Narrativa Breve
Narrativa Breve читать книгу онлайн
Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Recordé nuestro primer encuentro. En al año 48, durante mi estancia en Moscú, frecuentaba a mi antiguo amigo Ivashin, con el que me había educado. Su esposa era lo que suele llamarse una buena ama de casa, una mujer muy amable; pero nunca me había gustado… Aquel invierno en que la conocí, a menudo solía hablar con orgullo mal disimulado de su hermano, que había acabado recientemente sus estudios y era, al parecer, uno de los jóvenes más cultos y más apreciados en la buena sociedad petersburguesa. Como yo conocía de oídas al padre de los Guskov, un hombre muy rico, que ocupaba un importante cargo, y como conocía las inclinaciones de la Ivahina, acogí a Guskov con prevención. Una noche me encontré en casa de Ivashin con un joven de mediana estatura y aspecto agradable, que llevaba frac, chaleco y corbata blancos, a quien el dueño de la casa se olvidó de presentarme.
El joven, que por lo visto se disponía a ir a un baile, se hallaba en pie junto al dueño de la casa, con el sombrero en la mano, discutiendo acaloradamente acerca de un conocido común nuestro que se había distinguido por aquella época en la campaña húngara. Guskov decía que ese joven no era ningún héroe, ni siquiera un hombre nacido para la guerra, como decían, sino sencillamente culto y capacitado. Recuerdo que tomé parte en la discusión, llevándole la contraria a Guskov y llegué a arrebatarme hasta el punto de querer demostrarle que la inteligencia y la cultura están siempre en razón inversa con la valentía. De un modo hábil y agradable, Guskov trató de persuadirme de que el valor es una consecuencia inevitable de la inteligencia y de cierto grado de desarrollo, en lo que yo no podía por menos de estar de acuerdo en mi fuero interno, al considerarme inteligente y culto. Hacia el final de nuestra conversación, la Ivashina me presentó a su hermano, el cual, sonriendo, con expresión condescendiente, me tendió su pequeña mano, que aún no había calzado con el guante de gamuza y, lo mismo que ahora, estrechó la mía débilmente y con indecisión. Aunque estaba mal predispuesto contra Guskov, no pude por menos de ser justo y reconocer que su hermana tenía razón al decir que era un joven agradable e inteligente. Era extremadamente pulcro, vestía elegantemente y sus modales resultaban sencillos y revelaban seguridad en sí mismo.
Su aspecto era muy joven, casi infantil; por eso se le perdonaba sin querer su expresión de suficiencia y su deseo de mostrarse superior ante los demás, lo que constantemente reflejaba a su rostro y, sobre todo, su sonrisa. Se decía que aquel invierno había tenido muchos éxitos entre las damas de Moscú. Viéndolo en casa de su hermana, tan sólo por esa constante expresión de superioridad y suficiencia, y por los relatos a veces inmodestos que solía hacer, puede deducir hasta qué punto era verdad. Me encontré con él unas seis veces y hablamos mucho o, mejor dicho, era él quien hablaba. Casi siempre conversaba en francés, expresándose muy bien, armoniosa y gráficamente, y sabía interrumpir a los demás con mucha cortesía. En general, me trató como trataba a todos, con bastante altivez, y yo, cosa que me ocurre siempre con los que están convencidos de que deben hacerlo así y a los que conozco poco, pensé que Guskov tenía toda la razón.
Cuando se sentó junto a mí y me tendió la mano, noté en él su antigua expresión altiva, y me pareció que se aprovechaba, no del todo honradamente, de su situación inferior ante un oficial cuando me preguntó con tanta indolencia qué había hecho durante este tiempo y cómo había ido a parar allí. Aunque le contestaba en ruso, Guskov iniciaba siempre la conversación en francés, aunque no se expresaba tan bien como antes.
Entre otras cosas, me dijo que después de su nefasta y estúpida aventura (ignoraba en qué consistía y él no me la relató), había estado arrestado durante tres meses; y luego le destinaron al Cáucaso, al regimiento de N***, donde llevaba tres años sirviendo como soldado.
—No me imagina usted –me dijo en francés— lo que he tenido que sufrir en estos regimientos, por el trato de los oficiales. Afortunadamente para mí, conocía de antes al ayudante del que acabamos de hablar: desde luego, es una buena persona –observó con expresión condescendiente—; vivo en su casa y eso constituye para mí un pequeño alivio. Oui, mon cher, les tours se suivent, mais ne se ressemblent pas (Sí, querido. Los días se suceden, pero no se parecen unos a otros) –añadió. Pero de pronto se levantó, ruborizándose al advertir que se acercaba a nosotros el ayudante al que habíamos aludido—. ¡Qué alegría supone encontrar una persona como usted! Tendría deseos de hablarle mucho, mucho –susurró, alejándose.
Le contesté que me sería muy grato; pero en realidad confieso que Guskov despertaba en mí un penoso y desagradable sentimiento de compasión.
Presentía que me sería violento hablar con él a solas; pero deseaba enterarme de muchas cosas y, sobre todo, por qué se hallaba Guskov en la pobreza, como se notaba por su indumentaria y su actitud, habiendo sido su padre tan rico.
El ayudante nos saludó a todos, excluyendo a Guskov, y se sentó a mi lado en el sitio que éste había ocupado antes. Paviel Dimitrievich, ese jugador siempre sereno, pausado, de carácter firme y que poseía dinero, era en este momento un hombre completamente distinto al que conocí en su época afortunada; parecía tener prisa, examinaba a todos los presentes sin cesar y, antes que pasaran cinco minutos, él, que últimamente se negaba a jugar, propuso al teniente O*** organizar una partida. Este se negó bajo el pretexto de que tenía que hacer algo;
en realidad, era porque sabía que a Paviel Dimitrievich le quedaban pocas cosas y poco dinero, y consideraba insensato arriesgar sus trescientos rublos contra cien o tal vez menos, que hubiera podido ganar.
—Paviel Dimitrievich, se dice que mañana salimos. ¿Es cierto? –preguntó el teniente, que, sin duda deseaba librarse de un segundo ruego.
—No lo sé –replicó Paviel Dimitrievich—. Sólo ha llegado la orden de que estemos preparados. Ande, vamos a jugar una partidita; pongo en prenda mi caballo.
—No, hoy no…
—Y si no quiere, jugamos a dinero ¿eh?
—Es que yo… Aceptaría de buena gana, desde luego, pero tal vez mañana empiecen las operaciones; hay que descansar –dijo el teniente O***.
El ayudante se levantó y, poniendo las manos en los bolsillos, empezó a recorrer la explanada. Su rostro adoptó su habitual expresión de frialdad y cierta altivez que me gusta en él.
—¿Quiere una copita de glintvein? –pregunté.
—Bueno –repondió, dirigiéndose a mí; pero Guskov cogió apresuradamente la copa de mis manos y se la tendió al ayudante, procurando mi mirarle. Sin reparar en la cuerda que sostenía la lona de la tienda, tropezó y, soltando la copa, cayó sobre las manos.
—¡Diablos! –exclamó el ayudante, que ya había tendido la mano para coger la copa.
Todos se echaron a reír; sin excluir a Guskov, el cual se frotó una de sus delgadas rodillas, que se había golpeado al caer.
—Me ha servido como el oso al ermitaño –continuó el ayudante—. Así lo hace todos los días. Ha arrancado todas las estacas de la tienda; no hace más que tropezar.
