Narrativa Breve
Narrativa Breve читать книгу онлайн
Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
El baile había terminado después de las cuatro. Y ya habían transcurrido dos horas, de manera que ya era de día. Hacía un tiempo típico de Carnaval; había niebla, la nieve se deshelaba por doquier, y caían gotas de los tejados. Los B*** vivían entonces en un extremo de la ciudad, cerca de una gran plaza, en la que a un lado había paseos y al otro un instituto de muchachas. Atravesé nuestra callejuela, completamente desierta, desembocando en una gran calle, donde me encontré con algunos peatones y algunos trineos que transportaban leña.
Tanto los caballos que avanzaban con paso regular, balanceando sus cabezas mojadas bajo las dugas brillantes, como los cocheros cubiertos con harpilleras, que chapoteaban en la nieve deshelada, con sus enormes botas, y las casas, que daban la impresión de ser muy altas entre la niebla, me parecieron importantes y agradables.
Cuando llegué a la plaza, al otro extremo, en dirección a los paseos, distinguí una gran masa negra y oí sones de una flauta y de un tambor. En mi fuero interno oía constantemente el tema de la mazurca. Pero estos sones eran distintos; se trataba de una música ruda y desagradable.
“¿Qué es eso?», pensé, mientras me dirigía por el camino resbaladizo en dirección a aquellos sones. Cuando hube recorrido unos cien pasos, vislumbré a través de la niebla muchas siluetas negras. Debían de ser soldados. «Probablemente, están haciendo la instrucción», me dije, acercándome a ellos en pos de un herrero con pelliza y delantal mugrientos, que llevaba algo en la mano. Los soldados, con sus uniformes negros, formaban dos filas, una frente a la otra, con los fusiles en descanso. Tras de ellos, el tambor y la flauta repetían sin cesar una melodía desagradable y chillona.
—¿Qué hacen? –pregunté al herrero que estaba junto a mí.
—Están castigando a un tártaro, por desertor –me contestó, con expresión de enojo, mientras fijaba la vista en un extremo de la filas.
Miré en aquella dirección y ví algo horrible que se acercaba entre las dos filas de soldados, Era un hombre con el torso desnudo, atado a los fusiles de dos soldados que lo conducían. A su lado avanzaba un militar alto, con gorra y capote, que no me fue desconocido. Debatiéndose con todo el cuerpo chapoteando en la nieve, deshelada, la víctima venía hacia mí bajo una lluvia de golpes que le caían encima por ambos lados. Tan pronto se echaba hacia atrás y entonces los soldados lo empujaban, tan pronto hacia delante y, entonces, tiraban de él. El militar alto seguía, con sus andares firmes, sin rezagarse. Era el padre de Varenka, con sus mejillas sonrosadas y sus bigotes blancos.
A cada vergajazo, el tártaro se volvía con expresión de dolor y de asombro hacia el lado de donde provenía, repitiendo unas palabras y enseñando sus dientes blancos. Cuando estuvo más cerca, pude distinguirlas. Exclamaba sollozando: “¡Hermanos, tened compasión!, ¡Hermanos, tened compasión!» Pero sus hermanos no se apiadaban de él. Cuando la comitiva llegó a la altura en que me encontraba, el soldado que estaba frente a mí dio un paso con gran decisión y, blandiendo con energía el vergajo, que silbó, lo dejó caer sobre la espalda del tártaro. Este se echó hacia delante, pero los soldados lo retuvieron y recibió un golpe igual desde el otro lado. De nuevo llovieron los vergajos, ora desde la derecha, ora desde la izquierda… El coronel seguía andando, a ratos miraba a la víctima, a ratos bajo sus propios pies; aspiraba el aire y lo expelía, despacio, por encima de su labio inferior. Cuando hubieron pasado, vislumbré la espalda de la víctima entre la fila de soldados. La tenía magullada, húmeda y tan roja que me resistí a creer que pudiera ser la espalda de un hombre.
—¡Oh Dios mío! –pronunció el herrero.
La comitiva se iba alejando. Los golpes seguían cayendo por ambos lados sobre aquel hombre, que se encogía y tropezaba. El tambor redoblaba lo mismo que antes y se oía el son de la flauta. Y lo mismo que antes, la apuesta figura del coronel avanzaba junto a la víctima.
