El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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El príncipe se levantó. Rogochin no se movió de su sitio.
—No te vayas aún —dijo con dulzura, apoyando la cabeza en su mano derecha—. ¡Hace tanto que no te he visto!
El visitante se sentó. La conversación quedó momentáneamente interrumpida.
—Cuando no estás ante mí te odio, León Nicolaievich. En estos tres meses durante los cuales no te he visto, yo estaba furioso contra ti y con gusto te habría envenenado. Esa es la verdad. Pero ahora, cuando aún no llevas un cuarto de hora conmigo, todo mi odio desaparece y vuelves a ser para mí tan querido como antes. Quédate un momento más...
—Sí: cuando estoy contigo confías en mí, pero apenas nos separamos la sospecha sucede en tu alma a la confianza. ¡Eres todo el retrato de tu padre! —dijo Michkin con una sonrisa amistosa.
Se esforzaba en ocultar los sentimientos que le invadían.
—Creo en tu voz cuando estamos juntos. Me hago cargo de que no se nos puede poner al mismo nivel a ti y a mí...
—¿Por qué dices eso? ¡Otra vez te has incomodado! —exclamó Michkin mirando con sorpresa a Parfen Semenovich.
—Pero en este caso, amigo mío, no se requiere nuestro consejo, y todo está decidido sin tener en cuenta nuestra opinión —repuso Rogochin.
Tras un breve silencio, continuó en voz baja:
—Cada uno tenemos nuestro modo peculiar de amar; es decir, que ambos diferimos profundamente el uno del otro. Tú dices que sientes un amor compasivo por Nastasia Filipovna. Y a mí no me inspira sentimiento alguno de ese género. Por otra parte, me detesta infinitamente. Yo sueño con ella todas las noches y me parece verla siempre burlándose de mí con otro. Así es, amigo mío... va a convertirse en mi esposa, y, sin embargo, no le importo más que el zapato que acaba de quitarse. ¿Me creerás si te digo que no la veo hace cinco días porque no me atrevo a visitarla? Sé que sería capaz de preguntarme: «¿Por qué has venido?» Como si no bastara que me hubiese cubierto de ignominia...
—¿Qué dices? ¿Cuándo te ha cubierto de ignominia?
—¡Como si no lo supieras! Vamos a ver: me abandonó para huir contigo, se escapó casi ya «de debajo de la corona»... Tú mismo has empleado esas expresiones hace un momento.
—Pero tú no creerás que...
—Y, además, ¿no me deshonró en Moscú con aquel oficial, Zemtiuchnikov? Me consta bien que me puso en ridículo. ¡Y eso después de haber fijado ella misma el día de nuestra boda!
—¡Es imposible! —protestó Michkin.
—Lo sé positivamente —dijo Rogochin con convicción—. Tú dirás que eso no está en su carácter, pero amigo mío, el decirlo es sencillamente absurdo. Contigo no obraría así, y hasta la horrorizaría semejante cosa, pero conmigo procede de otro modo. Puedes tener la certeza de que me tiene por el más despreciable de los gusanos. Su asunto con Keller no fue para ella más que un modo de burlarse de mí. ¡No sabes la mala pasada que me jugó en Moscú! ¡Y el dinero que me he gastado...!
—Y entonces, ¿cómo te casas con ella? ¿Qué vas a hacer después? —exclamó Michkin con horror.
Una siniestra mirada fue la única respuesta de Rogochin.
