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Aguas Primaverales

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Aguas Primaverales
Название: Aguas Primaverales
Дата добавления: 15 январь 2020
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Aguas Primaverales - читать бесплатно онлайн , автор Тургенев Иван Сергеевич

Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 a?os que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt. Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el coraz?n de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pasteler?a familiar de la chica y as? estar m?s cerca de ella.

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La encontró en la tienda con su madre. FrauLenore, inclinada adelante, medía la distancia entre las ventanas, con un metro articulado. Al ver a Sanin, se enderezó y le saludó alegre, aunque con un poco de cortedad.

—Desde lo que me dijo usted ayer, no hago más que revolverme los sesos pensando en los medios de embellecer nuestra tienda. Creo que convendría poner aquí dos armaritos con tablas de cristal azogado. ¿Sabe usted? Eso es de moda hoy. Y además...

—Muy bien, muy bien —interrumpió Sanin—; habrá que pensar en todo eso... Pero, venga usted acá; tengo que decirle una cosa.

—Dio el brazo a las dos damas y las condujo a la trastienda. FrauLenore, intranquila, dejó caer el metro que tenía en la mano. Gemma no estaba lejos de alarmarse también, pero se tranquilizó al mirar a Sanin con más atención. Su rostro, aunque preocupado, expresaba resolución y una especie de audacia alegre. Rogó a las dos mujeres que se sentasen y él permaneció de pie ante ellas. Con muchos ademanes, con el pelo desgreñado, se lo contó todo: su encuentro con Polozoff, su proyectado viaje a Wiesbaden, la posibilidad de vender su hacienda, exclamando por último:

—¡Imagínense mi felicidad! El asunto ha tomado tal giro que acaso no tenga ni aun necesidad de ir a Rusia, y podremos celebrar la boda mucho más pronto de lo que yo suponía.

—¿Cuándo te marchas? —preguntó Gemma.

—Hoy, dentro de una hora; mi amigo tiene coche y me lleva consigo.

—¿Nos escribirás?

—En seguida... Así que hable con esa señora, cogeré la pluma.

—¿Dice usted que es rica esa señora? preguntó FrauLenore, siempre práctica.

—Inmensamente... Su padre era millonario, y se lo dejó todo.

—¿Todo? ¿A ella solita? Vamos, tiene usted buena sombra. Sólo que ¡mucho ojo! No venda usted sus tierras muy baratas; sea usted razonable y firme. ¡No se deje usted arrebatar! Comprendo sus deseos de ser marido de Gemma lo antes posible, pero ante todo, ¡prudencia! No lo olvide: cuanto más cara venda su finca, más dinero habrá para los dos y... para vuestros hijos.

Gemma volvió la cabeza con apuro, y Sanin volvió a empezar con sus ademanes.

—Puede usted, FrauLenore, confiar en mi prudencia. Aparte de que no voy a chalanear. Diré el justo precio: si me lo da, muy bien; y si no, ¡vaya bendita de Dios!

—¿Conoces a esa señora? preguntó Gemma.

—En mi vida la he visto

—¿Y cuándo volverás?

—Si no se arregla el negocio, vuelvo pasado mañana; pero si todo va bien, tal vez tenga que estar uno o dos días más. En todo caso, no perderé un minuto. ¡Dejo aquí mi alma, bien lo sabes...! Pero me voy a retrasar hablando con ustedes, y aún tengo que pasarme por casa antes de partir. Deme usted la mano, FrauLenore, para darme buena suerte: es costumbre nuestra en Rusia.

—¿La derecha o la izquierda?

—La izquierda, la mano del corazón. Vuelvo pasado mañana... ¡con el escudo, o sobre el escudo! Algo me dice que vendré vencedor. Adiós, mis buenas, mis queridas amigas...

Abrazó a FrauLenore, y rogó a Gemma que pasase con él a su cuarto un minuto, porque tenía que comunicarle una cosa importantísima. Quería sencillamente despedirse de ella a solas. FrauLenore lo comprendió, y no tuvo la curiosidad de preguntar qué asunto tan importante era aquél...

Sanin no había entrado nunca en el dormitorio de Gemma. Todo el encanto del amor, todos sus ardores, su entusiasmo, su dulce temor, todo ello brotó y se derramó en su alma así que hubo traspuesto los umbrales de aquel sagrado recinto... Echó en torno suyo una mirada enternecida, cayó a los pies de la hechicera joven y escondió el rostro entre los pliegues de su falda.

—¿Eres mío? murmuró ella—. ¿Volverás pronto?

—Tuyo soy, volveré... —repitió él, palpitante.

—Te espero, mi bien amado.

Algunos instantes después, estaba Sanin en la calle para irse a su fonda. Ni siquiera reparó que Pantaleone, más desgreñado que nunca, se había precipitado en seguimiento suyo desde el quicio de la confitería, gritándole alguna cosa, y, al parecer, amenazándole con el brazo levantado.

A la una menos cuarto en punto, entró Sanin en el alojamiento de Polozoff Su coche, enganchado con cuatro caballos, estaba ya en la puerta de la fonda. Al ver a Sanin, limitóse Polozoff a decir:

—¡Ah! ¿Te has decidido?

En seguida se puso el sombrero, el abrigo y los chanclos, metióse algodón en rama en las orejas, aunque era en pleno verano, y se dirigió al pórtico. Obedientes a sus órdenes, los mozos de la fonda colocaron sus numerosas compras dentro del carruaje, rodearon de almohadoncitos, de sacos de mano y de paquetes el asiento que iba a ocupar, pusieron a los pies un cesto lleno de víveres y ataron una maleta en el pescante. Polozoff les pagó con largueza; y sostenido respetuosamente por detrás por el oficioso portero, entró por fin en el coche gimoteando, tomó asiento, apretó y amontonó muy cómodamente todo lo que le rodeaba, eligió y encendió un cigarro. Sólo entonces hizo seña con el dedo a Sanin, diciéndole:

—¡Vamos, sube tú también!

Sanin se colocó junto a él. Por conducto del portero, Polozoff ordenó al postillón que anduviese aprisa, si quería ganarse una buena propina; resonó el estribo al doblarse, cerróse con estrépito la portezuela, y el coche empezó a rodar.

XXXIII

En nuestros días, entre Francfort y Wiesbaden no hay una hora por ferrocarril; pero por aquellos tiempos, había tres horas de camino por la posta, y cinco relevos de caballos. Polozoff, medio dormido, se zangoloteaba suavemente con un cigarro en los labios; hablaba muy poco y no miró ni una sola vez por la ventanilla; los puntos de vista ‘pintorescos no tenían para él nada de interesantes, y hasta declaró que “¡la naturaleza le aburría mortalmente!” Sanin tampoco decía nada, y no admiraba el paisaje: tenía otra cosa en la cabeza. Estaba absorto en sus pensamientos y recuerdos. A cada parada, Polozoff ajustaba sus cuentas, comprobaba el tiempo, según su celo. A la mitad del camino, sacó dos naranjas del cesto de las provisiones, eligió la mejor y ofreció la otra a Sanin. Éste miró fijamente a su compañero de camino, y de pronto soltó el trapo a reír.

—¿De qué te ríes? preguntó Polozoff, mondando con esmero su naranja, con ayuda de sus uñas blancas y cortas.

—¿De qué? —repitió Sanin—. De este viaje que hacemos juntos.

—¡Bueno! ¿Y qué? insistió Polozoff, metiéndose en la boca un gajo de naranja.

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