Narrativa Breve
Narrativa Breve читать книгу онлайн
Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
El piquete de infantería emplazado en la colina de la izquierda se destacaba claramente en la diáfana luz del poniente, con los fusiles en pabellón, la figura del centinela, los grupos de soldados y el humo de la hoguera. A derecha e izquierda de un cerro, sobre la tierra negra apisonada, blanqueaban las tiendas de campaña y, tras de éstas, negreaban los troncos despojados del bosque, en el que se oían sin cesar los hachazos, el crepitar de las hogueras y el ruido de los árboles talados que se desplomaban. De todas partes elevábanse columnas de humo azulado hacia el cielo azul pálido invernal.
Ante las tiendas de campaña y junto al arroyo pasaban los cosacos, dragones y artilleros, que regresaban de abrevar a sus caballos, los cuales piafaban y relinchaban. Empezaba a helar; cualquier sonido se percibía con gran claridad y podían distinguirse los objetos a lo lejos, en la llanura, a través del aire puro y diáfano.
Grupos de enemigos, que ya no despertaban la curiosidad de los soldados, pasaban tranquilamente de un lado a otro por el rastrojo amarillo claro de los campos de maíz; aquí y acullá se veían, tras de los árboles, las altas vallas de los cementerios y el humo que se elevaba por encima de las aldeas.
Nuestra tienda estaba situada cerca de los cañones, en un lugar alto y seco, desde el cual se abarcaba una gran extensión. En una explanada, junto a la tienda y al pie de la batería, habíamos instalado un juego de bolos. Los serviciales soldados nos habían traído bancos de mimbre y una mesita. Debido a estas comodidades, a nuestros compañeros, los oficiales de artillería, y algunos de infantería, les gustaba reunirse por las noches en nuestra batería, que llamaban el club.
Hacía una noche muy agradable, habían venido los mejores jugadores y jugábamos a los bolos. El teniente O***, el alférez D*** y yo perdimos por turno dos partidos y, con gran alegría y regocijo de los espectadores –oficiales, soldados y asistentes que nos miraban desde sus tiendas— llevábamos dos veces a los vencedores montados sobre nuestras espaldas de un extremo a otro de la explanada. Resultó especialmente divertida la posición del corpulento capitán Sh***, que sofocándose, sonriendo bondadosamente y arrastrando los pies por el suelo, pasó montado sobre el pequeño y endeble teniente O***. Era tarde ya; los asistentes trajeron tres vasos de té sin platillos para los seis y, al terminar el juego, nos acercamos a los bancos. Junto a éstos se hallaba un desconocido: era un hombrecillo de mediana estatura y de piernas torcidas. Llevaba pelliza y gorro de piel blanca de cordero. Mientras nos acercábamos, se quitó y se puso varias veces el gorro con gesto indeciso y varias veces hizo ademán de dirigirse a nosotros. Finalmente, decidiendo al parecer que ya no era posible seguir inadvertido, se descubrió y, pasando a nuestro lado, se acercó al segundo capital Sh***.
—¡Ah Guskantini! ¿Qué hay, padrecito? –le dijo Sh***, que aún seguía sonriendo bondadosamente, por haber montado a hombros del teniente O***.
Guskantini, como se llamaba Sh***, se cubrió e hizo ademán de meter las manos en los bolsillos de su pelliza, pero por el lado que yo veía no había bolsillo y su pequeña mano colorada quedó en una posición torpe. Quise saber quién era aquel hombre (¿Un junker o un degradado?); y, sin darme cuenta de que mi mirada (la mirada de un oficial desconocido) lo turbaba, examiné atentamente su traje y su aspecto. Representaba unos treinta años. Sus redondos ojillos grises asomaban, adormilados y al mismo tiempo inquietos, por debajo del gorro blanco y sucio que le caía por la frente. La nariz, gruesa e irregular, entre las mejillas, revelaba una delgadez enfermiza, inverosímil. Los labios, apenas cubiertos por un rubio bigote ralo y suave, se movían incesantemente como tratando de adoptar tal o cual expresión.
Pero, sin llegar a precisar ninguna, su rostro reflejaba principalmente miedo y apuro. Una bufanda de lana verde cubría su delgado cuello surcado de venas y se ocultaba por debajo de la pelliza, corta y raída, con cuello de piel de conejo y con bolsillos interiores. Llevaba pantalones a cuadros de color ceniza y botas de caña corta, como las que llevan los soldados.
—No se moleste, por favor –le dije, cuando, al mirarme tímidamente, volvió a descubrirse.
Me hizo una inclinación de cabeza con expresión agradecida, se puso el gorro, y sacando de un bolsillo la sucia bolsita del tabaco, de percal y con cordón, empezó a liar un cigarrillo.
Hacía poco que yo había sido junker, un junker mayor, sin fortuna, incapaz ya de mostrarse amable y servicial con los compañeros más jóvenes; por eso, conociendo muy bien todo el peso moral que esto supone para un hombre que ya no es joven y tiene amor propio, compadecía a los que se hallaban en tal situación y trataba de explicarme su manera de ser, así como sus capacidades intelectuales, para poder juzgar el grado de sus sufrimientos morales.
Este junker u oficial degradado me pareció, por su mirada inquieta y por el premeditado cambio de expresión que observé en su rostro, un hombre inteligente, de extremado amor propio y, por tanto, muy digno de compasión.
El segundo capitán Sh*** nos propuso que jugáramos otra partida de bolos con objeto de que el bando que perdiera, además de llevar a hombros a los vencedores, pagara unas cuantas botellas de vino tinto, ron, azúcar, canela y clavo para preparar el glintvein (vino caliente con especias), que aquel invierno, debido al frío, se había puesto de moda en nuestro destacamento. Invitamos también a Guskantini, como lo volvió a llamar Sh***; pero antes de empezar el juego, aquél, luchando sin duda entre esta invitación y una especie de miedo, se llevó aparte al capitán y le cuchicheó algo. Dándole una palmada en el vientre con su gruesa manaza, el bondadoso capitán le contestó, en voz alta:
—¡No importa, padrecito! Seré su fiador.
Cuando terminó la partida, ganando el bando en el que se encontraba el degradado, y tuvo que montar a hombros de uno de nuestros oficiales, del alférez D***, éste enrojeció y, retirándose hacia los bancos, le ofreció cigarrillos en sustitución del paseo. Mientras preparaban el glintvein, y en la tienda de los asistentes Nikita se afanaba tirando tan pronto de un extremo como de otro de los bajos de la lona y daba órdenes para que trajeran canela y clavo, nos instalamos todos en los bancos y, bebiendo por turno de los tres vasos, contemplamos la llanura donde empezaba a oscurecer, y riéndonos comentamos la partida. El desconocido de la pelliza no intervino en la conversación, se negó rotundamente a tomar el té que yo le ofrecí varias veces y, sentado en el suelo al estilo tártaro, liaba uno tras otro cigarrillos de tabaco menudo, sin duda no tanto por el placer que le suponía, como por aparentar que se ocupaba en algo. Cuando se habló de que se esperaba para el día siguiente la orden de retirarse, y tal vez un combate, el desconocido se puso de rodillas y, dirigiéndose sólo al segundo capitán, le dijo que acababa de estar en la tienda del ayudante donde había escrito en persona la orden de retirarse al día siguiente. Todos callamos mientras habló y, a pesar de su evidente azoramiento, le obligamos a repetir aquella noticia, interesantísima para nosotros. Repitió lo que había dicho y añadió que se hallaba en la tienda del ayudante, donde vivía, cuando trajeron la orden.
