Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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Le hablaré…
.¿Cuándo podría ser?
.Mañana mismo. Tengo que ir a comprar tabaco y me acercaré a verla. Usted venga a la hora de la comida, o vaya al baño, al otro lado del huerto. No habrá nadie. Además, a la hora e la comida todos se quedan en casa a dormir la siesta.
.Está bien.
En el camino de vuelta, una extraña agitación se apoderó de Evgueni. ¿Cómo resultará?
¿Cómo será la tal campesina? Puede ser una mujer fea, espantosa. Pero no, suelen ser bonitas –se decía, recordando a las que había mirado de reojo. .¿Qué voy a decir, qué haré?
Estuvo inquieto la jornada entera; al día siguiente, a la doce, se acercó a la casa del guarda. Danila le esperaba en la puerta y con un gesto significativo le señaló hacia el bosque.
Evgueni sintió que la sangre le afluía al corazón y se dirigió al huerto. No había nadie. Se llegó al baño, tampoco; echó un vistazo dentro, salió y en eso oyó el ruido de una rama que se partía. Miró alrededor: ella se encontraba entre los árboles, al otro lado del barranco. Se lanzó en esa dirección. En el barranco había muchas ortigas, de las que él no se había dado cuenta.
Procurando evitarlas, perdiendo los lentes, que se le escaparon de la nariz, subió a la parte opuesta del barranco. Con una blusa blanca, bordada, una falda de color rojo oscuro y un pañuelo de un rojo vivo, descalza, lozana, firme y hermosa, le sonreía tímidamente.
.Hay un sendero ahí; podía haber dado la vuelta –le dijo. –Hace tiempo que espero.
Evgueni se acercó a ella, la contempló, adelantó las manos…
Un cuarto de hora después de apartaban. Él se puso los lentes, se acercó a la casa del guarda y, a la pregunta de Danila de si había quedado satisfecho, le dio un rublo y se dirigió a su casa.
Sí, estaba satisfecho. Había sentido vergüenza en un principio. Luego había pasado. Y todo había resultado bien. Sobre todo, ahora se sentía tranquilo y animoso. Ni siquiera se había parado a mirarla debidamente. Recordaba que era limpia, lozana, guapa y sencilla, sin afectación alguna. “¿Quién será? –se preguntaba. –Ha dicho que se llama Péchnikova. ¿Qué Péchnikova? Porque los Péchnikova tienen dos casas. Debe ser la nuera del viejo Mijailo. Sí, seguramente. Porque su hijo vive en Moscú. Cuando venga la ocasión se lo preguntaré a Danila.»
A partir de entonces desapareció aquel punto, que tan enojoso le era, de la vida en el campo: la forzosa abstinencia. No se turbaba ya la libertad de pensamiento de Evgueni, que podía dedicarse tranquilamente a sus asuntos.
Y los asuntos de que Evgueni se había hecho cargo no eran nada fáciles: a veces pensaba que no conseguía sus propósitos y que acabaría por vender la finca, que todos sus esfuerzos resultarían vanos y sobre todo, que habría sido incapaz de llevar a buen término la empresa.
Esto era lo que más le inquietaba. Apenas lograba tapar un agujero, se abría otro por donde menos los esperaba.
No cesaban de aparecer nuevas y nuevas deudas de su padre, de las que hasta entonces no había tenido noticia. Se veía que el difunto, en los últimos tiempos, había tomado dinero sin reparar en las condiciones. En mayo, cuando se procedió al reparto, Evgueni pensaba que había acabado de ponerse al tanto de todo. Pero de pronto, mediado del verano, recibió una carta de cierta viuda Esípova, de la que existía otra deuda de doce mil rublos. No había pagaré: se trataba de una simple esquela que, según el apoderado, se podía impugnar. Pero Evgueni no concebía siquiera que pudiese negarse a saldar una deuda de su padre, si la deuda era real, por la simple razón de que se tratase de un documento impugnable. Necesitaba saber si la deuda era efectiva, segura.
.Mamá, ¿quién es Karelia Vladímirovna Esípova? –preguntó a su madre cuando, como de ordinario, se reunieron a la hora de la comida.
.¿Esípova? Era ahijada del abuelo. ¿Por qué me lo preguntas?
Evgueni habló a su madre de la carta.
