Narrativa Breve

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Narrativa Breve
Название: Narrativa Breve
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Narrativa Breve - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.

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¡Zavalshevsky, vamos a casa del marisca!

Ambos salieron de la habitación. Todos guardaron silencio y Lujnov no empezó a tallar hasta que hubieron dejado de oírse sus pasos y el rumor de las patas de Blucher en el pasillo.

—¡Qué cabezota! –exclamó el terrateniente, echándose a reír.

—Bueno, ahora no nos va a molestar ya –susurró, apresuradamente, el oficial de guarnición.

Y el juego prosiguió.

IV

Los músicos, siervos del mariscal, se hallaban en el comedor, dispuesto para el baile. Al recibir la señal convenida, empezaron a tocar la antigua pieza polaca Alejandro e Isabel; y, a la clara luz de las velas de cera, desfilaron por el parquet de la gran sala el gobernador general, que ostentaba una estrella, dando el brazo a la esposa del mariscal; éste con la gobernadora, etcétera. Todas las autoridades de la provincia habían formado parejas, unos con las mujeres de otros. En aquel momento entró Zavalshevsky con su frac azul de enorme cuello –dejaba a su paso una estela de perfume de jazmín con el que se había aromado el bigote, las solapas y el pañuelo—, acompañado del apuesto húsar, que llevaba pantalón azul claro, muy ceñido, y guerrera bordada en oro, en la que lucían la cruz de San Vladimiro y una medalla del año 1812. Sin ser alto, Turbin estaba muy bien constituido. Sus brillantes ojos azules y sus rizados cabellos, de un rubio oscuro, imprimían un carácter interesante a su belleza.

En el baile esperaban al conde, porque el joven apuesto con quien se encontrara en la sala del hotel había anunciado su visita al mariscal. La impresión que causó esta noticia no fue demasiado agradable. «A lo mejor nos pone en ridículo este chiquillo», se dijeron las viejas y los hombres. «Tal vez nos rapte», pensaron las mujeres jóvenes y las muchachas.

En cuanto terminó la pieza polaca y, tras de saludarse mutuamente, las parejas se separaron, reuniéndose de nuevo las mujeres con las mujeres y los hombres con los hombres.

Zavalshevsky presentó al conde a la dueña de la casa. Temiendo que el húsar hiciera algo inconveniente en presencia de todos, la mujer del mariscal se volvió con gesto despectivo, diciendo:

—Me alegro mucho de conocerlo; espero que bailará a gusto.

Y lo miró con una expresión de desconfianza que parecía significar: «Si ofendes a una mujer, es que eres un verdadero canalla.»

Pero el conde no tardó en vencer esa prevención, gracias a su amabilidad, su condescendencia y su agradable aspecto. Al cabo de cinco minutos, la expresión de la mujer del mariscal parecía decir a los circunstantes: «Sé perfectamente cómo hay que proceder con estos caballeros. Este ha comprendido al punto con quién con quién trata. Se pasará la velada entera prodigándose amabilidades.» El gobernador de la provincia, que había conocido al padre de Turbin, se acercó a éste y lo llevó aparte, para charlar un rato. Esto tranquilizó por completo aquella sociedad provinciana, elevando en su opinión al conde. Zavalshevsky le presentó a su hermana, una viudita joven y gruesa que, desde el momento en que llegara Turbin, no le quitó de encima sus grandes ojos negros. Turbin la invitó a bailar un vals. Su arte en el baile venció definitivamente la prevención general.

—¡Es un verdadero maestro! –exclamó una propietaria gruesa, siguiendo con la vista las piernas de Turbin, enfundadas en el pantalón azul, mientras contaba mentalmente: «Uno, dos, tres; uno, dos, tres…» —. ¡Un verdadero maestro!

—¡Qué bien baila! –comentó una señora de fuera, a la que consideraban poco distinguida en la sociedad provinciana—. ¿Cómo no se enganchará con las espuelas? ¡Es sorprendente!

¡Qué habilidad!

El conde eclipsó a los tres mejores bailarines de la provincia; al rubio ayudante del gobernador, que se destacaba por bailar muy de prisa y porque sujetaba a la dama cerca de sí;

a un militar de caballería, célebre porque se balanceaba de un modo gracioso al bailar el vals y porque daba ligeros golpecitos con el tacón, y a otro caballero del que se decía que no era muy inteligente; pero, en cambio, un perfecto bailarín, el «alma» de todos los bailes. En efecto, este caballero invitaba, desde el principio hasta el fin de la velada, a todas las damas por el orden en que estaban sentadas. No dejaba de bailar un momento; sólo se detenía de cuando en cuando, para enjugarse el rostro con un pañuelo de batista.

Turbin había eclipsado a todos y había invitado a bailar a las tres damas más importantes;

a la alta, una mujer rica, bella y estúpida; a la mediana, una joven delgada, no demasiado bella, pero muy elegante; y a la bajita, que era fea e inteligente. También bailó con otras damas con todas las guapas que eran numerosas.

Pero la que más le gustó fue la viudita, la hermana de Zavalshevsky. Bailó con ella una mazurca, una escocesa y una cuadrilla. Cuando se sentaron, le dijo una serie de cumplidos; la comparó a Venus, a Diana, a una rosa y a otra flor. La viudita se limitaba a curvar su blanco cuello y, bajando los ojos, ora se miraba el vestido blanco de gasa, ora cambiaba el abanico de una mano a otra. Y decía: «Basta, conde, no bromee.» Su voz, ligeramente gutural, sonaba con tal ingenuidad que uno pensaría verdaderamente que no era una mujer, sino una flor silvestre, pomposa, sin perfume, blanca y rosada, que hubiese surgido en una montaña de nieve virginal, en alguna tierra lejana.

Era tan extraña la impresión que producía al conde esa mezcla de ingenuidad y de ausencia de convencionalismos en la belleza de la viudita que, varias veces, al contemplar sus ojos y las bellas líneas de sus brazos y su cuello, sintió grandes deseos de abrazarla y de cubrirla de besos; y tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse. La viudita estaba satisfecha de la impresión que había producido. Pero había algo especial en el trato que le dispensaba el conde que le dio miedo y la llenó de inquietud, a pesar de que él no podía ser más respetuoso.

Su amabilidad hasta parecía afectada para las ideas que se tienen ahora. Se apresuraba a traerle refrescos, recogía su pañuelito y una vez incluso arrebató una silla de manos de un joven propietario escrofuloso, que había querido servir a la dama, con el objeto de dársela más de prisa.

Pero, al darse cuenta de que la amabilidad mundana de aquella época no producía gran efecto en su dama, el húsar procuró hacerle reír contándole cosas divertidas. Le aseguró que, si se lo ordenaba, se pondría de cabeza, cantaría o se tiraría a un agujero hecho en un río helado. Y esto tuvo buen éxito. Animada, la viudita se echó a reír a carcajadas, mostrando sus magníficos dientes blancos. Estaba muy satisfecha de su caballero. Ella, por su parte, gustaba más por momentos a Turbin; y, hacia el final de la cuadrilla, él estaba sinceramente enamorado.

Cuando se acercó a la hermana de Zavelshevsky su antiguo adorador, el hijo del propietario más rico de la provincia, el joven escrofuloso de dieciocho años a quien Turbin arrebatara la silla, ella lo acogió fríamente y no mostró ni la décima parte de la turbación que mostrara al hablar con el conde.

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