Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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—No, en absoluto.
—Entonces, le describiré nuestras veladas. Solía entrar…, conocía la escalera con todos sus tiestos…, el picaporte, todo era tan agradable, tan familiar, luego, el vestíbulo, su habitación… No; eso ya no volverá nunca más. Aún ahora me escribe; quizás le enseñe a usted sus cartas. Pero yo ya no soy el mismo, estoy perdido, ya no la merezco… ¡Sí! ¡Estoy definitivamente perdido! Je suis cassé (estoy deshecho). Ya no tengo energía, ni orgullo. Ni siquiera dignidad… ¡Sí! ¡Estoy perdido! Nadie podrá comprender nunca mis sufrimientos. A nadie le importan. ¡Soy un hombre perdido! Nunca podré levantarme, porque he caído moralmente…, he caído… en el lodo…
En aquel momento sus palabras reflejaban una desesperación profunda y sincera.
Permaneció inmóvil, sin mirarme.
—¿Por qué desesperarse así? –dije.
—Porque soy un miserable. Esta vida me ha aniquilado. Ya no sufro con orgullo, sino indignamente; ya no me queda dignité dans le malheur (dignidad en la desgracia). Me humillan a cada instante; lo tolero todo y hasta doy pie. Esa vileza a deteint sur moi (me domina); me he vuelto grosero, he olvidado lo que sabía no puedo hablar francés, noto que soy un miserable. No puedo luchar en esas condiciones, me es completamente imposible. Tal vez fuese un héroe si me pusieran al mando de un regimiento, me dieran charreteras doradas, cornetas, etcétera. En cambio, me enloquece tener que avanzar junto al salvaje Antón Bondarienko, pensando que no hay ninguna diferencia entre nosotros y que nos pueden matar a cualquiera de los dos. Ya puede usted comprender lo horrible que es que un desarrapado me mate a mí, a un hombre que piensa y siente, cuando hubiera sido lo mismo matar al que está a mi lado, a Antón, un ser que no se diferencia en nada de un animal. Sin embargo, es fácil que, precisamente, caiga yo, porque siempre suele haber une fatalité para todo lo elevado y todo lo bueno. Sé que me tachan de cobarde; realmente lo soy, y no puedo ser de otra manera. Y no sólo un cobarde, sino, según ellos, un mendigo y un hombre despreciable. Acabo de pedirle dinero y tiene usted derecho a despreciarme. Pero tenga, quédese con su dinero –añadió, tendiéndome el billetito arrugado—. Quiero que me respete.
Guskov se cubrió el rostro y se echó a llorar; decididamente, yo no sabía que decir ni qué hacer.
—Tranquilícese. Es usted demasiado sensible. No lo tome todo tan a pecho, no analice, considere las cosas desde un punto de vista más sencillo. Usted mismo dice que tiene carácter.
Domínese; ya le queda poco que sufrir –balbucí—.
Me sentía decepcionado, lo compadecía y me arrepentía por haberme permitido censurar a un hombre que era tan desgraciado.
—Si al menos, hubiese oído una voz en este infierno, una palabra amistosa, compasiva, un consejo…, una palabra humanitaria, como la que acabo de oír de usted. Tal vez hubiera podido soportarlo todo con serenidad; tal vez incluso hubiera podido dominarme y ser soldado. En cambio, ahora, es horrible… Cuando razono, deseo la muerte. ¿Por qué amar esta vida envilecida y apreciarme, si estoy perdido para todo lo bueno en la tierra? Ante el menor peligro siento adoración por esta vida miserable, quiero conservarla como algo apreciado; y o puedo, je ne puis pas vencerme. Es decir, podría –pero me costaría demasiado esfuerzo, un esfuerzo enorme, porque estoy solo. Estando con otros y en condiciones normales, soy valiente, j’ai fair mes preuves (lo he demostrado), porque tengo orgullo y amor propio; ése es mi defecto. Ante los demás… Oiga, permítame pernoctar con usted, porque van a jugar allí toda la noche y tendré que acostarme en algún rincón, en el suelo.
Mientras Nikita preparaba el lecho, nos levantamos y empezamos a recorrer de nuevo la batería en la oscuridad. En efecto, Guskov debía de tener la cabeza muy débil porque se tambaleaba después de haber bebido dos copas de vodka y unos vasos de chijir. Cuando nos apartamos de la vela, noté que Guskov, tratando de que no lo viera, introdujo de nuevo en el bolsillo el billetito que había tenido en la mano mientras hablaba. Luego me dijo que aún podría rehabilitarse si tuviera a su lado un hombre como yo, que se tomara interés por él.
