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Aguas Primaverales

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Aguas Primaverales
Название: Aguas Primaverales
Дата добавления: 15 январь 2020
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Aguas Primaverales - читать бесплатно онлайн , автор Тургенев Иван Сергеевич

Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 a?os que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt. Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el coraz?n de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pasteler?a familiar de la chica y as? estar m?s cerca de ella.

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—¿Y quién es ella? ¿Puede saberse?

—Sin duda... Es la hija de un confitero.

La señora Polozoff enarcó las cejas, abriendo tamaños ojos, ydijo con lentitud:

—¡Eso es encantador! ¡Es admirable! ¡Yo creía que no se encontraban en la tierra jóvenes como usted! ¿La hija de un confitero?

—Veo que eso le asombra a usted dijo Sanin con aire digno—. Pero, en primer lugar, yo no tengo esas preocupaciones.

—Ante todo —interrumpió la señora Polozoff—, eso no me asombra de ninguna, y yo no tengo las menores preocupaciones... Yo misma soy hija de un campesino. ¡Ah! ¿Qué dice usted a esto? Lo que me pasma y me hechiza es ver a un hombre que no teme amar. Porque usted la ama, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Es muy bonita, sin duda?

Esta última pregunta apuró un poco a Sanin, pero ya no era tiempo de retroceder.

—Señora, ya sabe usted que cada cual prefiere a todos los demás el rostro de aquella a quien ama; pero mi prometida es verdaderamente muy bella.

—¿De veras? ¿Qué tipo tiene? ¿Italiana? ¿Clásica?

—Sí, tiene una perfecta regularidad de facciones.

—¿No tiene usted su retrato?

—No.

Por aquella época aún no existía la fotografía; apenas comenzaba a difundirse el daguerrotipo.

—¿Cuál es su nombre de pila?

—Gemma.

—¿Y el de usted? —Demetrio.

—¿Y además?

—Pavlovitch.

—¿Sabe usted una cosa? —dijo la señora Polozoff, siempre con la misma lentitud—. Me gusta usted mucho, Demetrio Pavlovitch. Debe ser usted un hombre galante. Choque usted esa mano. Seamos amigos.

Sus lindos dedos, blancos y robustos, apretaron con vigor los dedos de Sanin. Su mano no era mucho más pequeña que la del joven, pero era más tibia, más suave, y, por decirlo así, más viva.

—¿Sabe usted —dijo ella— qué idea se me ocurre?

—¿Qué?

—¿No se enfadará usted? ¿No? Dice usted que es su futura esposa... pero... ¿le es a usted eso absolutamente necesario?

Sanin frunció las cejas.

—Señora, no la comprendo a usted.

María Nicolavna se echó a reír quedito, y con un movimiento de cabeza echó atrás los cabellos que le caían sobre las mejillas.

—Decididamente es encantador —dijo con aire meditabundo y distraído a la vez—. ¡Un verdadero caballero! Después de esto, ¡vaya usted a creer a las gentes que sostienen que ya no hay idealistas!

La señora Polozoff hablaba en ruso con una pureza perfecta, el verdadero ruso de Moscú, la lengua del pueblo y no la de los salones. — Estoy segura de que se ha educado usted en casita, en el seno de una familia piadosa y patriarcal. ¿De qué gobierno es usted?

—Del de Tula.

—¡Ah! En ese caso, somos paisanos. Mi padre... ¿Sabe usted, no es cierto, lo que era mi padre?

—Sí, lo sé.

—Era natural de Tula... Era un Tulla. Vamos bien. —Pronunció enteramente al estilo del pueblo, y con intención marcada, la palabra rusa que significa “bien”—. ¡Y ahora pongámonos manos a la obra! —¡A la obra!... ¿Qué debo entender por esa frase?

—Pero ¿qué ha venido usted a hacer aquí?

Cuando entornaba así los ojos hacíase muy zalamera su expresión, con un si es no es burlona; al abrirlos ¡cuán grandes eran! Su brillo luminoso, casi frío, dejaba transpirar un no sé qué perverso y amenazador. Lo que daba a sus ojos particular hermosura eran las cejas, espesas, un poco prominentes y suaves como piel de marta cebellina.

—¿Quiere usted que le compre su hacienda? prosiguió—. Necesita usted dinero para casarse, ¿no es verdad?

—En efecto.

—¿Necesita usted mucho?

—Unos cuantos miles de francos para los gastos primeros. Su marido conoce mis propósitos. Podría usted consultarle... Pediré un precio muy módico.

La señora Polozoff hizo con la cabeza un gesto negativo.

—En primer lugar —comenzó a decir, tras una pequeña pausa, dando golpecitos con las yemas de los dedos en la manga de Sanin—, no tengo costumbre de consultar a mi marido, como no sea para asuntos de tocador, en los cuales es maestro consumado; en segundo lugar, ¿por qué me dice usted que me pedirá un precio muy módico? No quiero aprovecharme de que usted se halla ahora enamorado y dispuesto a todos los sacrificios... ¡Qué! En vez de alentarle en... (¿cómo lo diría yo bien eso...?) en sus nobles sentimientos, ¿iba yo a despojarle como se le quita a un tilo la corteza para hacer laptis? Eso no se aviene con mis hábitos.

—“En ocasiones se me ocurre burlarme de las gentes, pero no de esa manera.”

Sanin no podía adivinar si se guaseaba o hablaba en serio, pero decía para sí. “¡Oh, ahora es cuando hay que aguzar el oído!” Entró un criado, trayendo en una gran bandeja un samovar ruso, un servicio de té, crema, bizcochos, etcétera; puso todo ello encima de la mesa, entre Sanin y la señora Polozoff, y se retiró.

La señora Polozoff sirvió a su huésped una tasa de té.

—¿Le da a usted lo mismo esto? —dijo, poniéndole el azúcar con los dedos... —Y, sin embargo, las tenacillas del azucarero estaban encima de la mesa.

—¡Cómo! De una mano tan hermosa...

No pudo acabar la frase, y por poco se ahoga con un sorbo de té. Ella le tenía subyugado con un claro y fijo mirar.

—Si le hablé a usted de baratura —continuó él—, es porque como en estos momentos se encuentra usted en el extranjero, no debo suponer que tenga usted mucho dinero disponible; y además comprendo que la venta... o la compra de una finca en tales condiciones tiene algo de anormal, y debo tener esto en cuenta. Embarullábase Sanin y se atascaba en sus frases, mientras que la señora Polozoff, que se había reclinado en el respaldo de la butaca muellemente, le miraba cruzada de manos, con el mismo claro y atento mirar. Concluyó él por detenerse.

—Siga, siga usted —dijo ella, como para acudir en su auxilio—, le escucho, tengo sumo placer en oírle; continúe usted.

Sanin se puso a describir su hacienda, indicó la superficie, la situación topográfica, las dependencias; calculó qué renta podía sacarse de ella... Hasta habló de la pintoresca posición de la casa, y la señora Polozoff continuaba fijando en él su mirada cada vez más clara y penetrante; y sus labios tenían ligeros temblores, en vez de sonrisas, y se los mordía. Sanin concluyó por sentirse turbado, y se interrumpió por segunda vez.

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