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El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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—Permítame...

El príncipe guardó silencio e incorporándose en la silla fijó una ardiente mirada en Ivan Petrovich.

—Creo —comentó con acento seco y afable el alto dignatario— que el caso de su bienhechor le ha impresionado mucho. Se acalora usted demasiado... acaso porque vive solo. Si frecuenta usted más el mundo que, según espero, le acogerá satisfecho, considerándole un joven notable, entonces juzgará usted las cosas con más sangre fría y comprenderá que todo eso es mucho más sencillo... Además, se trata de casos muy raros... a veces debidos a la sociedad, al enojo de nuestras costumbres...

—¡Eso es, eso es! —exclamó Michkin—. ¡Admirable concepto! ¡Al enojo de nuestras costumbres! No a la sociedad, que en eso se engaña usted, sino a la sed de saciarse, una sed febril. Cuando los nuestros llegan a lo que creen un descubrimiento moral, experimentan tal alegría que alcanzan los límites más extremos de todo. La conducta de Pavlitchev les sorprende; pero no es sólo a ustedes: a Europa sorprende, en casos semejantes, el temperamento extremista de los rusos. Si un ruso se convierte al catolicismo, es católico entusiasta; si al ateísmo, quiere impedir a viva fuerza la creencia en Dios. ¿Por qué este súbito frenesí de los rusos? ¿No lo saben ustedes? Porque en esos casos encuentran la patria moral que no hallaban aquí, avistan la costa, la tierra de promisión, y entonces se postran y besan al suelo. No son meros sentimientos de vanidad los que impelen a los fanáticos rusos, sino también un sufrimiento moral, una sed espiritual, el doloroso anhelo de un objeto elevado, de un suelo firme en el que posar sus pies, el mal del país en que no han cesado de creer porque no lo han conocido jamás. A un ruso le es más fácil convertirse en ateo que a cualquier otro habitante del globo. Y no es que los nuestros se tornen ateos, no: es que creen en el ateísmo como en otra religión nueva, sin advertir siquiera que eso es creer en la nada. ¡Sentimos tal sed espiritual! «Quien no siente su tierra bajo sus pies, deja de sentir a Dios», me decía una vez un antiguo creyente, un mercader al que encontré en un viaje. En realidad, no se expresó de este modo, sino que dijo: «El que renuncia a su tierra natal, renuncia también a su Dios.» ¡Cuando se piensa que entre nosotros hay hombres muy instruidos que ingresan en la secta de los flagelantes! Aunque, ¿acaso esa secta rusa es peor que el nihilismo o el ateísmo? ¡Tal vez sea más profunda que esas otras doctrinas! ¡Hasta ahí llega nuestra necesidad de una creencia! Pero descubrid a los sedientos compañeros de Colón la costa del nuevo mundo, descubrid al hombre ruso el «mundo» ruso, hacedle encontrar ese tesoro oculto en las entrañas del suelo, mostradle en el porvenir la renovación de la humanidad, y acaso su resurrección merced al pensamiento ruso, al Dios y al Cristo rusos, y veréis qué coloso fuerte y justo, dulce y prudente, se yergue ante el mundo asombrado y asustado... Asustado, sí, porque ellos no esperan de nosotros más que la fuerza y la violencia. Así sucede hoy, y sucederá más aún en el porvenir... Y...

Entonces se produjo un acontecimiento que cortó de raíz el discurso del orador. Aquella singular tirada, aquel torrente de palabras estrafalarias e inquietas, de ideas exaltadas y confusas que chocaban unas contra otras en heterogéneo apiñamiento, denotaban algo peligroso, un espíritu raro, capaz de excitarse a propósito de cualquier menudencia. Cuantos conocían al príncipe experimentaban una sorpresa matizada por el temor (y aun, en algunos, por la vergüenza) al oírle expresarse en lenguaje tal, él, siempre tan reservado, incluso tan tímido: él que desplegaba tacto exquisito en ciertos casos y que poseía por instinto el sentido de la conveniencia. El hecho resultaba tanto más inexplicable cuanto que su motivo no podían ser los comentarios sobre Pavlitchev. Las damas le creían presa de enajenación mental y la Bielokonsky confesó más tarde que había estado a punto de huir del salón. Los viejos sentían una estupefacción indecible. El rostro del superior de Epanchin expresaba severidad y descontento, el coronel permanecía inmóvil en una silla, el alemán había palidecido, y con una fingida sonrisa en los labios procuraba leer los sentimientos de los demás en sus fisonomías. Acaso cupiera cortar tal «escándalo» del modo más natural y sencillo. Ivan Fedorovich intentó varias veces hacer callar al orador, y, al fracasar, resolvió apelar a recursos más decisivos. De continuar aquello durante otro minuto, quizás el general hubiese obligado amistosamente al príncipe a retirarse, afirmando que estaba enfermo, lo que, además, podía ser verdad. Al menos, Epanchin, en su fuero interno, tenía la plena certidumbre de que era así... Pero la situación sufrió un brusco cambio.

