Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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Y Polozov se volvió hacia Turbin con intención de preguntarle si le había gustado Liza;
pero cambió de idea. No sólo no se hallaba en disposición de discutir con él en caso de que su parecer fuese distinto del suyo, sino que le constaba que ni siquiera sería capaz de mostrarse en desacuerdo, hasta tal punto estaba acostumbrado a someterse a su influencia, que cada día se le antojaba más pesada e injusta.
—¿Adónde vas? –preguntó al ver que Turbin se acercaba a la puerta con la gorra puesta.
—A la cuadra. Voy a ver si todo está en orden.
“¡Qué raro!», pensó el corneta. Sin embargo, apagó la vela y procuró disipar los sentimientos hostiles y los celos que le inspiraba su amigo.
Mientras tanto, Ana Fiodorovna se había retirado a su habitación, después de haber bendecido y besado con ternura, según costumbre, a su hija, a su hermano y a la niña recogida. Hacía mucho que no había experimentado tantas sensaciones en un solo día, de manera que ni siquiera pudo rezar con tranquilidad. No se le iban de la cabeza los tristes recuerdos del difunto conde, ni tampoco lo despiadadamente que le había ganado a las cartas aquel joven tan presumido. Sin embargo, se desnudó, bebió medio vaso de kvas que le habían dejado en la mesita de noche, y se acostó como de costumbre. Su gato predilecto paseaba por el dormitorio. Ana Fiodorovna lo llamó y se puso a acariciarlo. Pero su ronroneo le impedía conciliar el sueño.
«Me molesta el gato», pensó, arrojándolo de su lado. El animal cayó blandamente al suelo; luego, moviendo su pomposo rabo, subió a la estufa de un salto. En esto llegó la doncella. Dormía en el suelo, en la habitación de Ana Fiodorovna. Se entretuvo en colocar la estera, en encender la lamparilla y en apagar la vela. Finalmente, se acomodó y en breve se quedó dormida. Pero el sueño no acudía para aplacar la alterada imaginación de Ana Fiodorovna. En cuanto cerraba los ojos, se le representaba la faz del húsar, y al abrirlos, a la débil luz de la lamparilla, le parecía verlo, bajo distintas formas, en la cómoda, en la mesita y en su vestido blanco que había dejado colgado. Tan pronto tenía calor bajo el edredón, tan pronto le resultaba insoportable el tic‑tac del reloj y el ronquido de la muchacha. Acabó despertándola para ordenarle que no roncase. Y en su mente confundiéronse pensamientos acerca de su hija, de los dos condes y del juego de cartas. Ora se veía bailando un vals con el difunto conde, y sentía unos besos sobre sus brazos y sus blancos hombros, ora se representaba a su hija en brazos del joven Turbin. Ustiushka, la doncella, empezó a roncar de nuevo.
«Ahora la gente es bien distinta. Aquél hubiera sido capaz de arrojarse al fuego por mí.
Claro que merecía la pena de hacerlo. Este, en cambio, duerme como un tonto, satisfecho de haberme ganado en el juego. No es capaz de hacer la corte a una muchacha. Aquél, poniéndose de rodillas, decía: “¿Qué quieres que haga? ¿Qué me suicide?» Y lo hubiera hecho, de habérselo mandado yo».
De pronto, Ana Fiodorovna oyó unos pasos de pies descalzos en el pasillo. Pálida y temblorosa, con el vestido puesto de cualquier manera, Liza entró precipitadamente en la habitación y se desplomó en la cama.
Al despedirse de su madre, Liza se había retirado a la habitación que ocupara antes su tío;
y, tras de ponerse una chambra blanca y de atarse un pañuelo a la cabeza, apagó la vela, abrió la ventana y se sentó junto a ella con las piernas recogidas. Clavó sus ojos pensativos en el estanque, totalmente iluminado ya por el plateado resplandor de la luna.
