Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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(Ya en el Cáucaso me enteré, y no por él mismo, de que el capitán había estado cuatro veces gravemente herido, y, como es natural, no le había escrito nada a su madre de sus heridas, ni tampoco de las campañas.) — Que lleve siempre esta santa imagen –continuó la vieja—. Lo bendigo con ella. ¡La santísima Virgen lo protegerá! Sobre todo, que la lleve siempre en las batallas. Dígale que se lo ordena su madre.
Le prometí cumplir su encargo al pie de la letra.
—Sé que se encariñará usted con mi Pashenka –continuó la viejecita—. ¡Es tan simpático!
Figúrese que no pasa un año sin que me mande dinero, y a mi hija Anushka también la ayuda;
¡y todo eso de un sueldo! Me paso la vida agradeciendo a Dios el haberme dado un hijo así – concluyó con lágrimas en los ojos.
—¿Le escribe a menudo? pregunté.
—Muy de tarde en tarde, padrecito: algo así como una vez al año, sólo cuando me manda dinero me pone unas letritas. Me dice: «Si no le escribo, mamaíta, es que estoy sano y salvo;
si Dios me llamara, entonces se enteraría de ello sin mí.»
Cuando le entregué al capitán el regalo de su madre (estábamos en mi casa), me pidió papel de envolver, lió cuidadosamente la imagen y la guardó. Le conté muchos detalles de la vida de su madre; el capitán me escuchó en silencio. Cuando acabé de hablar, se retiró a un rincón, donde estuvo atacando la pipa durante largo rato.
—Sí, es muy buena mi viejecita –dijo desde allí, con voz sorda—. ¿Me concederá Dios volver a verla?
Estas sencillas palabras reflejaban un gran amor y una gran pena.
—¿Por qué sirve usted aquí? –pregunté.
—Hay que hacerlo – replicó, persuadido— y el cobrar una paga doble es muy importante para un hombre pobre.
El capitán vivía haciendo economías: no jugaba a las cartas, rara vez asistía a diversiones y fumaba tabaco de ínfima calidad. Ya anteriormente me había gustado: tenía uno de esos rostros rusos, sencillos y serenos, a los que se puede y agrada mirar a los ojos; pero después de esa charla sentí hacia él un verdadero respeto.
II
Al día siguiente, a las cuatro de la madrugada, el capitán vino a buscarme. Llevaba una vieja guerrera sin charreteras, un ancho pantalón leguismiano, un gorro blanco de piel de cordero y un sable asiático colgado al hombro. El caballito blanco que montaba iba con la cabeza baja a pasitos menudos y moviendo sin cesar su cola, bastante rala. A pesar de que la figura del buen capitán no era nada arrogante, reflejaba tal serenidad hacia lo que le rodeaba que, sin querer, inspiraba respeto.
No lo hice esperar ni un solo minuto: monté y salimos juntos por la verja de la fortaleza.
El batallón iba a unas doscientas sajenas (medida de longitud que equivale a 2,134 m) delante de nosotros; parecía una masa negra compacta y vacilante. Se podía adivinar que era la infantería solamente, porque se veían las bayonetas semejando unas largas púas, y porque, de cuando en cuando, llegaban a nuestros oídos los sones de una canción de soldados, del tambor y del magnífico tenor, segunda voz de la sexta compañía, que me había deleitado más de una vez en el fuerte. El camino se abría a través de un desfiladero ancho y profundo por la orilla de un pequeño río, que en aquella época estaba desbordado. Una bandada de palomas silvestres revoloteaba junto al río, tan pronto posándose sobre la pedregosa ribera, tan pronto evolucionando en el aire y formando círculos hasta desaparecer de nuestra vista. El sol no había despuntado aún, pero el punto más alto del lado derecho del desfiladero empezaba a iluminarse. Se destacaban con extraordinaria claridad y relieve en la diáfana y dorada luz, las piedras grises y blancuzcas, el musgo verde amarillento, los cambroneros, los cornejos y los olmos; en cambio, el otro lado y el valle, cubierto de una espesa niebla que se agitaba en capas desiguales, aparecían grises y sombríos, prestando una mezcla extraña de colores: lila pálido, casi negro, verde oscuro y blanco. Frente a nosotros, sobre el azul oscuro del horizonte, se divisaban con asombrosa claridad, las masas de un blanco mate, cegador, que formaban las montañas cubiertas de nieve con sus sombras y sus contornos fantásticos, pero elegantes en sus mínimos detalles. Los grillos, los saltamontes y miles de otros insectos se habían despertado en la alta hierba y llenaban el aire con sus cantos claros e ininterrumpidos:
parecía que una infinidad de diminutas campanillas sonaba en los oídos. El aire olía a hierba, niebla y agua; en una palabra, a una hermosa madrugada de verano. El capitán encendió su pipa; el olor a tabaco y a yesca me fue muy agradable.
Cabalgábamos por el camino con intención de alcanzar cuanto antes a la infantería. El capitán parecía estar más pensativo que de costumbre; no se quitaba la pipa de la boca y, a cada paso, espoleaba el caballo que, balanceándose, dejaba una huella apenas perceptible en la alta hierba mojada, de un verde oscuro. Debajo de sus mismos pies salió volando un faisán con ese grito peculiar y ese batir de alas que obliga al cazador a estremecerse, y se elevó lentamente por los aires. El capitán no le hizo el menor caso.
Ya estábamos a punto de alcanzar el batallón cuando se oyó, detrás de nosotros, el galope de un caballo y, al momento, pasó a nuestro lado un muchacho jovencito y bien parecido, con guerrera de oficial y gorro alto de piel blanca. Al llegar junto a nosotros, sonrió, le hizo al capitán una seña con la cabeza y blandió el látigo… Sólo pude observar que su postura en la silla era muy grácil, así como su manera de sujetar las bridas, que tenía hermosos ojos negros, la nariz muy fina y un bigotillo incipiente. Lo que más me gustó de él fue que no había podido por menos de sonreír al ver que lo admirábamos. Por esa sola sonrisa se podía deducir que era muy joven.
—¿A donde irá? –rezongó el capitán con expresión descontenta, sin quitarse la pipa de la boca.
—¿Quién es? –le pregunté.
—El abanderado Alanin, alférez de mi regimiento… Llegó el mes pasado de la Academia.
—Probablemente es la primera vez que sale de operaciones.
—¡Por eso está tan contento! –replicó el capitán, moviendo la cabeza pensativo—. ¡Es la juventud!
—¿Cómo no alegrarse? Comprendo lo interesante que esto debe de ser para un oficial joven.
El capitán guardó silencio un par de minutos.
—Es lo que digo: ¡la juventud! –continuó con voz de bajo—. ¡Puede alegrarse, pues aún no ha visto nada! Cuando uno ha tomado parte en muchas campañas, ya no le parecen tan divertidas. Ahora, por ejemplo, somos veinte oficiales: es seguro que alguno caerá herido o muerto. Hoy me toca a mí, mañana a él, pasado mañana al otro: ¿de qué puede uno alegrarse, pues?
III
