría ver a la señora; dicen que ha arreglado muy bien la casa».

Evgueni no la había visto desde que se tropezó con ella y el niño. Como jornalera no se contrataba, por estar ocupada con la criatura, y él pasaba en muy raras ocasiones por la aldea.

Aquel día, en vísperas de la Trinidad, Evgueni se levantó temprano, a las cinco de la mañana, y se dirigió a unos barbechos que debían fosfatar. Cuando salió de la casa, las os mujeres no habían entrado aun en las habitaciones de los señores; estaban poniendo a calentar el agua.

Alegre, satisfecho y hambriento, Evgueni volvió a la hora del desayuno. Descabalgó junto al portillo, entregó las bridas de su montura a un jardinero que se había acercado a él y, descargando fustazos contra la alta hierba y repitiendo, como a su modo sucede, una misma frase, se dirigió hacia la casa. La frase en cuestión era: «los fosfatos se justifican», aunque no sabía qué era lo que justificaban, ni ante quien.

En la pradera estaban sacudiendo las alfombras. Los muebles habían sido sacados fuera.

“¡Madre mía! ¡Lo que ha organizado Lisa! Los fosfatos se justifican. ¡Que ama de casa es, que amita! ¡Sí, que amita! –se dijo con el rostro casi resplandeciente que casi siempre mostraba cuando la miraba. –Sí, tengo que cambiarme de botas; porque si no, los fosfatos se justifican, es decir, huele a estiércol, y la amita, en el estado en que se encuentra… ¿Por qué se encuentra en ese estado? Sí, ahí, en ella crece un pequeño y nuevo Irténev –pensó. –Sí, los fosfatos se justifican». Y sonriendo, entregado a sus pensamientos, empujó la puerta de su cuarto.

Apenas la había tocado cuando la puerta se abrió por sí misma y él se dio de bruces con una mujer que salía con un cubo, la saya recogida, descalza y las mangas remangadas. Él se apartó para darle paso; ella se apartó también, arreglándose el pañuelo, torcido, con su mano mojada.

.Pasa, pasa; no entraré… .había empezado Evgueni, y se detuvo reconociéndola.

Ella le miró con ojos ponientes. Recogiéndose la saya, atravesó el umbral.

“¡Que absurdo es esto!… ¿Qué pasa?… No puede ser», se dijo Evgueni, ceñudo y como si tratase de sacudirse una mosca, descontento por el hecho de haberla visto. Se sentía descontento y, a la vez, no podía apartar los ojos de su cuerpo, que se balanceaba con aquel andar suave y vigoroso, de sus brazos, de sus hombros, de los bonitos pliegues de la chambra y de la roja saya, recogida sobre sus blancas pantorrillas.

“¿Qué estoy mirando? –se dijo, bajando los ojos para no verla. –Sí, tengo que entrar a coger las botas». Y dio la vuelta hacia su cuarto. Pero no había recorrido cinco pasos cuando, sin él mimo saber qué órdenes obedecía, se volvió para mirarla una vez más. Ella daba la vuelta al pasillo y, en aquel momento también le miró a él.

“¡Que hago! –exclamó en su fuero interno. –Puede pensar algo. Ya lo habrá pensado».

Entró en su cuarto, que estaba mojado. Otra mujer, vieja y flaca, fregaba el suelo.

Evgueni se acercó de puntillas, a través de los sucios charcos, a la pared, en busca de las botas, y quiso salir cuando la mujer se le adelantó en sus propósitos.

«Esta se ha ido y la otra, Stepanida, va a volver –empezó a razonar alguien dentro de él mismo. .¡Dios mío! ¡Qué hago, qué pienso!»

Agarró las botas y salió corriendo a la antesala; allí se las puso, se cepilló y se dirigió a la terraza, donde ya estaban ambas mamás, tomando el café. Lisa, que parecía esperarle, salió al mismo tiempo que él por la otra puerta.

“¡Dios mío! ¡Si lo supiera ella, que me considera tan honesto, tan puro e inocente!», pensó.

Lisa lo acogió con la cara resplandeciente de siempre. Pero ahora le pareció más pálida, amarilla y larga que de costumbre.

X

A aquella hora, como con frecuencia ocurría, transcurría una popular conversación femenina en la que no había lógica alguna, pero que debía tenerla, porque no cesaba ni un momento.

Las dos señoras insistían en sus alfilerazos y Lisa maniobraba hábilmente entre ellas.

.Me sabe mal que no haya terminado la limpieza de tu cuarto antes de que volvieras – dijo a su marido. –Quiero darle la vuelta a todo.

.¿Has dormido después que me fui?

.Sí, me siento bien.

.¿Cómo puede sentirse bien en su estado y con este calor insoportable, cuando sus ventanas dan al sol? –dijo Varvara Alexéievna, su madre. –Y sin celosías ni toldos. Yo siempre tuve toldos.

.Pero a la sombra estamos a diez grados –dijo María Pávlovna.

.Y de ahí vienen las calenturas: de la humedad –replicó Varvara Alexéievna, sin advertir que decía algo diametralmente opuesto a lo que antes sostenía. –Mi médico decía siempre que nunca se puede diagnosticar una enfermedad si no se conoce el carácter de la enferma. Y él lo sabe, porque es el número uno; le pagamos cien rublos. Mi difunto marido no quería saber nada de médicos, pero para mí nunca escatimaba nada.

.¿Cómo es posible que el marido escatime nada a su mujer, cuando la vida de ella y la del niño pueden depender…?

.Sí, cuando hay recursos la mujer puede ser independiente del marido. La buena esposa siempre se somete al marido –dijo Varvara Alexéievna, .pero Lisa está aun muy débil después de su enfermedad.

.No, mamá, me siento perfectamente. ¿Cómo no le han servido crema hervida?

.Me es lo mismo. Puedo tomarla fresca.

.le he preguntado a Varvara Alexéievna y no ha querido –explicó María Pávlovna, como justificándose.

.No, ahora no la quiero –y como para poner fin a la desagradable conversación y cediendo generosamente, Varvara Alexéievna se volvió hacia Evgueni. .¿Qué, han echado el fosfato?

Lisa corrió en busca de la crema.

.Pero si no quiero, no quiero.

.¡Lisa! ¡Lisa! ¡Cuidado! –gritó María Pávlovna. –Esos movimientos tan bruscos le pueden perjudicar.

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