—Hace hoy cinco días que no he estado en su casa —prosiguió, tras un instante de silencio. —Temo que me ponga en la puerta. «Aun soy dueña de mí misma —me dice siempre—. Si quiero, te echaré definitivamente de mi casa y me iré al extranjero.» ¡Al extranjero! —añadió Rogochin mientras sus ojos se fijaban con peculiar expresión en los del príncipe—. Es verdad que a veces se contenta con asustarme y burlarse de mí. Pero en otras ocasiones arruga el entrecejo, adquiere un aspecto de severidad, no pronuncia una palabra... ¡Y eso es lo que me espanta! Un día resolví no presentarme con las manos vacías. ¡Y ella me acogió con mofas y luego se enfureció! Yo le llevaba un chal como quizá no haya visto uno en su vida, por muy lujosamente que viviera antes. ¿Y sabes lo que hizo? Regalarlo a su doncella Katia. Nunca puedo insinuar ni la menor pregunta sobre cuándo se efectuará nuestro casamiento. ¡Imagina la situación de un prometido que no se atreve a visitar a su novia! Así que me paso el día en casa y cuando no puedo más voy a rondar lo más secretamente posible por los alrededores de la suya. Y para ello tengo que ocultarme en cualquier rincón. Una vez, después de haber permanecido así ante su puerta casi hasta la aurora, me pareció observar algo sospechoso. Ella, a su vez, me vio desde la ventana. «¿Qué harías —me dijo— si descubrieras que te engañaba?» No pude contenerme y respondí: «Bien lo sabes tú.»
—¿Qué es lo que sabe?
—¿Acaso lo sé yo tampoco? —repuso Parfen Semenovich, con una risa de sarcasmo—. En Moscú procuré espiarla estrechamente, pero no pude sorprenderla con nadie. Un día le dije: «Has prometido casarte conmigo; vas a entrar en una familia honrada, y ¿sabes lo que eres ahora?» y se lo dije.
—¿Se lo dijiste?
—Sí.
—¿Y qué?
—«Pues entérate —me contestó— de que no sólo no quiero ser tu mujer, sino que no te tomaré ni como lacayo.» Yo dije que no me importaba y que no me iría de allí. «Bueno —repuso—; llamaré a Keller, le hablaré y él te pondrá en la puerta.» Entonces me lancé sobre ella y la molí a golpes, hasta dejarla amoratada.
—¡No es posible! —exclamó Michkin.
—Te digo la verdad —declaró Rogochin con voz dulce, mientras sus ojos relampagueaban—. Durante treinta y seis horas estuve sin comer sin beber, sin dormir, sin salir de su gabinete, arrodillado ante ella. «Aquí me moriré —dije—; no saldré de aquí hasta que me hayas perdonado. Y si das orden de que me expulsen me arrojaré al río. Porque, ¿cómo voy a vivir sin ti?» Todo aquel tiempo ella estuvo como una loca, ora llorando, ora cogiendo un cuchillo para matarme, ora colmándome de injurias. Llamó a Zahochev, a Keller, a Zemtiuchnikov, etc., y me puso en vergüenza mostrándome a ellos. «Vámonos todos al teatro, señores, ya que él no quiere salir de aquí. ¡No será eso lo que me impida que yo salga! Voy a mandar que le sirvan el té, Parfen Semenovich. Debe usted de tener hambre, porque lleva todo el día sin comer.» Volvió sola del teatro. «Ésos son unos cobardes —me dijo—. Te tienen miedo y se empeñan en asustarme. Me dicen que no te irás y que vas a acabar matándome. Pues bien, para que veas el miedo que te tengo, cuando me vaya a acostar no cerraré la puerta de mi cuarto. Míralo y entérate. ¿Has tomado té?» «No —contesté—, ni tomaré nada tampoco.» «Has puesto tu amor propio en perjudicar tu propio estómago —repuso— y no creo que eso te sea muy conveniente.» E hizo lo que había dicho: no cerró su puerta. Por la mañana, al salir de su dormitorio, me interpeló riendo: «Estás loco, ¿verdad? ¿Quieres dejarte morir de hambre?» «Perdóname», le