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El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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—¿Es posible que me perdonen? —balbució al fin—. ¿Y usted también, Lisaveta Prokofievna?

Aumentaron las risas. El príncipe, en su alegría, se juzgaba objeto de una ilusión. Las lágrimas acudieron a sus ojos.

—El jarrón era muy hermoso —comentó Ivan Petrovich—. Estaba aquí desde hace quince años. Quince; lo recuerdo muy bien...

—¡Qué desgracia tan grande! Conque el hombre mismo no es eterno, ¿y tú te preocupas de este modo por la pérdida de un jarrón de arcilla? —exclamó en voz alta Lisaveta Prokofievna—. ¿Es posible que estés tan aterrado, León Nicolaievich? Basta, querido, basta; me das miedo —añadió, con inquietud.

—¿Me lo perdona todo? ¿Todo y no sólo el jarrón? —preguntó el príncipe.

Quiso levantarse, pero el anciano dignatario le retuvo por el brazo.

—C'est tres curieux et c'est très serieux —cuchicheó al oído de Ivan Petrovich, inclinándose hacia la mesa. Pero fue un cuchicheo pronunciado en voz bastante alta para que incluso lo entendiera también el príncipe.

—¿Ninguno de ustedes se ha ofendido? ¡No saben lo que me alegra saberlo! Claro que no podía ser de otro modo... ¿A quién podía molestar? Sólo el suponerlo sería ofenderlos.

—Cálmese, amigo mío, y no exagere las cosas. No nos dé tantas gracias. Su sentimiento es muy noble, pero rebasa la medida.

—No les doy las gracias; los admiro y me siento feliz mirándolos... Me expresaré neciamente quizá, pero necesito hablar, decir lo que siento... Aunque sólo sea por respeto hacia mí mismo.

Hablaba de modo convulsivo, confuso, febril. Seguramente no expresaba lo que quería. Su mirada parecía implorar licencia para que le dejasen explicarse. Los ojos de la princesa Bielokonsky se encontraron con los suyos.

—Nada, padrecito, no es nada. Continúa, continúa... Pero no te acalores tanto —observó la anciana—. Antes te has exaltado, y ya ves lo que ha sucedido. Pero no tengas miedo, habla. Estos señores han visto cosas más raras que tú. No vas a asombrarlos.

Michkin la escuchó, sonriente, y luego se dirigió al anciano:

—¿Es usted quién hace tres meses libró del destierro al estudiante Podkmov y al funcionario Chvabrin?

El alto funcionario, sonrojándose levemente, le exhortó a calmarse.

—He oído decir —añadió Michkin, dirigiéndose a Ivan Petrovich— que en ocasión de haber arruinado un incendio a muchos de sus antiguos siervos, les cedió gratuitamente toda la madera precisa para reconstruir sus moradas, a pesar de que tenía usted muchos motivos de queja con ellos después de su emancipación.

—¡Oh, eso son exageraciones! —murmuró Ivan Petrovich con orgullosa modestia.

Y esta vez tenía razón al calificar de exagerado el rumor que llegara a oídos de Michkin, porque tal rumor era perfectamente falso.

Michkin, con el rostro sonriente, se volvió a la Bielokonsky.

—¿Se acuerda, princesa, de que hace seis meses me recibió en Moscú como a un hijo cuando me presenté a usted con la carta de Lisaveta Prokofievna? Y me dio usted, como a un verdadero hijo, un consejo que no olvidaré jamás. ¿Lo recuerda?

—¡Qué extravagancia dice! —respondió, colérica, la anciana—. Eres un hombre bueno, pero ridículo. Se te dan dos grochs y los agradeces como si te hubiesen salvado la vida. Eso te parece laudable y es todo lo contrario.

Aunque estaba realmente enfadada, rompió a reír de repente, y no con sarcasmo, sino con sincera satisfacción. El rostro de la generala recuperó su serenidad. Epanchin estaba radiante.

