Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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Maximov se acercó a la hoguera y se sentó junto a mí. Chikin le dejó sitio, guardó silencio y de nuevo empezó a dar chupadas a la pipa.
—Los de infantería han mandado a buscar vodka al campamento –dijo Maximov después de un silencio bastante prolongado—. Acaban de volver –escupió en la lumbre—. El suboficial dice que ha visto a nuestro herido.
—¿Vive aún? –preguntó Antonov, revolviendo en el puchero.
—No, ha muerto.
El recluta levantó de pronto su cabecita, tocada con el gorro rojo, y durante un momento nos miró fijamente a Maximov y a mí; luego bajó nuevamente la cabeza y se envolvió en el capote.
—¿Vez? No en vano fue la muerte a buscarlo cuando lo desperté en el parque –dijo Antonov.
—¡Qué tontería! –exclamó Jdanov, volviendo le leño que ardía lentamente.
Todos callaron. En medio del silencio general, se oyó un disparo tras de nosotros, en el campamento. Los tambores lo recibieron tocando a retreta. Cuando hubo tocado el último redoble. Jdanov se levantó y se quitó el gorro. Todos le imitamos.
En medio del profundo silencio de la noche se oyó un coro armonioso de voces masculinas:
«Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nos el tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos de mal. Amen».
En el año 45, uno de nuestros soldados recibió una herida igual que la de éste –dijo Antonov cuando nos hubimos cubierto y sentado junto al fuego—. Durante dos días lo llevamos en nuestro cañón… ¿Recuerdas a Chevchenko, Jdanov?… Luego lo dejamos al pie de un árbol.
En aquel momento, un soldado de infantería, de enormes patillas y bigotes, se acercó a nuestra hoguera con su fusil y su mochila.
—Paisanos ¿me dan fuego para encender la pipa?
—Enciéndela. Hay bastante lumbre –replicó Chikin.
—Probablemente hablaba usted de Dargo –dijo el soldado a Antonov.
—Sí; me refería al año cuarenta y cinco, a la lucha que hubo allí –replicó Antonov.
El soldado movió la cabeza, entornó los ojos y se puso en cuchillas, junto a nosotros.
—¡Aquello fue tremendo! –observó.
—¿Por qué lo abandonaron? –le pregunté a Antonov.
—Le dolía mucho el vientre. Cuando estábamos parados, no sufría, pero en cuanto nos poníamos en marcha lanzaba gritos desgarradores. Nos pedía por Dios que lo dejáramos, pero nos daba lástima. En esto, él empezó a atacarnos en serio; cayeron tres soldados y un oficial de los nuestros. Y hasta nos separaron de nuestra batería. ¡Fue una desgracia! No podíamos llevarnos los cañones. Hubo mucho barro.
—Lo peor de todo es que había barro al pie del monte Indeisky –observó un soldado.
—Allí fue donde se puso mucho peor. Entonces Anoshenko –un viejo polvorista— y yo pensamos que no sobreviviría; y como nos pedía por Dios que lo dejáramos, así lo hicimos.
Allí había un árbol muy frondoso. Le dejamos pan seco remojado, del que llevaba Jdanov, lo apoyamos contra el árbol, le pusimos una camisa limpia y, después de despedirnos como es debido, lo dejamos allí.
—¿Era buen soldado?
—Sí, bastante bueno –replicó Jdanov.
—Sólo Dios sabe lo que habrá sido de él –continuó Antonov—. Muchos hermanos nuestros quedaron allí.
—¿En Dargo? –exclamó el infante, levantándose y sacudiendo la pipa. De nuevo entornó los ojos y moviendo la cabeza dijo—: ¡Aquello fue tremendo!
Y el soldado se alejó.
—¿Quedan aquí muchos de los que estuvieron en Dargo? –pregunté.
Pues Jdanov, yo, Patzan, el que está de permiso ahora, y otros seis. No creo que haya más.
—Parece que Patzan ha echado una cana al aire aprovechándose de su permiso –observó Chikin, extendiendo las piernas y apoyando la cabeza en un tronco—. Pronto va a hacer un año que está ausente.
—Y tú, ¿has tomado algún permiso? — le pregunté a Jdanov.
—No, no lo he hecho nunca –contestó de mala gana.
—Es agradable tomarse unas vacaciones –dijo Antonov—, cuando se es de una familia rica o cuando se tienen fuerzas para trabajar. Entonces es halagüeño y, además, la familia se alegra.
—¿Para qué va uno a ir a su casa cuando no tiene más que un hermano que apenas puede mantenerse? No se va a ocupar del soldado. Al cabo de veinticinco años, ni sabe uno si vive.
—¿No le escribe? –pregunté.
—¡Cómo no! He escrito dos cartas, pero no me ha contestado. O se ha muerto o no me contesta porque vive en la miseria. ¡Qué se le va a hacer!
—¿Hace mucho que le has escrito?
—Al llegar de Dargo le envié la segunda carta.
—¿Por qué no cantas Beriozochka? –preguntó Jdanov a Antonov, el cual, apoyándose en las rodillas, tarareaba algo.
Antonov entonó la canción que le pedía.
—Esta es la canción predilecta de Jdanov –me dijo Chikin en un susurro, tirándome del capote—. Si alguna vez Filip Antonovich la toca, se echa a llorar.
Al principio, Jdanov estaba completamente inmóvil con los ojos fijos en los carbones encendidos, y su semblante, iluminado por el rojo resplandor, parecía muy sombrío. Después, sus mandíbulas comenzaron a moverse cada vez más de prisa. Finalmente, Jdanov se levantó y, extendiendo el capote, se tendió. Tal vez diera vueltas y carraspeara, acomodándose para dormir, o tal vez la muerde de Velenchuk y ese tiempo tan triste influyeron en mí de este modo; pero lo cierto es que me pareció que lloraba. La parte inferior del tronco se había convertido en un carbón; de vez en vez se inflamaba, iluminando la figura de Antonov, con sus bigotes canosos, su rostro colorado y sus condecoraciones en el capote, que llevaba echado por los hombros, así como las botas, y la cabeza o la espalda de algún soldado. Del cielo caía una neblina triste y el aire olía a humedad y a humo; alrededor nuestro se veían los puntos luminosos que formaban las hogueras al extinguirse y se oían, en medio del silencio general, los sones de la melancólica canción de Antonov. Cuando éste callaba, le replicaban los rumores nocturnos del campamento, los ronquidos, el entrechocar de los fusiles de los centinelas y las conversaciones en voz baja.
—¡Segundo relevo! ¡Makatov y Jdanov! –gritó Maximov.
Antonov dejó de cantar, Jdanov se puso en pie, suspiró y, pasando por encima del tronco, se dirigió hacia los cañones.
