El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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—¡Y Nastasia Filipovna! —exclamó Michkin.
—Veo que pierde usted su flema y empieza a extrañarse. Compruebo con placer que tiene usted sentimientos de hombre. Le recompensaré diciéndole una cosa que le divertirá. ¿Quiere creer (¡lo que es prestar servicios a estas señoritas de alma elevada!) que me ha asestado hoy mismo un bofetón?
—¿Mo... moral? —preguntó Michkin.
—Sí; no físico. No creo que haya nadie capaz de levantar la mano sobre mí. En mi estado, ni una mujer, ni Gania siquiera, serían, según me parece, capaces de golpearme. No obstante, ayer hubo un momento en que temí que Gania me agrediera... ¿Apuesta algo a que sé lo que está usted pensando? Pues sé que usted se dice ahora: «Cierto, no se le puede pegar; pero sí ahogarle mientras duerme con una almohada o con un lienzo mojado... Y no se puede, sino que se debe...» Lo leo en su cara...
—¡Jamás he pensado tal cosa! —protestó el príncipe, indignado de semejante sospecha.
—No sé... Esta noche he soñado que me ahogaban con un lienzo húmedo... Y el hombre era Rogochin. ¿Qué le parece? ¿Será posible ahogar a una persona con un lienzo mojado?
—Lo ignoro.
—He oído decir que se puede. Pero dejemos eso. ¿Por qué me considerarían un chismoso? ¿Por qué me ha acusado hoy de serlo Aglaya Ivanovna? Pero (¡lo que son las mujeres!) le advierto que me ha dirigido esa acusación después de escucharme atentamente todo lo que le dije y hasta de haberme preguntado. Y ha sido por quien he entrado en relación con el interesante Rogochin, como también por complacerla le he arreglado una entrevista con Nastasia Filipovna. ¿Se habrá ofendido porque le dije que se conformaba con las «sobras» de Nastasia Filipovna? Confieso que nunca he dejado de presentarle la cosa así, pero ha sido en su propio interés. Le he escrito dos veces en tal sentido, y en la entrevista de hoy me he expresado igual. Empecé por decirle que eso era humillante para ella... La palabra «sobras» no es mía: me he limitado a repetir lo que en casa de Gania se dice a cada momento. La misma Aglaya Ivanovna lo ha reconocido. Luego, ¿por qué soy un chismoso ante sus ojos? Ya veo que se hace usted cruces viéndome y apuesto a que me aplica esos estúpidos versos: «Acaso brille aún, en mi última hora —su sonrisa de amor, en adiós postrimero...» ¡Ja, ja, ja!
Hipólito rió nerviosamente, un violento acceso de tos cortó su hilaridad. Con voz que brotaba de su garganta a muy duras penas, continuó:
—Note que Gania resulta muy gracioso al hablar de «sobras», porque ¿a qué otra cosa aspira ahora él?
Michkin guardó silencio largo rato. Estaba asustado. Al fin murmuró:
—¿Hablaba usted de una entrevista con Nastasia Filipovna?
—Pero ¿ignora usted realmente que ella y Aglaya Ivanovna van a verse hoy? Nastasia Filipovna ha venido adrede de San Petersburgo. A través de Rogochin, he hecho que llegase a ella la invitación de Aglaya Ivanovna. En el momento presente se encuentra con Rogochin, no muy lejos de aquí, en casa de Daría Alexievna, una señora que por cierto me parece bastante equívoca... Y es en esa casa equívoca donde Aglaya Ivanovna se avistará hoy con Nastasia Filipovna para resolver diversos problemas. Quieren ocuparse en Aritmética. ¿No lo sabía? ¡Palabra de honor!
—¡Es inverosímil!
—Todo lo inverosímil que usted quiera. Realmente, no tenía usted motivos para haberlo averiguado. Pero es un sitio tan pequeño éste, donde ni una mosca puede volar sin que todos lo sepan... De todos modos, le he advertido. Debía usted darme las gracias. Hasta la vista... que será probablemente en el otro mundo... Una cosa más: he obrado, respecto a usted, de un modo canallesco, porque... Aunque, en fin de cuentas, ¿por qué habría yo de perjudicarme, quiere decírmelo? En beneficio suyo, ¿no? Bien: he dedicado mi «explicación» a Aglaya Ivanovna (¿No lo sabía usted tampoco?), y hay que ver cómo la ha recibido. ¡Ja, ja, ja! Pero con ella no he procedido canallescamente; no tengo nada de qué reprocharme, no, y ella, en cambio, me ha vilipendiado y ofendido... En realidad tampoco tengo nada de qué reprocharme con usted, porque si he hablado de esas «sobras» a Aglaya Ivanovna a fin de hacerla sentirse avergonzada de su amor, en cambio le revelo a usted ahora el día, lugar y hora de esa cita, y le descubro todo el misterio. Claro que lo hago con mala intención y no por magnanimidad. En fin: estoy hablando tanto como un charlatán... O como un tísico. Y ahora escúcheme: si quiere merecer el apelativo de hombre, tome sus medidas sin perder un minuto. La entrevista está marcada para esta tarde.