—Yo siempre he dicho que León Nicolaievich es todo un hombre... un hombre... Sólo que, como ha dicho la princesa, no le conviene acalorarse... —murmuró Ivan Fedorovich, repitiendo inconscientemente, en su alegría, las palabras de la princesa, que le asustaron un poco momentos antes.

Sólo Aglaya parecía disgustada. Tenía el rostro encendido, acaso de ira. —Es un muchacho muy simpático —cuchicheó otra vez el viejo al oído de Ivan Petrovich.

—He entrado aquí con el corazón inquieto —murmuró Michkin, cuya creciente turbación se advertía en su voz agitada y su extraño lenguaje—. Tenía miedo de ustedes... y sobre todo de mí mismo. Cuando volví a San Petersburgo me había prometido formalmente conocer el gran mundo, la clase elevada a la que pertenezco yo mismo, de la cual soy miembro por derecho de nacimiento. Me encuentro ahora entre príncipes como yo, ¿verdad? Deseaba conocerlos, era necesario, absolutamente necesario. He oído siempre hablar de ustedes antes mal que bien. ¡Se dicen y escriben tantas cosas sobre ustedes! Se los representa como seres ignorantes, superficiales, retrógrados, exclusivamente consagrados al culto de intereses mezquinos, profesando costumbres ridículas... Me duelen los oídos de escuchar todas esas acusaciones y por todo ello he venido aquí con una curiosidad inquieta, queriendo juzgar por mí mismo, formar una opinión personal sobre el asunto. «Veamos —me decía— si lo que se dice en todas partes es verdadero, si esa clase superior de la sociedad rusa es una clase inútil, si ha pasado su tiempo ya, si la savia vital está extinta en ella, si no se compone más que de cadáveres que se niegan a desaparecer y se obstinan en cerrar el camino a los hombres... del porvenir.» Yo no admitía, de antemano lo advierto, ese modo de ver, dado que entre nosotros, los rusos, no ha existido nunca una clase superior, salvo la nobleza cortesana, que ahora ha desaparecido por completo, ¿verdad?

—No tan verdad —dijo Ivan Petrovich, sonriendo con ironía.

—¡Otra vez va a empezar! —exclamó la Bielokonsky, perdiendo la paciencia.

—Laissezle dire...! ¿No ven cómo tiembla? —dijo en voz baja el anciano dignatario.

El príncipe estaba fuera de sí.

—Pues bien, he encontrado aquí personas refinadas, ingenuas, inteligentes; he visto a un anciano escuchar y colmar de amabilidades a un chiquillo como yo; he encontrado hombres capaces de comprender y perdonar, verdaderos rusos, personas buenas, casi tan buenas y afectuosas como las que he tratado en el extranjero. ¡Sí, no valen menos, no! Juzguen, pues, de mi grata sorpresa. ¡Permítanme confesarla! Había oído decir a menudo, y yo mismo lo creía, que en el mundo distinguido todo se reducía a semblantes corteses, que bajo la amabilidad exterior se escondía un fondo mezquino y estéril. Pero ahora veo que eso en ustedes no puede ser verdad. Quizá lo sea en otros; en ustedes, no. ¿Es posible que todos ustedes, en este momento, procedan con hipocresía? Antes he oído el relato del príncipe N. ¿Cabe dudar de su espontaneidad, de su ingenio natural? ¿No es eso sinceridad verdadera? ¿Pueden tales palabras brotar de la boca de un hombre... muerto, seco de ánimo y de corazón? ¿Acaso unos cadáveres me hubiesen tratado como ustedes? ¿No existen en esta clase motivos de esperanzas y elementos para el porvenir? ¿Pueden no comprenderse y distanciarse entre sí personas semejantes?

—Le ruego una vez más, querido, que se calme —dijo el anciano—. Ya hablaremos de todo eso otro día. Tendré el mayor placer en...

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