Nos disponíamos a entrar en la tienda para acostarnos cuando, de pronto, silbó un proyectil y cayó cerca de nosotros, incrustándose en el suelo. Todo era tan extraño: el campamento tranquilo, dormido, nuestra conversación y, de pronto, aquella bala enemiga, que Dios sabe de dónde venía para caer en medio de nuestras tiendas, que durante mucho rato no puede darme cuenta de lo que había ocurrido. Nuestro soldadito Andreiev, el centinela en la batería, se acercó a mí.
—¡Qué manera de colarse! He visto el fuego aquí mismo –me dijo.
—Hay que despertar al capitán –exclamé, echando una mirada a Guskov.
Inclinado hacia el suelo, Guskov tartamudeaba tratando de decir algo.
—El… enemigo… es…, da risa…
No dijo nada más; y no sé dónde ni cuándo desapareció, en un instante.
En la tienda del capitán se encendió una vela y se oyó su tos habitual de cuando se despertaba. No tardó en salir y pidió fuego para encender su pequeña pipa.
—Está visto, padrecito, que hoy no quieren dejarme dormir –dijo, sonriendo. Tan pronto es usted con su degradado; tan pronto, Shamil. ¿Qué vamos a hacer? ¿Les contestamos o no?
¿No han dado ninguna orden?
—No. Ahí vienen otros dos –dije.
En efecto, a mano derecha, brillaron en la oscuridad dos luces semejantes a dos ojos y no tardó en volar por encima de nosotros un proyectil de obús y una granada, que probablemente era nuestra, con un silbido penetrante. Los soldados salieron de las tiendas vecinas y se les oyó charlar, desperezarse y carraspear.
—¡Vaya! Parece un ruiseñor –observó un artillero.
—Llamad a Nikita –ordenó el capitán con su habitual sonrisa bondadosa—. ¡Nikita! No te escondas. Ven a escuchar a los ruiseñores de la montaña.
—Excelencia –dijo Nikita, deteniéndose junto al capitán—. Conozco a esos ruiseñores y no los temo. En cambio, el invitado que acaba de estar aquí se ha bebido nuestro chijir; pero al oírlos cantar ha echado a correr como un gamo.
—Hay que ir a la tienda del comandante para preguntarle si debemos contestar al enemigo –me dijo el capitán, con aire serio e imperativo—. Desde luego, no dará ningún resultado, pero se le puede contestar. Haga el favor de ir a preguntárselo. Ordene que le ensillen un caballo, así tardará menos. Puede llevarse mi Polkan.
Al cabo de cinco minutos me trajeron el caballo y me dirigí a la tienda del comandante de artillería.
—Recuerde que la consigna es vara –me susurró el capitán, siempre exacto—. De otro modo, no le dejarían pasar en las filas.
La tienda del comandante estaba a una media versta y el camino se extendía entre lasa tiendas de campaña. En cuanto me alejé de nuestra hoguera, la oscuridad fue tan grande que ni siquiera divisaba las orejas del caballo; veía tan sólo las llamas de las hogueras, que ora parecían estar muy cerca ora muy lejos. Cabalgué un trecho con las bridas sueltas, dejándome guiar por el caballo, y empecé a distinguir las blancas tiendas rectangulares y, luego, las rodadas negras del camino. Al cabo de media hora, después de haber preguntado tres veces, de haber tropezado dos con las estacas de las tiendas (lo que me valió oír una serie de invectivas) y de haber sido detenido un par de veces por los centinelas, llegué a la tienda del comandante. Mientras cabalgaba, había oído otros dos disparos dirigidos a nuestro campamento; pero los proyectiles no llegaron al lugar en que estaba emplazado el cuartel general. El comandante ordenó que no contestáramos a los disparos, tanto menos cuanto que el enemigo había cesado de hacer fuego. Regresé a pie entre las tiendas de campaña de infantería, llevando el caballo por las bridas. Más de una vez me detuve junto a alguna tienda en la que se veía luz, para escuchar una anécdota que contaba algún chistoso o la lectura de un libro por algún soldado que sabía leer y al que escuchaba toda una sección agolpada en la tienda y junto a ella, y al que, de cuando en cuando, interrumpía alguien para hacer alguna observación; o bien las charlas acerca de la campaña, de la patria o de los jefes.
