El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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Tal era la sociedad que Michkin tomó como oro de ley. Cierto que, en virtud de una coincidencia curiosa, todos los presentes se sentían aquel día muy cordiales con los demás y muy satisfechos de sí mismos. Todos también, del primero al último, juzgaban hacer un gran honor a los Epanchin con su visita. Pero el príncipe no sospechaba estos pensamientos. No advertía, por ejemplo, que los Epanchin no hubiesen osado realizar paso tan serio como el de prometer a su hija sin someter el asunto al asenso del alto dignatario. Y éste, que hubiese visto hundirse en la ruina a todos los Epanchin con la mayor indiferencia, no habría dejado de incomodarse si casara a su hija sin pedirle consejo. El príncipe N., aquel hombre tan espiritual, tenía la plena certeza de que su personalidad era como un sol que iluminaba la mansión de los Epanchin. Juzgábalos infinitamente por debajo de él, y era precisamente tal opinión la que le llevaba a mostrarse tan amable con ellos. Sabía, por ende, que debía necesariamente contar algo para entretener a los reunidos y no sentía el menor deseo de prescindir de tal obligación. Cuando Michkin oyó el relato del brillante narrador, hubo de confesarse que no había escuchado jamás nada semejante, ni tan espiritual, alegre e ingenuo, de una ingenuidad casi conmovedora en la boca de aquel Don Juan que era el príncipe N. ¡Sí hubiese sabido el pobre joven lo vieja, tronchada y repetida que era la historia a la que tanto placer daba oído! En los salones había acabado por aburrir y sólo contando con la mucha candidez de los Epanchin podía ofrecérseles aquel refrito como una novedad. Incluso el poetilla alemán creía, pese a su modestia y a sus maneras amables, que honraba con su presencia a los dueños de la casa. Pero el príncipe no supo adivinar el reverso de la medalla. Aquélla era una desgracia que Aglaya no había previsto.
La joven estaba muy bella aquella noche. Las tres hermanas vestían muy elegantemente, aunque sin excesiva suntuosidad, y habíanse esmerado sobre todo en sus tocados respectivos. Aglaya, sentada junto a Radomsky, conversaba amistosamente con él. Radomsky parecía más reservado que de costumbre, acaso porque le intimidara la presencia de tales personajes. Pero, a pesar de su juventud, tenía la costumbre de moverse en el mundo y se hallaba como en su elemento. Llevaba un crespón en el sombrero, lo que le valió los elogios de la princesa Bielokonsky. Otro sobrino mundano no habría, en circunstancias tales, puéstose luto por la muerte de un tío como aquél. Lisaveta Prokofievna alabó también la delicadeza del joven. Aparte eso, sentíase muy inquieto, dos veces notó Michkin que Aglaya le miraba atentamente, y creyó advertir que estaba satisfecha de su comportamiento. Cada vez se sentía más dichoso. A menudo recordaba las ideas y temores «fantásticos» que concibiera antes de su entrevista con Lebediev, y se le aparecían como un sueño ridículo y absurdo. Por supuesto había pasado todo el día deseando hallar razones para no creer en sueños tales. Hablaba poco, y sólo cuando le preguntaban, y al final acabó enmudeciendo en absoluto limitándose a escuchar. Y, con todo, le inundaba un ostensible contento. Poco o poco se adueñó de él una inspiración profunda que sólo esperaba una ocasión propicia para manifestarse, pero, sin embargo, cuando comenzó a hablar, fue sólo casualmente, en respuesta a una pregunta y, al parecer, sin intención particular.
VII
Fue el caso que mientras Michkin contemplaba, arrobado, a Aglaya, quien a la sazón hablaba alegremente con el príncipe N. y Eugenio Pavlovich, en otro rincón el gran señor anglómano interpelaba con animación al alto dignatario. De pronto profirió el nombre de Nicolás Andrievich Pavlitchev, y entonces el príncipe, volviéndose, puso atento el oído. Tratábase de las instituciones nuevas y de las complicaciones que irrogaban a los propietarios rurales. En las palabras del anglómano debía existir algún elemento divertido, porque el alto dignatario parecía muy regocijado con la humorística indignación de su interlocutor. Éste contaba, con voz perezosa, recalcando ligeramente las palabras, que, a causa de la creciente legislación, se había visto obligado, aun sin tener precisión de dinero, a vender a mitad de precio un magnífico dominio que poseía en el Gobierno de... y a la vez a conservar una finca improductiva, ruinosa y sometida a pleito.
—Para evitar más dificultades —decía— he renunciado a entrar en posesión de los bienes que he heredado de Pavlitchev. ¡Una o dos herencias más, me arruino! Y sin embargo, yo tenía allí tres mil deciatinas de excelente tierra...
Viendo la mucha atención que Michkin prestaba a aquella charla, el general Epanchin se acercó a él.
—¿No buscabas a los parientes del difunto Nicolás Andrievich Pavlitchev? —dijo a media voz—. Pues, Ivan Petrovich lo es.
Hasta entonces Epanchin había conversado con su superior jerárquico, el otro general; pero viendo que el príncipe se hallaba solo, comenzó a sentir cierta inquietud. Quería hacer hablar a Michkin, mezclarle en la conversación general hasta cierto punto, presentarle nuevamente, por decirlo así, a aquellas elevadas personalidades. Hallando en aquel momento la mirada de Ivan Petrovich fija en él, manifestó:
—León Nicolaievich fue educado por Nicolás Andrievich Pavlitchev después de la muerte de sus padres.
—Celebro mucho conocerle —dijo el interpelado con voz amable—. Incluso recuerdo muy bien al príncipe. Antes, en cuanto Ivan Fedorovich lo presentó, le reconocí en seguida, aunque sólo le había visto de niño a los diez o doce años de edad. No ha cambiado usted mucho. Su expresión sigue siendo muy parecida.
—¿Me conoció usted de niño? —exclamó Michkin, sorprendidísimo.
—Hace mucho —repuso Ivan Petrovich—, en Zlatoverjovo, donde habitaba con mis primas. Yo iba mucho entonces a Zlatoverjovo. ¿No me recuerda? Pero puede ser que usted me haya olvidado... Sufría usted entonces... una enfermedad... Incluso una vez quedé extrañado viéndole...
—No me acuerdo —repuso Michkin vivamente.
Todo se aclaró tras unas cuantas palabras que cambiaron Ivan Petrovich y su interlocutor, el primero apacible e indiferentemente, el segundo con una agitación extraordinaria. Las dos solteronas parientes del difunto Pavlitchev, que habitaban su dominio de Zlatoverjovo y a quienes se había confiado la educación del príncipe, eran primas también de Ivan Petrovich. Éste ignoraba, como todos, los motivos de que Pavlitchev hubiera resuelto cuidarse del niño, convirtiéndolo en su hijo adoptivo. «No tuve curiosidad de averiguarlo», declaró. En todo caso poseía una excelente memoria, pues recordaba que una de sus primas, Marfa Nikitichna, la mayor era bastante severa con el niño que tenía a su cargo, «hasta el punto de que una vez disputé con ella a causa de la educación que le daba, acusándola de mantener un pésimo sistema y de azotar en exceso a un niño enfermo... Usted mismo reconocerá que...» También recordó que, en cambio, la menor, Natalia Nikitichna, era muy afectuosa con el pequeño.
—Ahora —añadió— las dos, si es que no han muerto, habitan en el Gobierno de... donde Pavlitchev les legó una buena propiedad. Creo, sin asegurarlo, que Marfa Nikitichna quería ingresar en un monasterio. Acaso me confunda... Sí; me han dicho eso respecto a la viuda de un médico...