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Aguas Primaverales

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Aguas Primaverales
Название: Aguas Primaverales
Дата добавления: 15 январь 2020
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Aguas Primaverales - читать бесплатно онлайн , автор Тургенев Иван Сергеевич

Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 a?os que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt. Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el coraz?n de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pasteler?a familiar de la chica y as? estar m?s cerca de ella.

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—Demetrio Pavlovitch dijo la señora Polozoff, reflexionó un instante, y repitió—: Demetrio Pavlovitch, ¿sabe usted una cosa? Estoy convencida de que la compra de sus tierras será para mí un negocio ventajosísimo y de que nos entenderemos. Pero necesito que me otorgue usted... un par de días para pensarlo. Vamos, ¿es usted capaz de estar dos días separado de su novia? No le detendré más tiempo si no quiere quedarse; le doy mi palabra. Pero, si necesita usted hoy mismo dinero, le prestaría con mucho gusto cinco o seis mil francos y luego los descontaríamos.

Sanin se levantó exclamando:

—No sé cómo agradecer, María Nicolavna, la cordial benevolencia de que me da usted pruebas, a mí que soy casi desconocido... Sin embargo, si usted se empeña en ello, prefiero aguardar su resolución acerca de mi finca, y me quedaré aquí dos días.

—Sí, lo deseo, Demetrio Pavlovitch. ¿Y le costará a usted mucho eso? ¿Mucho? Diga usted.

—Amo a mi prometida, y confieso a usted que la separación será un poco dura para mí.

—¡Ah! Es usted un hombre como no los hay —dijo la señora Polozoff, exhalando un suspiro—. Le prometo no dejarle languidecer demasiado. ¿Se va usted?

—Ya es tarde hizo observar Sanin.

—Y le hace falta descanso después de ese viaje, después de esa partida de naipes con mi marido. Diga usted, ¿tenía usted mucha amistad con Hipólito Sidorovitch, mi marido?

—Nos hemos educado en el mismo colegio.

—¿Y era ya “tan así” en el colegio?

—¿Cómo, “tan así”?

La señora Polozoff soltó una carcajada tan fuerte, que todo el rostro se le puso encendido; llevóse el pañuelo a los labios, se levantó luego de la butaca, fue al encuentro de Sanin contoneándose un poco con dejadez, como una persona fatigada, y le alargó la mano.

Se despidió Sanin de ella, y se dirigió a la puerta.

—Trate usted mañana de venir temprano, ¿oye? — le gritó en el momento de trasponer los umbrales.

Echó él una mirada atrás, y la vio tendida en la butaca con las dos manos puestas detrás de la cabeza. Las anchas mangas de la bata se habían corrido hasta el nacimiento de los hombros; y era imposible no decirse que la postura de esos brazos y todo aquel conjunto era de una admirable belleza.

XXXVI

Largo tiempo después de medianoche, aún ardía la lámpara en el cuarto de Sanin. Sentado detrás de la mesa, estaba escribiendo a Gemma. Contábaselo todo: le describía los Polozoff, marido y mujer; por supuesto, pintó sus propios sentimientos, y concluyó diciendo: “hasta la vista ¡¡¡dentro de tres días!!!— (con tres signos de admiración). A la mañana siguiente llevó muy temprano la carta al correo y se fue a pasear al jardín del Kursaal, donde estaba ya la orquesta tocando. Aún había poca gente. Detúvose delante del quiosco de la orquesta, oyó una pieza con los principales temas de Riberto il Diavolo, tomó café, y luego buscó una alameda solitaria y se puso a meditar sentado en un banco.

El mango de una sombrilla le pegó con viveza y hasta bastante fuerte en un hombro. Se estremeció...

Vestida con un traje ligero, de un color gris tirando a verde, con un sombrero de tul blanco, calzadas las manos con guantes de piel de Suecia, fresca y sonrosada cual una aurora de estío, y presentando aún en sus movimientos y miradas los vestigios de un sueño tranquilo y reparador, estaba delante de él la señora Polozoff.

