Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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—¿Piensas invitarlos a cenar? No lo hagas, mamá; es mejor que no lo hagas –replicó la muchacha, experimentando una emoción invencible ante la idea de que vería a los oficiales.
Realmente no era tanto el deseo de verlos como el temor a una dicha inquietante que creía la esperaba.
—Tal vez quieran conocernos ellos, Lizochka –dijo Ana Fiodorovna, acariciando el pelo de la muchacha mientras pensaba: «No; no su cabello no es como el que tenía yo a su edad…
¡Cómo desearía para mi Lizochka…!»
Y, en efecto, deseaba algo para su hija; pero no podía imaginarse que se casara con el conde, ni tampoco desearle unas relaciones como las que tuviera ella con el difunto Turbin.
Quizás deseara vivir otra vez, a través de su hija, los momentos que viviera con Turbin.
El antiguo oficial de caballería se había alterado también por la llegada del conde. Se encerró en su habitación; y, al cabo de un cuarto de hora, salió de allí, vestido con guerrera y pantalón azul. Cuando entró en la sala, estaba confuso y complacido como una muchacha que se pone por primera vez un vestido de baile.
—Voy a ver cómo son los húsares de hoy día, hermana. El difunto conde era un auténtico húsar. ¡Veremos, veremos!
Los oficiales entraron en la habitación que les habían destinado por la parte de atrás de la casa.
—¿Acaso no estamos mejor aquí que en aquella isba llena de cucarachas? –exclamó Turbin, echándose en la cama tal y como estaba, con las botas cubiertas de polvo.
—¡Claro que sí! Pero uno se siente obligado con los dueños de la casa…
—¡Qué absurdo! Hay que ser práctico en todo. Indudablemente, les hemos dado una alegría viniendo… ¡Criado! Dile a la señora que te dé algo para tapar esa ventana. Temo que de noche sople el aire.
En ese momento, el hermano de Ana Fiodorovna entró en la habitación para conocer a los oficiales. Aunque algo ruborizado, no dejó de contar que había sido compañero del difunto conde, que había gozado de su amistad y hasta llegó a decir que lo había protegido más de una vez. Pero no explicó si entendía bajo la palabra protegido el hecho de que Turbin no le hubiera devuelto los cien rublos, que lo hubiera tirado a la nieve, o le hubiera espetado aquella palabrota. El joven conde se mostró muy cortés con el antiguo oficial de caballería y le dio las gracias por el alojamiento.
—Perdone por la falta de lujo, conde –estuvo a punto de decir «excelencia», hasta tal extremo se había desacostumbrado de tratar con personas importantes—; la casa de mi hermana es pequeña. En cuanto a la ventana, la taparemos con algo y quedará bien –añadió cuadrándose. Con ese pretexto, abandonó la habitación, aunque en realidad lo hiciera para contar cuanto antes cómo eran los oficiales.
La hermosa Ustiushka vino con un chal de su señora para cubrir la ventana, y preguntó a los oficiales si querían tomar té.
Era evidente que aquella agradable estancia había ejercido buena influencia sobre la disposición de ánimo del conde. Sonriendo alegremente, gastó una chanza a Ustiushka, que se permitió llamarlo bromista. Turbin le preguntó si era guapa su señorita y cuando la doncella le ofreció té, le dijo que no vendrá mal y que, como aún no les habían preparado la cena, le gustaría tomar un poco de vodka, una zakuska y una copita de jerez si lo tenían.
El antiguo oficial de caballería, entusiasmado con la cortesía de Turbin, puso por las nubes a los nuevos oficiales, diciendo que eran infinitamente superiores a los de la generación anterior. Ana Fiodorovna no estaba de acuerdo, no podía haber nadie mejor en el mundo que el difunto conde. Y hasta se enfadó, observando con sequedad:
—Para ti el mejor es el que te ha tratado bien el último. Ya se sabe que actualmente la gente es más lista. Pero Fiador Ivanovich Turbin bailaba la escocesa con tal perfección y era tan amable, que todos estaban locos por él. Sin embargo, él no se interesó por nadie, excepto por mí. ¡También entonces había gente buena!
