El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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Las jóvenes asintieron calurosamente a las palabras de su madre. Pero en aquella afectuosa solicitud no dejaba de existir un matiz cruel en el que la generala no había reparado. En la invitación a visitarlas «como antes» y en aquel «al menos mío», se encerraba una especie de advertencia profética. Michkin reflexionó en la actitud de Aglaya durante la visita. Al entrar y al salir, la joven le había dirigido una sonrisa encantadora, pero sin pronunciar una palabra, ni aun cuando su madre y hermanas hacían protestas de amistad. No obstante, le había mirado dos veces con mucha atención. El rostro de Aglaya, más pálido que otras veces, delataba una noche de insomnio. Michkin resolvió visitarlas por la tarde, «como antes», y miró febrilmente el reloj. Tres minutos justos después de la marcha de las Epanchinas entró Vera.
—León Nicolaievich: Aglaya Ivanovna me ha dado en secreto un recado para usted.
—¿Una nota? —preguntó el príncipe, temblando.
—No, un encargo de palabra. No ha tenido tiempo para más. Le ruega que esté usted en su casa durante todo el día y que no se mueva de aquí hasta las siete de la tarde... o hasta las nueve... No estoy segura de la hora.
—¿Y qué significa eso?
—No lo sé. Sólo puedo decirle que me ha ordenado formalmente darle este encargo.
—¿Se ha expresado así? ¿Ha dicho «formalmente»?
—No, no ha empleado esa palabra. Apenas si tuvo tiempo de llamarme aparte para darme el recado. Pero yo me dirigí en seguida hacia ella y... Se notaba en su cara que me daba una orden formal. Me miró de un modo que me hizo sentir dolor en el corazón.
Michkin hizo algunas otras preguntas a Vera, pero no pudo saber más, y ello aumentó su inquietud. Ya solo, tendióse en el diván y meditó. «Quizás esperan a alguien —se dijo— y no quieren que yo vaya antes de las nueve para que no vuelva a hacer absurdos en público.» Y tras este pensamiento se consagró a esperar la noche y mirar el reloj. La explicación del misterio se produjo mucho antes de lo que él pensaba, pero planteó un enigma aún más inquietante que el primero.
Media hora después de que marcharan las Epanchinas, se presentó Hipólito, tan extenuado y rendido que, antes de proferir una palabra, se dejó caer literalmente en un sillón, como si le faltase el conocimiento. Luego sufrió un violento acceso de tos, acompañado de esputos de sangre. Sus ojos brillaban; manchas rojas encendían sus mejillas. Michkin balbució algunas palabras que el enfermo dejó sin contestación, limitándose a agitar un brazo durante largo tiempo, como pidiendo que se le dejara tranquilo. Al fin la tos cedió.
—Me voy —murmuró al fin, con ronca voz.
—Yo le acompañaré, si quiere —ofrecióle el príncipe. Y esbozó un movimiento para levantarse; pero inmediatamente recordó que se le había prohibido salir. Hipólito rió.
—No me voy de su casa —repuso con voz jadeante—. Por el contrario, he querido venir a verle, y a propósito de una cosa importante. De lo contrario, no le hubiera molestado. Quiero decir que me voy en definitiva. Esta vez creo que es de verdad, cosa hecha... Créame que no se lo digo para excitar su compasión. Hoy me acosté a las diez con el propósito de esperar en la cama «el momento», pero luego cambié de idea y me levanté para venir a verle. Lo cual significa que se trata de una cosa importante.
—Me duele verle así. Debió usted mandarme llamar en vez de venir en persona.
—Déjese de eso. Usted me compadece y, por lo tanto, ya cumple con las exigencias de la cortesía mundana. ¡Ah, me olvidaba! ¿Cómo está usted?
—Bien. Ayer tuve... Pero fue poca cosa.