Pero, de pronto, se detuvo; y, acercándose apresuradamente a uno de los soldados, exclamó:
—¡Ya te enseñaré! ¿Aún no sabes azotar como es debido?
Ví cómo abofeteaba con su mano enguantada a aquel soldado atemorizado, enclenque y bajito, porque no había dejado caer el vergajo con bastante fuerza sobre la espalda enrojecida del tártaro.
—¡Que traigan vergajos nuevos! –ordenó.
Al volverse se fijó en mí y, fingiendo que no me había conocido, frunció el ceño, con expresión severa e iracunda, y me dio la espalda. Me sentí tan avergonzado como si me hubiesen sorprendido haciendo algo reprensible. Sin saber dónde mirar, bajé la vista y me dirigí apresuradamente a casa. Durante el camino, no cesaba de oír el redoble del tambor, el son de la flauta, las palabras de la víctima «Hermanos, tener compasión», y la voz irritada y firme del coronel gritando. “¿Aún no sabes azotar como es debido?». Una angustia casi física, que llegó a provocarme náuseas, me obligó a detenerme varias veces. Me parecía que iba a devolver todo el horror que me había producido aquel espectáculo. No recuerdo cómo llegué a casa ni cómo me acosté. Pero en cuanto empecé a conciliar el sueño, volví a oír y a ver aquello y tuve que levantarme.
«El coronel debe de saber algo que yo ignoro –pensé—. Si supiera lo que él sabe, podría comprender y no sufriría por lo que acabo de ver.» Pero, por más que reflexioné, no pude descifrar lo que sabía el coronel. Me quedé dormido por la noche, y sólo después de haber estado en casa de un amigo, donde bebí hasta emborracharme.
¿Creen ustedes que entonces llegué a la conclusión de que había presenciado un acto reprensible? ¡Nada de eso! «Si esto se hace con tal seguridad, y todos admiten que es necesario, es que saben algo que yo ignoro», me decía, procurando averiguar lo que era. Sin embargo, nunca lo conseguí. Por tanto, no pude ser militar como había sido mi deseo.
Tampoco pude desempeñar ningún cargo público, ni he servido para nada, como ustedes saben.
—¡Bien conocemos su inutilidad! –exclamó uno de nosotros—. Es mejor que nos diga cuántos seres inútiles existirían, a no ser por usted.
—¡Qué tonterías! –replicó Iván Vasilevich con sincero enojo.
—¿Y qué pasó con su amor? –preguntamos.
—¿Mi amor? Desde aquel día empezó a decrecer. Cuando Varenka y yo íbamos por la calle y se quedaba pensativa, con una sonrisa, cosa que le ocurría a menudo, inmediatamente recordaba al coronel en la plaza; y me sentía violento y a disgusto. Empecé a visitarla con menos frecuencia. Así fue como se extinguió mi amor. Ya ven ustedes cómo las circunstancias pueden cambiar el rumbo de la vida de un hombre. Y usted dice… — concluyó.
Yasnia Poliana, 20 de agosto de 1903.
El degradado
(RECUERDOS DEL CÁUCASO)
Estábamos en campaña. Las operaciones tocaban a su fin, los soldados estaban terminando de abrir un sendero en el bosque y esperábamos de un día para otro la orden del cuartel general de retirarnos a la fortaleza. Nuestro grupo de cañones de la batería estaba emplazado en la pendiente empinada de una cordillera que descendía hasta el rápido riachuelo Mecha, para disparar en dirección a la llanura que se extendía ante nosotros. En los momentos de calma, aparecían de cuando en cuando en esa pintoresca llanura, principalmente antes del anochecer, grupos de jinetes montañeses no hostiles, que salían por la curiosidad de ver el campamento ruso. Hacía un atardecer claro, sereno y fresco, como suelen ser los atardeceres de diciembre en el Cáucaso; el sol se ponía a la izquierda, tras de la cadena de montañas, y arrojaba sus rosados rayos sobre las tiendas de campaña diseminadas por el monte, sobre el grupo de soldados que se movían y sobre nuestros dos cañones que, pesados e inmóviles, se hallaban a dos pasos de nosotros.