Al entrar en el salón, Michkin había procurado sentarse lo más lejos posible del jarrón chino de que le hablara Aglaya. Aunque parezca increíble, la víspera, tras oír las palabras de la joven, el príncipe había sentido la convicción de que, al día siguiente, tomase las precauciones que tomara, acabaría rompiendo aquel objeto. Y tan rara convicción yacía aferrada a su espíritu de manera inquebrantable. Durante la velada, su ánimo serenóse y olvidó el presentimiento. Cuando el nombre de Pavlitchev resonó en sus oídos y Epanchin le presentó por segunda vez a Ivan Petrovich, Michkin fue a sentarse más cerca de la mesa y la casualidad quiso que su butaca se hallara precisamente junto al bello y grande jarrón chino, que estaba colocado sobre un pedestal, detrás del codo de Michkin.

Éste, concluido su discurso, se levantó bruscamente, agitó los brazos, sin darse cuenta, ejecutó una especie de encogimiento de hombros y... en el salón resonó un unánime alarido. El jarrón vaciló, amenazó por un instante caer sobre la cabeza de uno de los viejos, luego inclinóse en sentido opuesto y fue a romperse en el suelo con inmenso estrépito. El alemán, que se hallaba al lado, apenas tuvo tiempo de salvarse dando un salto hacia atrás.

Al ruido de la caída, a la vista de los valiosos restos que cubrían el pavimento, los reunidos mostraron una agitación extraordinaria. Se oían por doquier exclamaciones de estupor y espanto. Renunciamos a pintar las sensaciones del príncipe. Mil impresiones diversas, cada una más turbadora y cruel que las demás, le asaltaban a la vez. Entre ellas sobresalía una con nitidez particular, y no era la sorpresa, la perplejidad ni el temor, sino la verificación de la profecía. ¿Por qué le abrumaba de tal modo aquella idea? No podía precisarlo. Sentíase como golpeado en el corazón, experimentaba un terror supersticioso... Un momento después le pareció que todo se abría de nuevo ante él. Al terror sucedieron la serenidad, la alegría, el éxtasis. El aliento le faltaba... Pero tal momento ya pasó. Gracias a Dios, no era lo que cabía temer. Michkin respiró profundamente y miró en torno.

Durante prolongado rato pareció no comprender la agitación de quienes le rodeaban o, mejor dicho, lo veía y comprendía todo a la perfección; pero de un modo ausente, indiferente, tal que un ser invisible de un cuento de hadas, como si no le interesasen en nada las escenas de que era testigo. Observó cómo se recogían los restos del jarrón, oyó palabras precipitadas, notó la palidez de Aglaya y las extrañas miradas que ella le dirigía. En los ojos de la joven no se leía un solo atisbo de ira o de animadversión, sino simpatía y susto. Y sus pupilas lanzaban relámpagos cuando miraba a los demás. Un sufrimiento muy dulce se infiltró en el corazón del príncipe. De repente observó con singular asombro que todos habían vuelto a ocupar sus asientos y reían como si no hubiese sucedido nada. Un instante después la hilaridad se acreció. Todos reían al mirarle, encontrando cómicos su mutismo y su desconcierto, pero las risas eran gentiles, joviales. Algunos le dirigían la palabra con amabilidad. Lisaveta Prokofievna, sobre todo, le hablaba bonachonamente, esforzándose en animarle. De pronto Michkin sintió que Ivan Fedorovich le daba en el hombro una palmadita de simpatía. Ivan Petrovich reía también; y el alto dignatario se mostraba más cordial, afectuoso y benévolo que nadie. Incluso cogió la mano del príncipe, la cogió entre las suyas y le asestó suaves golpecitos de aliento, dirigiendo al joven frases semejantes a las que se emplean a un niño asustado. Finalmente le hizo sentarse junto a él. Feliz de verse tratado con tal interés, Michkin contempló con embeleso el rostro del anciano. Pero no había recobrado aún el uso de la palabra y respiraba con dificultad. La expresión del alto dignatario le agradaba infinitamente.

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