El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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—¿Qué opinas tú? —preguntó Michkin fijando los ojos en Rogochin, con tristeza.
—¿Que qué pienso yo? —exclamó Parfen Semenovich.
Pero no dijo las palabras que quería añadir. Ninguna palabra hubiese podido expresar el tormento que experimentaba.
El visitante se levantó, dispuesto a retirarse.
—Sea como fuere, no me interpondré en tu camino —dijo en voz baja.
Y aquella frase, expresada con aspecto abstraído, parecía dirigirse no tanto a Rogochin como a un pensamiento propio.
—Voy a decirte una cosa —exclamó de pronto Rogochin, con una exaltación que se evidenciaba en el fulgor de sus ojos—. Y es que no comprendo cómo me la cedes así. ¿Es que has dejado de amarla por completo? Porque antes era bien claro que sufrías. Y luego, has venido precipitadamente a San Petersburgo... ¿Que la amabas por compasión? ¡Ja, ja!
Y una sonrisa aviesa desfiguró su rostro.
—¿Crees que te engaño? —preguntó Michkin mirándole fijamente.
—No: te creo. Pero no te comprendo. A lo que puedo juzgar, tu compasión es aún más intensa que mi amor.
La alteración de sus rasgos no permitía dudar de la ira que le agitaba.
—En tu alma se mezclan el odio y el amor —dijo el príncipe, sonriendo—. Pero el amor pasará, y eso será lo más grave. Te predigo, amigo Parfen...
—¿Que acabaré matándola?
El príncipe se estremeció, y dijo:
—Que la odiarás violentamente a causa del amor que experimentas ahora por ella y de todos los sufrimientos que soportas en este instante. Lo que me extraña infinitamente más que nada es que Nastasia Filipovna consienta en ser tu esposa. Cuando lo supe ayer, me costó trabajo creerlo y me produjo una impresión penosísima. Por dos veces ha rehusado ya casarse contigo, huyendo momentos antes de la bendición nupcial, sin duda en virtud de un pensamiento... ¿Qué le impulsa ahora al matrimonio? ¿Tu dinero? Es absurdo. Además, debes de haber dilapidado ya gran parte de tu fortuna. ¿El mero deseo de casarse? Pero podría elegir a otro. Cualquier otro sería mejor partido para Nastasia Filipovna, porque tú vas a terminar asesinándola y es muy probable que ella lo comprenda así perfectamente, ahora. ¿La violencia de tu amor? Es muy posible que sea eso, en efecto. He oído decir que hay mujeres a las que les agrada ser amadas así, pero...
Y el príncipe, pensativo, no concluyó la frase.
—¿Por qué has vuelto a sonreír mirando el retrato de mi padre? —preguntó Rogochin, que examinaba con viva atención los menores cambios de la fisonomía de su interlocutor.
—¿Por qué he sonreído? Porque se me acaba de ocurrir la idea de que, sin esa malhadada pasión, te habrías convertido en idéntico a tu padre, y ello en muy poco tiempo. Permanecerías enclaustrado en esta casa, solo con una mujer obediente y silenciosa; no abrirías la boca sino de cuando en cuando y para pronunciar algunas palabras severas; desconfiarías de todos y no sentirías nunca la necesidad de confiarte a nadie; vivirías sombrío y taciturno y no pensarías más que en ganar dinero... A lo sumo, cuando llegases al declinar de tu vida, te dedicarías a estudiar los viejos libros y te interesarías en el modo tradicional de santiguarse los antiguos creyentes...
—Búrlate lo que quieras. Lo cierto es que lo que me dices me lo dijo ella, palabra por palabra, últimamente, después de haber contemplado este retrato. Es prodigioso como coincidís en todo los dos...
—¿Acaso Nastasia Filipovna ha venido ya a tu casa? —preguntó Michkin con curiosidad.