En aquel momento se enteraron de que los oficiales pedían vodka, zakuska y jerez.
—Siempre lo haces todo al revés, hermano. Debías haberlos invitado a cenar –exclamó Ana Fiodorovna—. Liza, querida, ve a dar orden de que preparen la cena.
La muchacha corrió a la despensa para sacar setas saladas y mantequilla fresca; y ordenó al cocinero que preparase bitki.
—¿Te queda jerez, hermano?
—Nunca tomo jerez.
—¿Cómo que no? ¿Y qué es lo que tomas con el té, entonces?
—Ron, Ana Fiodorovna.
—Pues ¡qué más da! Sírveles ron, es igual. Tal vez sería mejor que los invitáramos a pasar aquí. ¿No te parece? Dímelo tú, que lo sabes todo. No creo que les siente mal.
El antiguo oficial de caballería estaba seguro de que el conde no se negaría a aceptar la invitación, pues era muy campechano. Dijo que no tardaría en traer a los oficiales. Ana Fiodorovna fue a cambiarse de vestido y a ponerse una cofia nueva. Liza, en cambio, estaba tan atareada que no le dio tiempo a cambiar por otro el vestido rosa de hilo de mangas anchas que llevaba. Además, se sentía muy alterada: le parecía que la esperaba algo extraordinario.
Era como si se cerniera por encima de su alma una nube negra. Este arrogante húsar se le figuraba como un ser nuevo e incomprensible, pero encantador. Su carácter, sus costumbres y sus palabras debían de ser extraordinarios. Todo lo que pensara y dijera tendría que ser sensato y verídico; todo lo que hiciera, honrado; y su aspecto debía de ser encantador, no dudaba de ello. Si en lugar de pedir zakuska y jerez, hubiese pedido un baño de salvia perfumado, no se hubiera sorprendido, ni lo hubiera censurado, persuadida de que debía ser así.
El conde accedió, apenas el antiguo oficial de caballería le hubo expuesto el deseo de su hermana. Se peinó, se puso la guerrera y encendió un cigarro.
—Vamos –dijo a Polozov.
—Mejor es no aceptar esa invitación, harán gastos para recibirnos.
—¡Qué absurdo! Se alegrarán mucho de conocernos. Además, me he informado y sé que la hija es muy bonita… ¡Vámonos! — insistió el conde, en francés.
—Se lo ruego señores –dijo el antiguo oficial de caballería, sólo para mostrar que había comprendido y que también sabía hablar francés.
XII
Cuando los oficiales entraron en la estancia, Liza se ruborizó e, inclinándose, simuló añadir agua a la tetera, porque temió mirarlos. En cambio, Ana Fiodorovna se levantó presurosa para saludar a los jóvenes. Con los ojos clavados en Turbin, dijo que le encontraba un parecido extraordinario con su padre, le presentó a su hija y le ofreció té con mermelada y jalea hecha en casa. El corneta tenía un aspecto muy modestito. Nadie le hizo caso. Esto le alegró, porque así puso examinar detalladamente, hasta donde lo permitía el buen tono, la belleza de Liza, que le había sorprendido. El tío escuchaba la conversación que se había iniciado entre su hermana y el húsar, esperando el momento oportuno para relatar sus recuerdos de caballería. Había preparado su discurso de antemano. Mientras tomaban el té, Turbin encendió un cigarro y Liza tuvo que contenerse para no empezar a toser. Al principio, el conde sólo aprovechaba los pequeños intervalos de la charla de Ana Fiodorovna para contar algo; pero luego terminó por llevar la voz cantante. Una cosa chocó a los oyentes: Turbin empleaba palabras que tal vez se considerasen naturales en su círculo, pero que allí parecieron algo atrevidas, lo que asustó un poco a Ana Fiodorovna e hizo enrojecer a Liza hasta las orejas. El conde no se dio cuenta y siguió en ese tono con gran sencillez y serenidad.