—Ya lo había oído decir. Rompió usted un jarrón de China. ¡Cuánto siento no haber estado presente! Pero ¡voy a lo mío! En primer lugar le diré que he tenido el gusto de asistir a una entrevista de Aglaya Ivanovna y Gabriel Ardalionovich en el banco verde. Y he comprobado con admiración el aspecto absurdo que puede tener un hombre en esos casos. Así se lo he hecho observar a Aglaya Ivanovna personalmente después que él se marchó. Veo, príncipe, que no se asombra usted de nada —añadió, examinando con desconfianza el rostro sereno de su interlocutor—. Se dice que el no asombrarse de nada es prueba de gran inteligencia, pero, a mi juicio, puede también ser prueba de gran estupidez. Dispénseme... Pero no me refiero a usted. Tengo poca fortuna hoy en mis expresiones.
—Ayer yo sabía ya que Gabriel Ardalionovich... —articuló Michkin, con visible turbación, pese a que Hipólito se sintiese molesto por la poca sorpresa que su interlocutor manifestaba.
—¡Lo sabía! ¡Magnífica noticia! Pero no le preguntaré cómo lo ha sabido... ¿Y no ha sido testigo de la entrevista de hoy?
—Puesto que estaba usted allí, le consta que yo no me hallaba presente.
—Podía haberse ocultado detrás de un matorral... En todo caso, el desenlace de esto me fue muy agradable, pensando en usted. Yo me había figurado que Gabriel Ardalionovich iba a llevarse el gato al agua.
—Le ruego que no me hable de eso, Hipólito, y menos en esa forma.
—Tanto más cuanto que ya lo sabe todo.
—No es cierto. No sé casi nada y Aglaya Ivanovna supone que no sé nada. Incluso he ignorado hasta ahora esa entrevista de la que me habla usted... Pero dejemos eso...
—¿Sabía usted o no sabía?... ¿En qué quedamos? ¡Deje eso! No sea usted tan confiado. Sobre todo, si no sabe nada. ¿Sabe usted, o sospecha al menos, lo que se proponían aquellos dos hermanos? Bien, prescindo de comentarlo —dijo al advertir en Michkin un gesto de impaciencia—. Yo he venido acerca de un asunto particular... y quiero... explicarme sobre él. Es preciso explicarse antes de morir. ¡El diablo me lleve si no tengo muchas explicaciones que dar! ¿Quiere usted oírme?
—Hable; le escucho.
—Vaya, otra vez he cambiado de idea. Empezaré por Gania. ¿Querrá usted creer, príncipe, que también yo había recibido una cita para hoy en el banco verde? No quiero mentir: yo mismo había solicitado la entrevista, ofreciendo, en cambio, revelar un secreto. No sé si llegué muy pronto o no, pero el caso es que cuando acababa de sentarme junto a Aglaya Ivanovna vi llegar a Gania del brazo de su hermana. Andaban con naturalidad como si fuesen de paseo. Creo que se extrañaron mucho al verme allí. No lo esperaban, y el hallarme les hizo perder la serenidad. Aglaya Ivanovna se inmutó y, aun cuando usted no lo crea, le aseguro que se ruborizó vivamente. ¿Se debería ello a mi presencia o al efecto que le produjo la belleza de Gabriel Ardalionovich? Lo cierto es que se puso muy encarnada y que todo concluyó en un instante y de una manera bastante absurda. Se levantó a medias, y después de corresponder al saludo del hermano y a la sonrisa lisonjera de la hermana les dijo: «Sólo quería expresarles personalmente la satisfacción que me causan sus sentimientos sinceros y amistosos, y decirles que, si se presenta la ocasión de recurrir a ellos, pueden estar seguros de que...» Y con esto les hizo una reverencia, y ellos se fueron. No sé si anonadados o triunfantes. Gania se sentía aniquilado, de seguro. No se daba cuenta de nada y estaba rojo como una langosta. ¡Qué cara tan especial ponía a veces! Pero Bárbara Ardalionovna debió de comprender que convenía marcharse en seguida, y que tal entrevista en sí representaba mucho ya en Aglaya Ivanovna. Sin duda fue consolando a su hermano por el camino. Es más inteligente que Gania y tengo la certeza de que se siente triunfante. En cuanto a mí, había acudido con objeto de estipular las condiciones de una entrevista entre Aglaya Ivanovna y Nastasia Filipovna.