Hipólito se dirigió a la puerta, pero oyendo al príncipe llamarle, se detuvo en el umbral. Michkin le preguntó:
—¿Dice que Aglaya Ivanovna se verá con Nastasia Filipovna en casa de Daría Alexievna?
En las mejillas y la frente del príncipe aparecían vivas manchas rojas. Hipólito volvió la cabeza y repuso:
—No lo sé con certidumbre; pero es probable. No puede ser de otro modo. Nastasia Filipovna no puede ir a casa del general Epanchin. Ni tampoco les cabe verse en casa de Gania, porque hay un muerto...
—Eso mismo prueba que la cosa es imposible —dijo Michkin—. ¿Cómo va a salir Aglaya Ivanovna, aun suponiendo que se lo proponga? No conoce usted... las costumbres de su casa. No puede ir sola a ver a Nastasia Filipovna. Es absurdo.
—Escúcheme, príncipe. No es corriente saltar por las ventanas, pero si sobreviene un incendio el caballero más correcto y la dama más recatada saltan por una ventana, ¿verdad? La necesidad es ley, y por tanto esa señorita irá hoy a casa de Nastasia Filipovna. ¿Acaso en esa familia no permiten moverse a las muchachas?
—No quiero decir eso...
—Pues si no quiere decir eso, ella no necesita más que bajar la escalera e irse... y puede, si quiere, no volver a su casa más. Hay veces en que uno quema sus navíos y resuelve no volver a casa de sus padres. Los almuerzos, las comidas y los príncipes Ch. no son toda la vida. Creo que toma usted a Aglaya Ivanovna por una chiquilla de un colegio. Así se lo he dicho, y ella es de mi opinión. Espere a las siete o a las ocho. En el caso de usted yo estaría de centinela allí hasta que la viese bajar los escalones. Por lo menos encargue a Kolia que lo haga. Lo realizará con gusto, tratándose de usted... Todo es relativo... ¡ja, ja, ja!
Hipólito salió. Michkin no tenía precisión de hacer espiar a Aglaya, aun cuando hubiese sido capaz de semejante cosa. Ahora se explicaba por qué la joven le había ordenado quedarse en casa. Tal vez quisiera irle a ver después, o impedirle intervenir en el paso que proyectaba dar. Esta última conjetura era tan verosímil como la primera. Michkin sintió vértigo: la estancia parecía girar en torno suyo. Tendióse en un diván y cerró los ojos. En todo caso, Aglaya había tomado una decisión definitiva. No, el príncipe no la consideraba una colegiala. Comprendía ahora que llevaba mucho tiempo inquieta y aguardando algo por el estilo. Pero ¿por qué quería Aglaya ver a la otra? Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Michkin. Tenía fiebre otra vez.
¡No la consideraba una niña, no! Últimamente ciertas palabras y miradas de la joven le habían espantado. A veces le parecía notar que ella era demasiado dueña de sí misma, y recordaba ahora que el percibirlo le había asustado en más de una ocasión. Cierto que en los últimos días se había esforzado en olvidar aquello, en alejar todos los pensamientos penosos, pero a la sazón había de preguntarse qué era lo que ocultaba aquel alma. A pesar de la credulidad de su amor, aquella pregunta le atormentaba hacía tiempo. Y he aquí que ahora se disipaban todas las dudas, se desvanecían todas las incertidumbres. ¡Terrible idea! Y luego «aquella mujer...» ¿Por qué imaginaba siempre Michkin que ella aparecía en el último momento para destrozar su existencia como si fuese un hilo pasado? Pese a su semidelirio, casi se sentía inclinado a creer que había pensado siempre lo mismo. Si últimamente había tratado de olvidar a Nastasia Filipovna, era únicamente porque la temía. Pero ¿la odiaba o la amaba? Ni una sola vez se lo preguntó durante aquel día: su corazón estaba puro. Sabía que la amaba... Aquella entrevista singular, cuyas causas le eran desconocidas y cuyo desenlace no podía prever, no era lo que más le asustaba. No, temía a Nastasia Filipovna por sí misma. Más adelante, pasados varios días, recordó que en aquellas horas febriles no había cesado ni un solo momento de figurarse los ojos, la mirada, las palabras de aquella mujer. Incluso creía oírla proferir extrañas frases. Pero tales horas de fiebre y angustia dejaron escasas huellas en su memoria. Apenas evocó luego que Vera le había llevado algo de comer. Sólo le constaba que durante la tarde no tuvo otra impresión neta sino la de que Aglaya había, en un momento dado, aparecido en la terraza. El príncipe, que se hallaba tendido en un diván, se levantó y atravesó la estancia para ir al encuentro de la joven. Eran las siete y cuarto. Aglaya vestía con sencillez y al parecer se había arreglado de prisa. Su rostro estaba pálido y sus ojos relucían con brillo vivo y seco, mostrando una expresión desconocida para Michkin. Le miró atentamente.