.Me hago cruces de cómo no le da vergüenza. Tanto como le dio tu padre…
.¿Le debemos algo?
.¿Cómo decírtelo? No hay deuda; a tu padre, movido por su infinita bondad…
.¿Pero lo consideraba papá como una deuda?
.No puedo decírtelo. No lo sé. Lo que sé es que tú te ves en grandes dificultades.
Evgueni vio que la propia María Pávlovna no sabía qué decir y ella misma trataba de averiguar su parecer.
.Lo que deduzco de todo esto es que hay que pagar –dijo el hijo. –Mañana iré a hablar con ella; el asunto no puede demorarse.
.Me da mucha pena por ti. Pero, ¿sabes?, será mejor. Dile que debe esperar –añadió María Pávlovna, al parecer satisfecha y orgullosa de la decisión del hijo.
La situación de Evgueni se agravaba por el hecho de que su madre, que vivía con él, no se daba la menor cuenta del estado n que el hijo se encontraba. Estaba tan acostumbraba a vivir a lo grande, que no podía imaginarse la situación en que él se hallaba, es decir, que cualquier día las cosas podían ponerse de tal modo que debería venderlo todo y vivir y mantener a su madre exclusivamente con el sueldo, que, como mucho, no pasaría de dos mil rublos. Ella no podía comprender que de esa situación únicamente podían salir reduciendo al máximo los gastos, y por eso no se le alcanzaba que Evgueni escatimase tanto es los pequeños dispendios referentes a los jardineros, a los cocheros, a la servidumbre y hasta a la mesa. Además, como la mayoría de las viudas, guardaba hacia la memoria del difunto un sentimiento de veneración muy distinto al que sintió por él en vida, y no admitía siquiera la idea de que lo que hizo él pudiera haber estado mal hecho y debiera cambiarse.
Evgueni, a costa de grandes esfuerzos, mantenía el jardín y el invernadero, con dos jardineros, y las caballerizas, con tros dos cocheros. En cuanto a María Pávlovna, pensaba ingenuamente que no quejándose de la mesa, atendida por un viejo cocinero, de que los caminos del parque estuviesen descuidados y de que en vez de varios lacayos no tuviera a su servicio más que un mozalbete, hacía cuanto al alcance de una madre que se sacrificaba por su hijo. Así, en esta nueva deuda, en la que Evgueni veía un golpe que casi venía a desbaratar todos sus planes, María Pávlovna no veía más que una nueva ocasión de poner de manifiesto los nobles sentimientos de su hijo. Tampoco se preocupaba gran cosa de la situación económica de Evgueni, por estar convencida de que él conseguiría hacer una boda brillante.
Conocía a una docena e familias que se consideraban muy felices dándole una hija suya. Y deseaba arreglar eso cuanto antes.
IV
También Evgueni soñaba con la boda, pero no como su madre: la idea de casarse para arreglar sus asuntos económicos le repugnaba. Quería casarse honradamente, por amor. Se fijaba en las muchachas que encontraba y conocía, trataba de imaginarse cómo podría resultar el matrimonio con una u otra, pero su mente no acababa de decidirse. Mientras tanto, cosa que no hubiera podido esperar, sus relaciones con Stepanida proseguían y hasta habían adquirido cierto carácter fijo. Evgueni estaba lejos del libertinaje, se le hacía tan duro llevar todo eso en secreto, algo que (él lo sentía) estaba mal, que de ningún modo podía aceptarlo, y ya después de la primera entrevista se había hecho el propósito de no ver más a Stepanida; pero resultó que al cabo de cierto tiempo apareció en él la inquietud que atribuía a la causa antes explicada. Y la inquietud esta vez no era ya algo impersonal. Se imaginaba precisamente aquellos ojos negros y brillantes, aquella voz profunda, aquel olor algo lozano y fuerte, aquel pecho alto que se levantaba bajo la blusa y todo aquel bosquecillo de nogales y arces bañados por una luz clara. Por mucho reparo que le diese, volvió a recurrir a Danila. Y la entrevista quedó fijada de nuevo para el medio día en el bosque. Esta vez Evgueni la miró más y todo le pareció atrayente. Trató de conversar con ella, le preguntó por su marido. En efecto, era el hijo de Mijailo, que vivía en Moscú ganándose la vida como cochero.
