Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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Sollozó, volvió la cabeza y tocó el timbre.
—Que venga Taras‑dijo cuando acudieron a su llamada.
¿Sigue todavía en tu casa el viejo ese?
—Si; y es un chiquillo en comparación conmigo.
Taras se mostró descontento, pero fue a cumplir las órdenes de María Ivanovna.
Poco después entraron Natalia Nikolaievna y Sonia, produciendo rumor con sus vestidos.
Venían ateridas de frío, pero muy felices. Serioja se había quedado haciendo unas compras.
Permitidme que la contemple‑exclamó María Ivanovna, cogiendo con ambas manos el rostro de Sonia, mientras su cuñada contaba dónde habían estado.
Los dos húsares
(DEDICADO A LA CONDESA M. N. TOLSTOI)
I
A principios del Siglo XIX, cuando no había ferrocarriles, carreteras, alumbrado de gas, velas de estearina, divanes de muelles, ni más muebles que los pintados de laca; cuando no existían los jóvenes desengañados con monóculo, las mujeres filosófico‑liberales ni las damas de las camelias que tanto abundan en nuestros días; en esa época ingenua en que, para ir de Moscú a San Petersburgo se utilizaba un carro o un coche de caballos y se viajaba ocho días con sus respectivas noches por caminos polvorientos o cubiertos de barro, con toda una provisión de platos caseros; cuando en las largas veladas de otoño, familias formadas por veinte o treinta personas se alumbraban con bujías de sebo; cuando se colocaban simétricamente los muebles; en esa época en que nuestros padres no sólo eran jóvenes, por no tener arrugas ni cabellos grises, sino porque estaban dispuestos a suicidarse por una mujer y se precipitaban al extremo opuesto del salón para recoger pañuelitos, que no siempre caían por casualidad; cuando nuestras madres llevaban el talle alto y mangas enormes, y resolvían los problemas familiares echándolos a suerte, y las encantadoras damas de las camelias se ocultaban de la luz del día; en esa ingenua época de las logias masónicas y de los martinistas, en los días de los Miloradovich, de los Davydov y de los Puschkin, en la provinciana ciudad de K*** se celebraba una reunión de propietarios, y tocaban a su fin las elecciones de los mariscales de la nobleza.
—Es igual, aunque sea en la sala –exclamó un joven oficial con gorra de húsar y pelliza, que acababa de apearse de un trineo y había entrado en el mejor hotel de la ciudad de K***.
—Hay una aglomeración enorme, excelencia –explicó el criado, dando ese tratamiento al húsar, porque ya se había enterado por su asistente de que era el conde Turbin—. La propietaria de Afremovo y sus hijas se marcharán esta noche. Así podrá ocupar la habitación once – añadió, mientras conducía a Turbin pasillo adelante, volviendo la cabeza sin cesar.
En la sala, ante una mesita por encima de la cual colgaba un retrato ennegrecido y de cuerpo entero del zar, había varias personas tomando champaña –sin duda eran nobles del lugar—; y en torno a otra, algo retirada, un grupo de comerciantes, con pellizas azules, que estaban de paso en la ciudad.
Después de llamar a Blucher, un enorme perro gris, el conde se quitó la pelliza, cuyo cuello estaba aún cubierto de escarcha, quedándose con una guerrera azul. Ordenó que le sirvieran vodka y, sentándose a la mesa, tomó parte en la conversación de los señores. Todos se sintieron bien predispuestos hacia el recién llegado, por su aspecto franco y agradable; y le ofrecieron una copa de champaña. Turbin apuró la copita de vodka que le habían servido y encargó una botella con objeto de obsequiar a sus nuevos conocidos. Al cabo de un momento, entró el cochero para pedir la propina.
—¡Shashka! Dale una propina –gritó Turbin a su asistente.
El cochero abandonó la sala, acompañado de Sashka; pero no tardó en volver con unos copecks en la mano.
—Padrecito, he hecho todo lo que he podido por servirte. Me prometiste medio rublo éste me da sólo veinticinco copecks.
—¡Sashka! Dale un rublo –gritó Turbin.
El asistente bajó la cabeza y se puso a mirar los pies del cochero.
—Le he dado bastante –replicó, en voz de bajo, al cabo de un rato—. Además, no me queda más dinero.
Turbin sacó de la cartera los dos últimos billetes que le quedaban y entregó uno al cochero. Este le besó la mano y se fue.
—Me ha traído en un vuelo –dijo Turbin—. Son los últimos cinco rublos que me quedan…
—Procede usted como un buen húsar –observó, con una sonrisa, uno de los nobles que, a juzgar por su bigote, su voz y la desenvoltura de sus pies, debía de haber sido militar de caballería—. ¿Se propone permanecer mucho tiempo aquí, conde?
—Tengo que conseguir dinero; a no ser por eso me marcharía en seguida. Además, no tienen habitaciones. ¡Maldita fonda!
—Permítame que le ofrezca mi cuarto. Es el número siete. Si quiere, puede pasar la noche conmigo. Debería quedarse un par de días… Esta noche habrá un baile en casa del mariscal de la nobleza. Me gustaría mucho que asistiera…
—Anímese, conde, y quédese –intervino otro, un joven apuesto—. ¿Qué prisa tiene por marcharse? Estas elecciones no volverán a celebrarse hasta dentro de tres años. Es una ocasión para que conozca a nuestras muchachas.
—Sashka, tráeme ropa limpia; voy a ir a tomar un baño –exclamó Turbin, levantándose—.
Tal vez desde allí vaya a visitar al mariscal. Ya veré.
Luego llamó al camarero y le dijo unas palabras. Este respondió con una sonrisa que «todo depende de las manos que uno tenga», y se fue.
—Entonces, padrecito, mandaré que lleven mi maleta a la habitación –gritó Turbin desde la puerta.
—Sí, sí. Esto me honrará mucho –replicó el de caballería, precipitándose en pos de él—. No olvide que es el número siete.
Cuando se dejaron de oír los pasos de Turbin, el de caballería volvió a su sitio. Se sentó junto a un funcionario y lo miró con ojos risueños, exclamando:
—¡Pero si es él!
—¿Quién?
—El del duelo, el célebre Turbin. Ha debido de reconocerme. Me apuesto cualquier cosa a que me ha reconocido. Hemos pasado tres semanas juntos, divirtiéndonos de lo lindo en Lebedián. Fue en la época en que estuve en la remonta. Allí armamos una buena entre los dos:
por eso ha fingido no conocerme. Es un buen mozo, ¿verdad?
—¡Ya lo creo! ¡Y muy simpático! –replicó el joven apuesto—. En seguida nos hemos hecho amigos… No debe de tener más de veinticinco años, ¿verdad?