—Buenos días —dijo ésta—. Mandé hoy en su busca, pero ya había salido usted. Acabo de beber mi segundo vaso... Figúrese: me ordenan tomar las aguas!... ¡Sabe Dios por qué! ¿Tengo facha de enferma? Y tengo que pasear durante una hora entera. ¿Quiere usted ser mi acompañante? Tomaremos juntos el café.

—Ya lo he tomado—dijo Sanin, levantándose—, pero sería para mí un encanto dar un paseo con usted.

—Entonces, venga el brazo... Nada tema usted; no está aquí su novia, no le verá.

Sanin respondió con una sonrisa forzada. Cada vez que la señora Polozoff le hablaba de su futura, sentía una impresión desagradable. Sin embargo, se inclinó con aire sumiso... El brazo de María Nicolavna se posó muelle y lentamente en el suyo, resbalando y adhiriéndose a él.

—Vamos por aquí —dijo echándose al hombro la sombrilla abierta—. Estoy como en mi casa en este parque, voy a enseñarle los sitios bonitos. Y ¿sabe usted una cosa? (empleaba a menudo esta muletilla)... Ahora no hablaremos de su asunto; nos ocuparemos de él, como es sabido, después del desayuno. Ahora hábleme de sí mismo... a fin de que sepa yo con quién trato. Y luego, si usted quiere, le hablaré de mí. ¿Quiere usted?

—Pero, María Nicolavna, ¿qué puede haber de interesante?... —Espere, espere, no me ha comprendido bien no crea que quiero hacerme la coqueta con usted—dijo la señora Polozoff, encogiéndose de hombros—. He aquí un hombre que tiene por novia una verdadera estatua antigua; ¿e iba yo a coquetear con él? No hay más sino que usted vende y yo compro. Y quiero conocer su mercancía. Pues bien, ¡hágamela usted ver! No sólo quiero saber lo que compro, sino también a quién se lo compro. Ésa es la regla de conducta de mi padre. Veamos, comience... no nos remontaremos a su nacimiento; pero, por ejemplo, ¿hace mucho tiempo que se encuentra usted en el extranjero? ¿Dónde ha estado usted hasta ahora? Pero no ande tan de prisa, que nadie nos corre.

—Llego de Italia, donde he pasado algunos meses.

—Por lo que veo, se pirra usted por todo lo italiano. Es muy raro que no encontrase usted por allá el objeto de sus ansias. ¿Le gustan a usted las artes? ¿Qué prefiere, los cuadros o la música? —Me gusta el arte en general. Amo todo lo bello. —¿Y la música?

—También la música.

—A mí no me gusta ni pizca. Sólo me gustan las canciones rusas: y para eso en el campo, y sólo en primavera, cuando se baila, ¿sabe usted?... Los adornos de abalorios, las camisetas rojas, la hierba tiernecita en la pradera, el olorcillo grato a heno que sale de las isbas...¡Eso es delicioso! Pero no se trata de mí. ¡Hable, pues! ¡Cuénteme usted!

Al andar, la señora Polozoff miraba con tenaz empeño a Sanin. Era buena moza, y su cara llegaba casi a la altura de la de su caballero.

Púsose él a narrar desde luego, bien o mal y casi a pesar suyo; abandonóse después, y acabó por hablar largo y tendido. Oíalo la señora Polozoff con aire de inteligencia... y luego, tenía ella tal aspecto de franqueza, que forzaba a ser francos a los demás. Poseía ese “terrible don de la familiaridad” de que habla el cardenal de Retz. Habló Sanin de sus viajes, de su vida en Petersburgo, de su juventud... Si María Nicolavna hubiese sido una mujer de sociedad, de maneras refinadas, nunca se hubiese franqueado él así; pero ella misma se había puesto ante él como un buen muchacho enemigo de ceremonias. Sin embargo, ese “buen muchacho” iba junto a él con andar felino, pesando leve sobre su brazo, y estudiando a hurtadillas la expresión de su rostro; marchaba junto a él bajo la figura de una mujer joven, inspirando ese atractivo ardiente y dulce, lánguido y lleno de embriaguez, que ciertas naturalezas eslavas poseen, para perdición de nosotros, pobres pecadores; sólo ciertas naturalezas, y aun así después de un cruce de razas conveniente.

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