Narrativa Breve
Narrativa Breve читать книгу онлайн
Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
pero en eso, el oficial de caballería se presentó en su habitación para trabar conocimiento con él. Aquella misma noche, sin ningún mal pensamiento, el oficial de caballería presentó a Iln a Lujnov y a otros jugadores. Desde ese momento, el ulano había empezado a jugar y no sólo no fue a visitar al propietario, sino que permaneció cuatro días en su habitación, sin salir para nada.
Una vez vestido y después de haber tomado té, se acercó a la ventana. Y sintió deseos de dar un paseo para ahuyentar sus penosos recuerdos. Se puso el capote y salió a la calle. El sol se había ocultado ya tras de los edificios blancos de rojos tejados. Empezaba a oscurecer. El tiempo era suave. Caían copos de nieve húmeda en la calle cubierta de barro. De pronto, Ilin experimentó una gran tristeza por haberse pasado durmiendo todo aquel día, que ya tocaba a su fin.
«Nunca volverá ese día que acaba de transcurrir», se dijo. «He echado a perder mi juventud», pensó de pronto; pero no fue porque lo creyera en realidad, sino porque le había acudido esta frase a la mente.
“¿Qué hacer ahora? Tendré que pedir dinero prestado a alguien y marcharme.» Una señora pasó por la acera junto a él. «Qué mujer más tonta», se dijo, sin saber por qué. «No tengo a quien pedir prestado ese dinero. He echado a perder mi juventud.» Llegó al mercado.
Un comerciante, con pelliza de piel de zorro, estaba junto a su tienda haciendo el artículo de sus mercancías. «Si no hubiese retirado aquel ocho, habría vuelto a ganar lo que perdí.» Una mendiga viejecita lo siguió gimoteando. «No tengo a quien pedir dinero», volvió a decirse Ilin. Pasó un coche con un señor que llevaba pelliza de piel de oso; más allá, vio a un guardia.
«Si pudiera hacer algo extraordinario. ¿Disparar sobre ellos? No; eso sería aburrido. He echado a perder mi juventud. ¡Qué colleras tan bonitas han puesto ahí! ¡Qué bien me vendría ahora una troika! Voy a volver al hotel. Lujnov no tardará en venir y nos pondremos a jugar.»
Cuando estuvo de vuelta, echó la cuenta de nuevo. No; no se había equivocado. Faltaban dos mil quinientos rublos del dinero del Tesoro. «Pondré veinticinco rublos en la primera… y así hasta siete veces; luego, quince, treinta, sesenta… hasta llegar a tres mil. Compraré esas colleras y me marcharé. Pero no me dejará ese bandido… He echado a perder mi juventud.»
Tales eran los pensamientos del ulano cuando Lujnov entró en su cuarto.
—¿Hace mucho que se ha levantado, Mijail Vasilievich? –le preguntó, mientras se quitaba los lentes de oro de su fina nariz y se ponía a limpiarlos con un pañuelo de seda rojo.
—No; acabo de levantarme. He dormido muy bien.
—Acaba de llegar un húsar. Se ha hospedado en la habitación de Zavalshevsky… ¿Ha oído hablar de él?
—No… ¿no ha llegado ninguno todavía?
—Creo que han ido a ver a Priajin. No tardarán en volver.
En efecto, en breve entraron en el cuarto un oficial de guarnición que acompañaba siempre a Lujnov, un comerciante de procedencia griega –tenía una enorme nariz aguileña, el color cetrino, los ojos negros y muy hundidos— y un hombre grueso y fofo, un terrateniente y fabricante de vodka, que se pasaba las noches enteras jugando. Todos querían empezar a jugar cuanto antes; pero ninguno mencionó el juego y el que menos Lujnov, que se puso a hablar tranquilamente del bandidaje de Moscú.
—Es inconcebible que, nada menos que en Moscú en la capital, deambulen por las noches bandidos disfrazados de diablos armados de garrotes para asustar al estúpido populacho y robar a los viajeros. Me interesaría saber qué es lo que hace la Policía.
El ulano había escuchado con atención esos comentarios pero, sin esperar su final, se puso en pie y ordenó en voz baja que trajeran las cartas. El propietario grueso fue el primero en manifestar su deseo.
—Señores ¿a qué perder un tiempo precioso? ¡Manos a la obra! ¡Manos a la obra!
—Ayer reunió usted una buena cantidad, de medio en medio rublo. Por eso está deseando jugar –comentó el griego.
—Tiene razón, es hora de que empecemos –convino el oficial de guarnición.
Ilin miró a Lujnov. Tenía los ojos clavados en él y continuaba hablando de los bandidos disfrazados de demonios.
—¿Quiere empezar a tallar? –le preguntó el ulano.
—¿No es demasiado pronto?
—¡Bielov! –llamó Ilin, quien, sin saber por qué, se había puesto colorado—. Sírvame la comida… Aún no he probado absolutamente nada, señores… Trae champaña y prepara las cartas.
En aquel momento entraron el conde Turbin y Zavalshevsky. Casualmente, Ilin y el conde pertenecían a la misma división. Inmediatamente, se hicieron amigos, brindaron con champaña y, al cabo de cinco minutos, se tuteaban ya. Sin duda, Ilin había resultado muy simpático al conde. Sin cesar, lo miraba risueño y le gastaba bromas.
—¡Qué gallardo es este ulano! ¡Vaya bigotazos! ¡Vaya bigotazos!
Ilin tenía tan sólo un ligero bozo blanco por encima del labio superior.
—¿Se disponía a jugar? ¿Verdad? –preguntó Turbin—. Quisiera que ganases, Ilin. Supongo que eres todo un maestro en el juego –añadió, sonriendo.
—Sí; nos estamos preparando –contestó Lujnov, mientras rompía una docena de cartas—. ¿Y usted no juega, conde?
—No; hoy no. Si jugara, les ganaría a todos. Cuando me pongo, hago saltar cualquier banca. No tengo dinero para jugar. He perdido todo en la estación de Volochok. