Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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Recogieron las velas y arreglaron los aparejos. Llegó un remolcador y, resoplando, remolcó al barco a la fila de embarcaciones. El mar estaba en calma; apenas había un ligero oleaje en la orilla. La Virgen de los Vientos llegó al muelle, a lo largo del cual se hallaban en fila buques de todos los países del mundo, de distintos tamaños y formas. Se colocó entre un bergantín italiano y una goleta inglesa, que se apartaron para dejar sitio al nuevo compañero.
En cuanto el capitán hubo terminado las formalidades con los funcionarios del puerto y de la aduana, dio permiso a la mitad de la tripulación para pasar la noche en tierra.
Era una cálida noche de verano. Marsella estaba iluminada. En las calles olía a comida y oíanse por doquier conversaciones, gritos alegres y rodar de coches.
Los marineros de La Virgen de los Vientos no habían estado en tierra desde hacía cuatro meses. Avanzaban por las calles tímidamente, de dos en dos, como unos forasteros, como unos hombres que habían perdido la costumbre de transitar por una urbe. Observaban las callejuelas más cercanas al puerto, como si buscasen algo. Hacía cuatro meses que no habían visto mujeres; y los atormentaba el deseo. A la cabeza de los demás, iba Celestino Duclos, un muchacho fuerte y hábil. Era el que guiaba a todos, siempre que estaban en un puerto. Sabía encontrar buenos lugares adonde ir arreglar las cosas de manera que no surgieran riñas, cosa que les ocurre tan a menudo a los marineros cuando están en tierra. Pero, si llegaba el caso, no abandonaba a sus compañeros y también sabía defenderse.
Deambularon largo rato por las oscuras calles –impregnadas de un olor denso, que salía de las bodegas y de las cuevas— que, como unos desagües, bajaban hacia el mar. Finalmente, Celestino se internó por una callejuela angosta en la que se veían farolitos encendidos por encima de las puertas. Los marineros le siguieron, canturriando y gastándose bromas. En los cristales mate de los faroles, había unos enormes números pintados. Se veían algunas mujeres, con delantal, sentadas en sillas de anea, en los portales de bajo techo. Al fijarse en los marineros, salían corriendo, para interceptarles el paso; y cada cual trataba de atraérselos a su antro.
De cuando en cuando, se abría alguna puerta en el fondo de un zaguán; y aparecía una muchacha a medio vestir, con pantalones de percal basto, muy ceñidos, faldita corta y jubón negro de terciopelo, con galones dorados. «Muchachos, entrad», exclamaba, llamándolos desde lejos. A veces, incluso salía y, abrazando a algún marinero, trataba de arrastrarlo hacia dentro, con todas sus fuerzas. Se agarraba a él, como una araña que lleva una mosca más fuerte que ella. La resistencia del marinero era débil, a causa de su deseo. Sus compañeros se detenían para ver en qué acababa la cosa; pero Celestino gritaba: «No entres, no es aquí.
Vamos más adelante.» El marinero obedecía, desprendiéndose de la muchacha, a viva fuerza.
El grupo proseguía adelante, acompañado de las invectivas de la moza enojada. Al oír alboroto, otras mozas salían a lo largo del callejón y abalanzándose sobre los marineros, ofrecían su mercancía, elogiándola con sus voces roncas. Así siguieron adelante. De cuando en cuando se encontraban con algunos soldados, con algún burgués o algún dependiente, que se deslizaban hacia un lugar conocido. Esotros callejones también se veían faroles; pero los marineros pasaban de largo, pisando las aguas malolientes que salían de las casas, llenas de cuerpos de mujeres. De pronto, Duclos se detuvo ante una casa, cuyo aspecto era algo mejor que el de las demás; y entró en ella con los marineros.
II
Se instalaron en la gran sala de la taberna. Cada cual eligió una amiga; no se separaría de ella en toda la noche: tal era la costumbre del establecimiento. Juntaron tres meses. Ante todo, bebieron en compañía de las mujeres; y luego subieron con ellas al piso de arriba. Abajo se oyeron durante un rato las pisadas de las fuertes botas de aquellos pies que subían la escalera de madera y entraban por la estrecha puerta, para dispersarse por los dormitorios. Habían bajado varias veces a beber y habían vuelto a subir.
La orgía estaba en todo su apogeo. Los sueldos de medio año se gastaron en las cuatro horas de juerga. Hacia las once de la noche, todos los marineros estaban borrachos. Con los ojos inyectados en sangre, vociferaban incoherentemente. Cada cual tenía a su amiga sentada en las rodillas. Unos cantaban, otros gritaban; algunos daban puñetazos en la mesa o se echaban vino al gaznate. Celestino se hallaba entre sus compañeros. En una de sus rodillas estaba sentada, a horcajadas, una moza gruesa y coloradota. Celestino había bebido lo mismo que los demás, pero aún no estaba borracho. Por su cabeza cruzaban algunos pensamientos.
Pero las ideas que le acudían se disipaban en seguida; y no lograba retenerlas, no las podía recordar ni expresar.
—Así, pues…; así, pues… ¿Hace mucho que estás aquí? –preguntó, echándose a reír.
—Seis meses –contestó la moza.
Duclos movió la cabeza, como si lo aprobara.
—¿Y te va bien?
—Me he acostumbrado –dijo la muchacha, después de reflexionar un ratito—. Una tiene que hacer algo. Esto es mejor que ser criada o lavandera.
—¿No eres de aquí? –preguntó Duclos que había vuelto a mover la cabeza, como si también aprobara esto último.
La moza hizo un movimiento negativo.
—¿Eres de muy lejos?
—Sí.
—¿De dónde?
—De Perpiñan –contestó, después de haber pensado, como si tratara de recordar.
—Ya, ya –pronunció Celestino Duclos; y guardó silencio.
—Y tú, ¿eres marinero? –preguntó ella, a su vez.
—Sí, somos marineros.
—¿Habéis estado lejos?
—Bastante. Hemos visto de todo.
—¿A lo mejor habéis dado la vuelta al mundo?
—Ya lo creo; casi dos veces.
La moza se quedó pensativa. Parecía recordar algo.
—Me figuro que os habréis encontrado con otros barcos –dijo al fin.
—Claro.
—¿Habéis visto a La Virgen de los Vientos? Es un barco que se llama así.
Celestino Duclos se asombró de que nombrara aquella embarcación; y se le ocurrió gastarle una broma.
—Sí; nos encontramos con él la semana pasada.
—¿De veras? –exclamó la moza, palideciendo.
—Sí.
—¿No mientes?
—Te lo juro.
—¿Has visto en ese barco a Celestino Duclos?
—¿A Celestino Duclos? –repitió el marinero, sorprendido e incluso asustado. ¿De dónde podía saber su nombre? — ¿Lo conoces?