rogué. «No quiero perdonarte ni casarme contigo. Lo dicho, dicho. ¿Es posible que hayas pasado la noche entera sin dormir, en ese sillón?» «No; no he dormido.» «¡Qué hombre tan inteligente! ¿Y no quieres comer ni tomar el té?» «Ya te he dicho que no tomaré nada; perdóname.» «¡Si supieras qué mal te sienta esa actitud! —dijo ella—. Tan mal como una silla de montar en el dorso de una vaca. Crees que vas a asustarme, pero, ¿qué me importa que te prives de alimento? Ya puedes no comer durante el tiempo que quieras. Yo me río de ello.» Y se enfureció, pero al poco tiempo ya había empezado otra vez a bromear. Me extrañó verla tan poco encolerizada, porque es una mujer rencorosa y vengativa. Entonces se me ocurrió una explicación: que me despreciaba demasiado para guardarme rencor durante mucho tiempo. Y esa era la verdad. «¿Sabes —me preguntó— quién es el Papa de Roma?» «He oído hablar de él», contesté. «¿No has aprendido la Historia universal, Parfen Semenovich?» «No he aprendido nada.» «Pues mira, voy a enseñarte una cosa. Habiéndose enojado justamente un Papa contra un emperador, éste, antes de obtener su perdón, hubo de pasar tres días sin comer ni beber, arrodillado y con los pies desnudos ante el palacio del Papa. Durante los tres días que aquel emperador pasó de rodillas, ¿cuáles crees que fueron sus pensamientos? ¿Qué juramentos formuló en el fondo de su alma? Pero espera —agregó Nastasia Filipovna—; voy a leértelo yo misma.» Y corrió a buscar un libro. «Es poesía», me dijo. Y comenzó a leerme un monólogo en verso en el que aquel emperador, colmado de humillaciones, juraba vengarse del Papa. «¿Es posible que esto no te agrade, Parfen Semenovich?» «Lo que acabas de leer es muy justo», respondí. «¡Ah! ¿Te parece muy justo? Entonces es natural que ahora pienses: «Cuando ésa sea mi mujer le haré pagar esto caro.» «No sé —dije—; puede que tal sea mi idea, en efecto.» «¿No lo sabes?» «No, porque ahora no pienso en eso.» «¿Y en qué piensas entonces?» «Pues mira: si te levantas de tu asiento y pasas a mi lado, te contemplo y te sigo con la vista; si oigo el rumor de tu vestido, siento desfallecer mi corazón; si sales del cuarto, recuerdo todas tus palabras y la entonación de cada una de ellas; y durante toda esta noche no he pensado en nada y no he dejado de escuchar el ruido de tu respiración. Hasta te he sentido dar vueltas dos veces en el lecho.» Ella se rió. «Y los golpes que me has asestado, ¿los olvidas? ¿No piensas en ellos?» «No sé: bien puede ser que no piense en ellos.» «¿Y si no te perdono y me niego a casarme?» «Ya te he dicho que me tiraré al río.» «O acaso me asesines antes», repuso ella, pensativa. Luego se enojó y se fue. Una hora más tarde la vi reaparecer, muy sombría. «Parfen Semenovich —me dijo—, voy a casarme contigo, no porque te tenga miedo, sino porque no me importa arruinar mi vida. Además, tanto vale eso como cualquier otra cosa. Siéntate; te van a traer la comida. Y quiero que sepas que cuando nos casemos te seré fiel. Estate, pues, tranquilo.» Calló un instante y luego continuó: «Al fin y al cabo, no eres un lacayo como yo lo había creído hasta ahora.» Entonces señaló ella misma el día de nuestra boda. Y a la semana siguiente huyó y se fue a pedir refugio a Lebediev. Cuando volví a encontrarla en San Petersburgo, me dijo: «No renuncio en absoluto a casarme contigo, pero quiero esperar cuanto se me antoje, porque yo sigo siendo dueña de mí misma. Puedes hacer lo mismo, si te parece.» Tales son ahora nuestras relaciones... ¿Qué opinas de todo eso, León Nicolaievich?