El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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Oyendo las palabras de Ivan Petrovich, la ternura y la alegría se leían en los ojos de Michkin. Declaró luego, con extraordinaria vehemencia, que no se perdonaría jamás el haber recorrido durante seis meses las provincias rusas del centro y no haber visitado a las mujeres que le cuidaron en su niñez. Todos los días hacía propósitos de ir a verlas y siempre las circunstancias aplazaban su resolución... Pero ahora se prometía ir, por encima de todo.
—¿Así que conoce usted a Natalia Nikitichna? ¡Qué corazón tan santo, tan bondadoso! Y también Marfa Nikitichna... Perdóneme, pero yo creo que usted se engaña respecto a ella. Cierto que era severa, pero ¿qué otra cosa podía ser con un idiota como yo era entonces? ¡Ja, ja, ja! Porque, aunque usted no lo crea, yo era entonces completamente idiota. ¡Je, je, je! Aunque, si usted me vio entonces... ¿cómo no me acordaré de usted? ¿Qué le parece...? ¡Dios mío! ¿Es posible que sea usted pariente de Nicolás Andrievich Pavlitchev?
—Le aseguro que sí —repuso Ivan Petrovich, sonriendo y examinando al príncipe con atención.
—No, no es que lo dude... ¿Cómo lo voy a dudar? ¡Je, je! ¡Ni por asomo! De ninguna manera. ¡Ja, ja! Lo digo, porque el difunto Pavlitchev era un hombre muy bueno. Un hombre magnánimo, se lo aseguro...
Michkin está «sofocado por la emoción de su noble corazón», según comentó Adelaida al día siguiente con su prometido el príncipe Ch.
—¡Dios mío! —comenzó Ivan Petrovich, riendo—. ¿Por qué no puedo yo ser pariente de un hombre tan magnánimo como Pavlitchev?
—¡Qué necedad he dicho! ¡Válgame Dios! —exclamó el príncipe, cada vez más agitado—. Es natural que sea así... porque yo... Pero ya he dicho otra cosa diferente a la que quería... Mas ¿qué importan mis palabras en este momento al lado de intereses tan vastos y comparados con el noble corazón de aquel hombre tan magnánimo? Porque era muy magnánimo, ¿verdad? ¿Verdad que sí?
Y Michkin temblaba de pies a cabeza. Sería difícil explicar por qué le excitaba de aquel modo un tema de conversación tan poco excitante. Pero, fuese como fuera, estaba muy emocionado, y su corazón rebosaba un agradecimiento ardiente y enternecido motivado no se sabía por qué y dirigido a alguien, acaso a Ivan Petrovich, acaso a todos los presentes en general. Se sentía «muy feliz». Ivan Petrovich empezó a examinarle muy atentamente; el otro dignatario le contempló con extrema curiosidad. La Bielokonsky clavó en Michkin sus ojos enojados y apretó los labios. El príncipe N., Radomsky, el príncipe Ch. las jóvenes, interrumpieron su charla para escucharle. Ch., parecía asustado y Lisaveta Prokofievna lo estaba realmente. Tras opinar que la mejor actitud en Michkin sería guardar silencio toda la velada, se habían sentido inquietas en cuanto le vieron sentarse inmóvil en un rincón, satisfecho de su papel pasivo y su mutismo. Alejandra había querido incluso cruzar el salón para llevárselo consigo a su grupo, en el que figuraban el príncipe N. y la princesa Bielokonsky. Y he aquí que ahora, cuando el príncipe comenzaba a hablar, las Epanchinas se sentían más inquietas que nunca.
—Dice usted con razón que Pavlitchev era muy bueno —manifestó Ivan, dejando de sonreír—. Sí, muy bueno... Bueno y digno —añadió, tras un instante—. Digno de toda estima, puedo asegurarlo —prosiguió tras un nuevo silencio— y me... me alegra que usted, por su parte...
—¿No tuvo ese Pavlitchev una historia rara con el abate... el abate...? He olvidado cómo se llamaba, pero en sus tiempos se habló mucho de ello —dijo el alto dignatario.