Y, de pronto, sus ocupaciones e intereses habituales se le presentaron bajo una luz nueva:
su vieja y caprichosa madre, su decrépito tío, los criados, los mujiks, que la adoraban, los animales, la naturaleza, que tantas veces había muerto y resucitado y entre la cual se había educado rodeada de amor, que ella profesaba esa paz tan dulce para el alma, le pareció distinto, aburrido e inútil. Era como si alguien le hubiese dicho: “¡Qué estúpida has sido! Por espacio de veinte años has estado haciendo tonterías; has servido a los demás, sin saber lo que es la vida y la felicidad.» ¿Qué era lo que le hacía pensar tales cosas? Desde luego, no le impulsaba a ello un amor súbito por el conde, como se hubiera podido creer. Al contrario, ni siquiera le había gustado. El corneta le había llamado más la atención; pero era feo, insignificante y silencioso. Involuntariamente, lo olvidaba y buscaba la figura del conde. Pero no era lo que quería. ¡Su ideal era tan magnífico! Se le hubiera podido amar aquella noche, entre esa naturaleza, sin romper su hermosura. Su ideal era íntegro; nunca había sido mutilado para fundirlo con alguna realidad vulgar.
Al principio, su vida solitaria fue la causa de que el caudal de amor que la Providencia depara equitativamente a cada cual estuviese aún íntegro en su corazón. Pero llevaba demasiado tiempo viviendo aquella dicha melancólica de sentir ese caudal dentro de sí, y, a veces, abría el misterioso vaso, contemplaba su riqueza e, impensadamente, derramaba su contenido sobre el primero que llegase. ¡Quiera Dios que pueda gozar hasta la tumba de esa dicha egoísta! ¿Quién sabe si no es la mejor y la más intensa? ¿No será la única verdadera y posible?
“¡Señor, Dios mío! ¿Será posible que haya perdido mi felicidad y mi juventud? ¿Será posible que no la tenga… nunca, nunca?» se preguntaba, mirando fijamente al cielo cubierto de nubecillas blancas que velaban las estrellas. «Si aquella nube vela la luna, es que nunca la alcanzaré», se dijo. Un jirón grisáceo se deslizó por la parte inferior del claro disco de la luna y, poco a poco, fue debilitándose la luz sobre la hierba, las copas de los tilos y el estanque; las oscuras sombras de los árboles se volvieron menos perceptibles bajo la lúgubre oscuridad que cubrió la Naturaleza; una suave brisa recorrió el follaje, trayendo a la ventana un olor a hojas mojadas, a tierra húmeda y a las lilas en flor.
«No; eso no es verdad», se consoló. «En cambio, si los ruiseñores empezaran a cantar esta noche, es que no debo desesperarme, es que lo que pienso es absurdo.» Mucho rato permaneció Liza sentada en silencio, como si esperase a alguien. Varias veces se había iluminado la naturaleza y se había vuelto a velar la luna por las nubes, sumiéndose todo en la oscuridad. Liza se quedó adormilada cuando, de pronto, la despertaron los sonoros trinos de un ruiseñor que provenían del estanque. La señorita pueblerina abrió los ojos. Su alma fue invadida por una nueva dicha al sentirse misteriosamente unida a la Naturaleza que se extendía ante ella, tan clara y serena. Se apoyó en ambos brazos. Una tristeza dulce le oprimió el corazón y sus ojos se llenaron de lágrimas consoladoras, provocadas por un sentimiento de amor puro que anhelaba ser correspondido. Colocó los brazos en el alféizar de la ventana y apoyó sobre ellos la cabeza. Su oración preferida le acudió a la mente y, en breve, sus ojos, húmedos aún, se cerraron en un sueño apacible.
El roce de una mano la despertó. Había sido ligero, agradable. En aquel momento, esa mano estrechaba la suya con fuerza. Súbitamente, Liza volvió a la realidad. Dio un grito y, levantándose de un salto, abandonó la habitación. A toda costa quería persuadirse de que no había sido el conde a quien viera en pie, junto a la ventana, bañado por la luz de la luna.
