Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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Liza llenaba los vasos de té; pero no los entregaba en la mano a los invitados, limitándose a colocarlos cerca de ellos. Aún no se había recobrado de su turbación. Escuchaba ávidamente las palabras de Turbin. Sus sencillos relatos y sus titubeos durante la conversación empezaron a tranquilizarla. No dijo ninguna cosa extraordinaria, como ella esperaba, ni le pareció tan elegante como lo había supuesto. Al tercer vaso de té, después de haberse encontrado los tímidos ojos de Liza con los de Turbin y de haber sostenido éste su mirada con una sonrisa imperceptible y expresión tranquila, la muchacha experimentó hostilidad hacia él. Pensó que no tenía nada de particular y que no se distinguía en nada de los hombres que había conocido hasta entonces. Se dijo que no tenía por qué intimidarse ante él. Ni siquiera era guapo; lo único era que tenía las uñas largas y muy pulcras. Liza acabó tranquilizándose al decidirse a abandonar su sueño, no sin cierta pena en su fuero interno. Sólo la inquietaba ligeramente la mirada del silencioso corneta, que sentía fija sobre sí. «Tal vez no sea éste, sino el otro», pensó.
XIII
Después de tomar el té, Ana Fiodorovna invitó a los huéspedes a pasar a la sala; y volvió a ocupar su sitio.
—¿Quiere retirarse a descansar, conde? — preguntó—. ¿Cómo podría, entonces, entretener a mis queridos invitados? –prosiguió tras de una respuesta negativa—. ¿Juega a las cartas?
Hermano, ¿por qué no organizas una partidita…?
—Pero si tú también juegas. Juguemos una partidita todos juntos –replicó el antiguo oficial de caballería—. ¿Quiere, conde? ¿Y usted?
Los oficiales accedieron. Liza trajo un paquete de cartas de su habitación. Solía utilizarlas para averiguar si se le pasarían pronto un flemón a su madre, si regresaría aquel mismo día su tío de la ciudad, si iría a visitarla una vecina, etcétera. Aunque llevaba dos meses en uso, esta baraja estaba más limpia que la de Ana Fiodorovna.
—Tal vez no les interese jugar con poco dinero. Ana Fiodorovna y yo solemos poner medio copeck… Sea como sea, es ella la que nos gana siempre a todos.
—Como ustedes gusten; por nuestra parte, encantados –contestó Turbin.
—Entonces, pongamos un copeck en honor a nuestros queridos huéspedes. A ver si me ganan a mí, que soy una vieja –exclamó Ana Fiodoroovna, arrellanándose cómodamente en el sillón.
«A lo mejor les ganaré un rublo», pensó. Según envejecía, iba aficionándose al juego.
—¿Quieren que les enseñe unos juegos petersburgueses? — prosiguió Turbin—. Son muy entretenidos.
A todos les gustaron mucho aquellos juegos. El antiguo oficial de caballería incluso aseguró que los conocía, pero que se le habían olvidado. Ana Fiodorovna no lograba entenderlos. Cada vez afirmaba que la próxima vez jugaría bien y suscitaba grandes risas cuando, en medio del juego, volvía a equivocarse. Entonces se turbaba ligeramente y decía que aún no se había acostumbrado a esos nuevos juegos. No obstante, se tenían en cuenta sus faltas y se apuntaban sus pérdidas, tanto más cuanto que el conde, que estaba acostumbrado a jugar por todo lo alto, lo hacía con toda serenidad y sin comprender lo que significaban los golpecitos que le daba su compañero por debajo de la mesa, ni los errores que éste cometía.
Liza trajo jalea, mermelada de tres clases y manzanas de Oporto, conservadas por un método especial. Luego, se colocó tras de la silla de su madre y observó a los jugadores. De cuando en cuando, miraba a los oficiales y, sobre todo, las blancas manos de finas uñas rosadas del conde, que echaban las cartas y recogían las ganancias con gran seguridad y elegancia.
Una de las veces, Ana Fiodorovna ganó por casualidad, pero no tardó en volver a perder y esto la inquietó.
—No importa, mamaíta; aún puedes recuperarte –dijo Liza, sonriendo. Quería a toda costa sacar a su madre de esa situación ridícula.
—¡Si al menos me ayudases! –exclamó Ana Fiodorovna, mirando a su hija con expresión de susto—. No sé cómo…
—Tampoco yo sé jugar a esto –replicó Liza, mientras echaba mentalmente la cuenta de las pérdidas de su madre—. ¡Estás perdiendo mucho! No podrás comprarle el vestido a Pimochka si sigues así –añadió en broma.
—Es verdad, así es fácil perder hasta diez rublos de plata –dijo Polozov a Liza, deseando trabar conversación con ella.
—Pero ¿no jugamos con asignados, acaso? — preguntó Ana Fiodorovna, volviéndose hacia todos.
—Ignoro cómo se cuentan los asignados –replicó Turbin—. Mejor dicho, ignoro lo que son los asignados.
—Ahora ya nadie juega con asignados –intervino el tío, que jugaba a golpe seguro y estaba ganando.
Ana Fiodorovna mandó que sirvieran un refresco. Después de beber dos copas, se puso muy colorada; y, desde ese momento, pareció que ya nada le importaba. Ni siquiera se preocupó de arreglar un mechón de cabellos grises que le asomaba por debajo de la cofia. Sin duda, se figuraba haber perdido millones y hallarse en una situación sin salida. El corneta daba, cada vez más a menudo, golpecitos a Turbin, que apuntaba las pérdidas de la vieja.
Cuando acabaron, Ana Fiodorovna se esforzó en aumentar las pérdidas de los demás y en fingir que se equivocaba en los cálculos, pero al fin se vio obligada a reconocer que había perdido una cantidad enorme.
—Resultarán nueve rublos, ¿verdad? –preguntó repetidas veces sin entender el alcance de lo que había perdido hasta el momento en que su hermano le explicó que eran treinta y dos rublos en asignados y que debía pagarlos sin remedio.
Sin contar lo que había ganado, el conde se levantó y, acercándose a la ventana junto a la cual Liza sacaba de un tarro setas saladas para la zakuska, empezó a hablar con ella del tiempo, con toda naturalidad, cosas que no había logrado en toda la velada.
Mientras tanto, el corneta estaba en una situación violenta. Ana Fiodorovna se mostró seriamente enfadada en cuanto se hubo separado de ella Liza, que había sostenido su buena disposición de ánimo.
—Es violento el haberle ganado a usted –dijo Polozov, por decir algo.
—Yo no sé jugar a estos juegos tan raros. Dígame: ¿cuánto resulta en asignados?
—Treinta y dos rublos, treinta y dos cincuenta –repitió el antiguo oficial de caballería, que tenía deseos de bromear porque él también había ganado—. Venga ese dinero, hermana…
Venga ese dinero…
—Te lo daré; pero no me volverás a coger en otra. ¡No podré recuperar esa cantidad en toda mi vida!
Ana Fiodorovna se fue a su habitación con sus andares balanceantes y volvió de allí con nueve rublos. Pero, gracias a la insistencia de su hermano, acabó pagando lo que debía.
La habitación en la que habían puesto la mesa para cenar estaba iluminada por dos velas.
