Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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De pronto, Duclos se quedó callado y, conteniendo la respiración, miró a sus compañeros.
Después, adoptando la expresión extraña y decidida que le era propia cuando intervenía en una riña, se acercó vacilando al marinero que abrazaba a su amiga y los separó de un golpe.
—¡Apártate! ¿Acaso no ves que es tu hermana? Todas son hermanas de alguien. Como Francisca, que es la mía. ¡Ja, ja, ja! –sollozó; y sus sollozos parecían carcajadas.
Al decir estas palabras, se tambaleó y, levantando los brazos, cayó de bruces. Empezó a revolcarse por el suelo dando golpes con los pies y las manos, mientras emitía un estertor semejante al de un moribundo.
—Hay que acostarlo. No vaya a ser que lo detengan por la calle –dijo uno de los marineros.
Cogiendo en brazos a Celestino, lo llevaron arriba, a la habitación de Francisca, donde lo acostaron.
La incursión
I
El 12 de julio, el capitán Jlopov, con sable y charreteras – desde mi llegada al Cáucaso aún no lo había visto de uniforme— entró por la puerta baja de mi choza.
—Vengo de ver al coronel –dijo contestando a la mirada interrogativa con que lo acogí—.
Mañana se pondrá en marcha nuestro batallón.
—¿Hacia dónde? — pregunté.
—Hacia N***. Allí debe concentrarse el ejército.
—Y, probablemente, saldrá de operaciones.
—Sí, tal vez.
—¿Adónde irá? ¿Qué cree usted?
—¿Qué voy a creer? Le digo lo que sé. Anoche llegó un tártaro de parte del general con la orden de que el batallón se ponga en camino con previsiones para dos días y, como comprenderá, no preguntamos adónde hemos de ir, para qué ni para cuánto tiempo; nos ordenan que nos pongamos en camino y basta.
—Sin embargo, el hecho de que se lleven provisiones sólo para dos días debe significar que el ejército no ha de estar más tiempo.
—Eso no indica nada.
—¿Cómo que no? –pregunté, sorprendido.
—¡Desde luego, no! Cuando fuimos a Dargo llevamos vituallas para una semana y, sin embargo, estuvimos allí un mes entero.
—¿Podría ir con ustedes? –pregunté después de un corto silencio.
—Naturalmente, puede venir, pero le aconsejo que no lo haga. ¿Para qué va a arriesgarse?
—Permítame que no haga caso de su consejo; he permanecido aquí durante un mes esperando tan sólo la ocasión de ver la guerra y ahora pretende usted que la deje escapar.
—Entonces, véngase; pero de todas formas, ¿no sería mejor que se quedara? Nos esperaría usted aquí cazando, mientras nos fuéramos con la ayuda de Dios. ¡Sería mucho mejor! – concluyó en un tono tan persuasivo que en aquel momento me pareció, en efecto, magnífico.
Sin embargo, dije resueltamente que no me quedaría por nada del mundo—. ¿Y qué va usted a ver allí? –continuó el capitán pretendiendo convencerme—. ¿Quiere conocer las batallas? Pues lea los Relatos de la Guerra, de Mijailovski‑Dnailevsky. Es un libro magnífico: describe minuciosamente la posición de los diferentes cuerpos y cómo se llevan a cabo las batallas.
—Al contrario. Eso es precisamente lo que me interesa.
—Entonces, lo que quiere, sin duda, es ver matar a la gente… En el año 32 hubo aquí un voluntario, al parecer, español. Hizo dos campañas con nosotros, siempre con su capa azul…
y no tardó en caer. Aquí, padrecito, no se puede sorprender a nadie.
Me resultó muy violenta la falsa interpretación que el capitán daba a mi propósito; pero no intenté desengañarlo.
—¿Y era valiente? –le pregunté.
—¡Cualquiera sabe! Siempre solía ir en vanguardia, siempre se hallaba donde había peligro.
—Entonces, lo era— dije.
—No; el que uno se meta donde no lo llaman no significa que sea valiente…
—¿Qué es lo que llama usted ser valiente?
—¿Valiente? ¿Valiente? — repitió el capital, con la expresión del hombre al que se le presenta por primera vez semejante pregunta—. Es valiente el que se conduce como debe— concluyó, después de pensar un poco.
Recordé que Platón, define la valentía diciendo que es el conocimiento de lo que se debe temer y de lo que no se debe temer. A pesar de que la definición del capitán era vulgar y la había expresado de un modo confuso, pensé que la idea básica de ambos no era tan diferente como parecía a simple vista. Incluso la definición del capitán era más justa que la del filósofo griego, porque, de haber podido expresarlo como Platón, probablemente habría dicho que es valiente el que teme sólo lo que se debe temer y no se teme lo que no se debe temer.
Quise explicar mi idea al capitán.
—Me parece –dije— que en todo peligro existe un derecho de elección. Y cuando, por ejemplo, se elige el peligro, dejándose llevar por un sentimiento de deber, es valentía; pero cuando se hace bajo la influencia de un sentimiento mezquino, es cobardía. Por tanto, al hombre que arriesga su vida por ambición, curiosidad o codicia, no se le puede llamar valiente; y, por el contrario, al que se niega a exponerse impulsado por el noble sentimiento del deber hacia la familia o, sencillamente, por convicción, no se le puede considerar cobarde.
El capitán me miraba con una expresión extraña mientras le decía esto.
—No puedo discutir con usted –replicó, mientras atascaba la pipa—. Pero tenemos aquí un junker al que le gusta filosofar. Hable usted con él. Incluso escribe versos.
Conocí al capitán en el Cáucaso, aunque ya en Rusia había oído hablar de él. Su madre, María Ivanovna Jlopova, pequeña propietaria rural, vivía a dos verstas de mi finca. La visité antes de partir para el Cáucaso. La viejecita se alegró mucho de saber que yo vería a su Pashenka (así llamaba al anciano capitán de pelo canoso) y, como una carta viviente, podría ponerle al tanto de la vida que hacía, y entregarse un envío de parte suya. Me obsequió con una magnífica empanada; luego se fue a su dormitorio, de donde trajo un relicario negro, bastante grande, que colgaba de una cinta de seda, negra también.
—Padrecito; tenga la bondad de entregarle esto –dijo besando la cruz y la imagen de la Virgen, mientras me la tendía—. Verá usted: en cuanto mi hijo se fue al Cáucaso, encargué una misa y le prometí mandar hacer esta imagen de la Virgen si seguía sano y salvo. Hace ya dieciocho años que lo protegen Nuestra Señora y los santos. No ha estado herido ni una sola vez ¡y hay que ver en las batallas que ha tomado parte!… Cuando Mijailo, que ha estado con él me lo contó, se me pusieron los pelos de punta. Todo lo que sé de él es por medio de gente extraña, porque mi querido hijo no me escribe nada de sus andanzas, para no asustarme.