—Sí. Examinó largo tiempo el retrato y me interrogó a propósito del difunto. «Así habrías sido tú —terminó diciéndome, con una sonrisa—. Tus pasiones son muy violentas, Parfen Semenovich, y te conducirían pronto a Siberia, condenado a trabajos forzados si no tuvieses inteligencia. Pero eres muy inteligente.» Así lo dijo. Era la primera vez que yo la oía hablar en esa forma. Luego agregó: «Tú renunciarás pronto a las locuras de la juventud y, como eres un hombre sin instrucción, te dedicarás a amasar dinero. Vivirás, como tu padre, en esta casa con tus skopetz; quizá al fin te conviertas tú mismo a su religión, y amarás tanto las riquezas que harás una fortuna, no de dos millones, sino de diez, sin perjuicio de morir de hambre encima de tus sacos de oro, porque eres extremado en todas las cosas.» Te repito sus palabras casi textualmente. Nunca se había expresado con un lenguaje parecido. Nunca me habla, y, de hablar, se dedica a burlarse de mí. Y en esta circunstancia comenzó riendo, pero en seguida su rostro se ensombreció. Visitó toda esta casa y parecía asustada, al verla. «Yo lo cambiaré todo —dije—; transformaré completamente este edificio, o compraré otro cuando nos casemos.» «No, no —respondió—; no hay por qué hacer cambio alguno. Lo conservaremos todo tal como está. Cuando sea tu mujer quiero vivir con tu madre.» La presenté a ésta y Nastasia Filipovna le testimonió un verdadero respeto filial. La pobre vieja está enferma. Hace dos años que sus facultades mentales se hallan alteradas y desde la muerte de mi padre se ha vuelto como una niña. Inválida, siempre silenciosa, se limita a hacer una inclinación de cabeza a quienes la saludan. Creo que si no le diésemos de comer pasaría tres días seguidos sin reparar en ello. Cogí la mano derecha de mi madre y junté sus dedos. «Bendígala, madre —le dije—: va a casarse conmigo.» Nastasia Filipovna besó la mano de la vieja. «Tu madre ha sufrido mucho, ciertamente», me dijo. Ese libro que está ahí atrajo su atención. «¡Hola! —exclamó—. ¿Has empezado a leer la historia rusa?» Poco antes me había dicho en Moscú: «Debes instruirte algo. No sabes nada. Lee, por lo menos, la «Historia Rusa» de Soloviev.» Y ahora continuó: «Haces bien. Si quieres, yo misma te daré una lista de obras que debes leer antes que ninguna.» Nunca, nunca hasta entonces me había hablado de aquel modo, y su lenguaje me maravilló. Entonces respiré por primera vez como un ser viviente.
—Me alegro mucho, Parfen Semenovich, me alegro mucho —dijo el príncipe, con sincera satisfacción—. ¿Quién sabe si Dios no hará al fin que sea posible la unión entre vosotros?
—¡Eso no sucederá jamás! —dijo Rogochin, con vehemencia.
—Escucha, Parfen Semenovich. Si la amas tanto, ¿es posible que no procures merecer su estima? Y si te lo propones, ¿es posible que no confíes en conseguirlo? Hace poco he dicho que me parecía incomprensible que ella consintiera en casarse contigo; pero, aun cuando no pueda explicarme el hecho, una cosa resulta evidente para mí, y es que su decisión debe tener una causa explicable y racional. Ella está convencida de tu amor y también, seguramente, de que posees ciertas cualidades. ¡No puede ser de otro modo! El relato que acabas de hacerme confirma mi idea. Tú mismo dices que empleó contigo un lenguaje diferente al acostumbrado. Tú tienes celos y sospechas, acaso porque exageras lo que has encontrado de malo. Desde luego ella no te juzga tan desfavorablemente como dices. De otro modo, el casarse contigo sería, en cierto modo, ahogarse o poner el cuello bajo la cuchilla con conocimiento de causa. ¿Es posible eso? ¿Quién busca la muerte a sabiendas?