Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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Las llamas vacilaban impulsadas por la cálida brisa de la noche de mayo. También entraba claridad por la ventana que daba al jardín, aunque era muy distinta. La luna casi llena iba perdiendo su matiz dorado y, al remontarse por encima de la copas de los tilos, iluminaba vivamente las tenues nubecillas. Croaban las ranas en el estanque, que se veía a través del follaje de la alameda, iluminando por un lado por los rayos de la luna. En un arbusto de lilas, al pie de la ventana, revoloteaban unos pajarillos.
—¡Qué tiempo tan hermoso! –exclamó el conde, al acercarse a Liza; y se sentó en el alféizar de la ventana—. Me figuro que paseará mucho…
—Por las mañanas, a eso de las siete, suelo recorrer toda la finca, y aprovecho para dar un paseo con Pimochka, la niña que ha recogido mamá –contestó Liza, sin la menor turbación.
—¡Es muy agradable vivir en la aldea! — comentó Turbin; y, poniéndose el monóculo, miró al jardín y después a Liza—. ¿No suele pasear en las noches de luna?
—No; hace tres años solía dar un paseo con mi tío, porque padecía de una enfermedad extraña. Con luna llena no podía dormir. Esta es su habitación; como da al jardín, la luz le entra directamente.
—Es raro –observó Turbin—. Creí que esta habitación era la de usted.
—Solamente por esta noche, porque ustedes ocupan la mía.
—¿Es posible?… ¡Oh Dios mío!… ¡No me perdonaré en la vida haberle causado esta molestia! –exclamó el joven, quitándose el monóculo—. Si hubiera sabido que iba a importunarla…
—¡No es ninguna molestia! Al contrario, me alegra mucho estar aquí. La habitación del tío es tan simpática y alegre, con su ventana bajita… Podré quedarme sentada en ella hasta que me entre sueño o bajar al jardín para dar un paseo de noche.
«Qué muchacha tan agradable», pensó Turbin, que se había vuelto a poner el monóculo para mirarla. Luego, como si quisiera cambiar de postura, hizo todo lo posible por tocar el pie de Liza con el suyo. «Con cuánta picardía me ha dado a entender que puedo verla en el jardín junto a la ventana», pensó; y le pareció tan fácil conquistarla, que Liza perdió ante sus ojos la mayor parte de su encanto.
—¡Qué felicidad tan grande pasar una noche así en el jardín con el ser amado! –dijo, fijando los ojos con expresión pensativa en las oscuras alamedas.
Liza se turbó un poco al oír estas palabras y también por el repetido roce del pie de Turbin, que pretendía ser casual. Dijo lo primero que se le ocurrió, con tal de ocultar su turbación.
—Sí; es agradable pasear en las noches de luna.
Pero, sintiéndose molesta, tapó el tarro de las setas y se dispuso a retirarse cuando se acercó el corneta, y la muchacha sintió deseos de saber algo de él.
—¡Qué noche tan hermosa! –exclamó Polozov.
«No hacen más que hablar del tiempo», pensó Liza.
—¡Qué vista tan maravillosa! Pero me figuro que a usted debe de aburrirle ya –añadió, porque tenía tendencia a decir cosas ligeramente desagradables a las personas que le gustaban mucho.
—¿Por qué lo cree? La comida y los trajes iguales aburren; pero no un hermoso jardín si a uno le gusta pasear, sobre todo en las noches de luna. Desde esta habitación, se ve el estanque. Hoy podré contemplarlo.
—Parece que no hay ruiseñores –dijo Turbin, descontento porque Polozov le había impedido enterarse de las condiciones formales de la cita.
—Siempre los ha habido; pero el año pasado los cazadores cogieron uno y, desde entonces, no se los oye cantar. La semana pasada empezaron a cantar de nuevo; luego, los asustaron los cascabeles de un coche… Hace tres años, mi tío y yo solíamos escucharlos, sentados en alguna alameda, durante horas enteras.
—¿Qué les está contando esta charlatana? –preguntó el antiguo oficial de caballería, acercándose— ¿Quieren pasar a cenar?
Después de la cena –durante la cual el conde logró disipar un poco el mal humor de la dueña de la casa, gracias a su buen apetito y las alabanzas que dispensó a los platos— los oficiales se despidieron para retirarse a su habitación. Turbin estrechó la mano del antiguo oficial de caballería, la de Ana Fiodorovna –que no besó, con gran extrañeza suya— e incluso la de Liza, a la que miró a los ojos con una simpática sonrisa imperceptible.
«Es muy apuesto, pero está demasiado pendiente de su persona», pensó la muchacha.
XIV
—¿Cómo no te da vergüenza? –dijo Polozov cuando los oficiales volvieron a la habitación que les habían destinado—. Por mi parte, he procurado perder; te estaba haciendo señas por debajo de la mesa. ¿Cómo no te da vergüenza? La viejecita se ha disgustado en serio.
Turbin lanzó una carcajada.
—¡Qué graciosa! ¡Cómo se ha ofendido!
Y de nuevo rió, tan de buena gana, que hasta Johan, que se hallaba presente, agachó la cabeza para ocultar una sonrisa.
—¡Es para que vayan conociendo al hijo del amigo de la familia!… ¡Ja, ja, ja…!
—Te aseguro que eso no está bien. Me ha dado lástima de ella –dijo el corneta.
—¡Qué absurdo! ¡Eres demasiado joven! ¿Acaso pretendías que perdiera yo? Eso me pasaba a mí también cuando no sabía jugar; pero no ahora. Esos rublitos me vendrán muy bien. Hay que considerar la vida desde un punto de vista práctico. De otro modo, uno pasa por tonto.
Polozov guardó silencio. Deseaba pensar en Liza, que le había parecido un ser puro y encantador, sin que le molestaran. Así, pues, no tardó en acostarse en el blando y limpio lecho que le habían preparado.
«El honor y la gloria no son más que tonterías», pensó, mirando hacia la ventana. A través del chal se filtraban los pálidos rayos de la luna. «La verdadera felicidad consiste en vivir en un rinconcito tranquilo con una mujer buena, sencilla y agradable».
No se sabe por qué, Polozov no comunicó estos pensamientos a su compañero y ni siquiera mencionó a la muchacha, a pesar de que estaba convencido de que Turbin también pensaba en ella.
—¿Por qué no te desnudas? –preguntó a éste, que paseaba por la estancia.
—Todavía no tengo sueño. Puedes apagar la vela, si quieres. Me acostaré a oscuras – replicó Turbin, continuando sus paseos.
—Todavía no tengo sueño –repitió Polozov, que, después de aquella velada, se sentía más descontento que nunca de la influencia que Turbin ejercía sobre él y estaba dispuesto a sublevarse. «Ya me figuro qué ideas cruzan en este momento por tu cabeza tan bien peinada – pensó, dirigiéndose mentalmente a él—. Sé que Liza te ha gustado, pero no eres capaz de apreciar a este ser sencillo y honesto. Tú necesitas mujeres como Minna y charreteras de coronel.»