—Con el abate Gouraud, un jesuita —respondió Ivan Petrovich—. ¡Eso les sucede a nuestros hombres mejores y más dignos! Pavlitchev era bien nacido, rico, chambelán ya y de continuar sirviendo... Y de pronto abandona el servicio, lo deja todo, se convierte al catolicismo e ingresa en la compañía de Jesús... Realmente murió muy a tiempo.
—¿Al catolicismo? ¡Es imposible! —exclamó Michkin, asombrado.
—Imposible es mucho decir —repuso, sereno, Ivan Petrovich—. Usted mismo lo reconocerá, querido príncipe. Por otra parte, usted estima mucho al difunto. Era, en efecto, un hombre muy bueno, y eso mismo... Pero ¡si le dijera cuántas dificultades me ha originado su conversión! Imagine —y se dirigió al viejo dignatario— que me disputaban su herencia y hube de recurrir a las medidas más enérgicas para hacerles entrar en razón... Gracias a Dios, eso sucedía en Moscú. Yo fui a ver al conde en seguida y... les hicimos entrar en razón, lo repito...
—Me deja usted estupefacto —contestó el príncipe—. Pero en el fondo no significa nada... Estoy persuadido de ello. —Y hablando al alto dignatario manifestó—: También se asegura que la condesa K. ha ingresado en un convento católico, en el extranjero.
—Creo que eso depende de nuestra... indolencia —sentenció el dignatario, con autoridad—. Además, los sacerdotes católicos tienen un modo de predicar original, elegante, persuasivo. En 1832, estando yo en Viena, me faltó poco para convertirme... Me salvé por la fuga... ¡Ja, ja, ja!
—Que yo sepa, padrecito —interrumpió la princesa Bielokonsky—, no huiste de los jesuitas, sino a París y con la bella condesa Levitzky...
—En todo caso me libré de la conversión —repuso el alto dignatario, riendo, satisfecho, ante aquel recuerdo tan agradable. Y agregó, dirigiéndose a Michkin Parece usted tener sentimientos profundamente religiosos, cosa muy rara hoy en un joven.
El anciano estaba visiblemente deseoso de tratar más a fondo a Michkin, cuya personalidad comenzaba a interesarle vivamente por ciertas razones. Pero el príncipe permanecía estupefacto, con la boca abierta todavía.
—Pavlitchev era un espíritu clarividente y un verdadero ruso —declaró Michkin de pronto—. ¿Cómo pudo convertirse? Porque el catolicismo es incompatible con el espíritu ruso. Lo aseguro. Incompatible.
Michkin hablaba con extraordinaria viveza, se había puesto muy pálido y hubo de detenerse para tomar aliento. Todos le miraron. El alto dignatario rompió a reír abiertamente. El príncipe N. examinó al orador con su monóculo. El poeta alemán, abandonando en silencio su rincón, sonrió de un modo avieso.
—Exagera usted mucho —dijo Ivan Petrovich, parecía deseoso de cambiar de conversación—. La Iglesia Católica cuenta con representantes virtuosísimos y dignos de la mayor estima.
—Ya lo sé. No me refiero a ellos como individuos. Tampoco combato a la Iglesia Católica. Digo que el espíritu ruso no se amolda a ella. Hemos resistido a Occidente, y para ello necesitamos contar con la ayuda de nuestra propia religión. Debemos sostener nuestra civilización rusa, no aceptar servilmente el yugo extranjero. Tal debe ser nuestra actitud, no la de decir que la predicación de los católicos es elegante, como alguien ha manifestado hace poco.
Ivan Petrovich comenzaba a sentirse alarmado.
—Permítame, permítame —dijo con voz inquieta, mirando a su alrededor—. Sus ideas patrióticas son muy loables, pero las exagera usted en máximo grado... Vale más dejar eso.
—No exagero, sino atenúo, porque no estoy en condiciones de explicarme bien, pero...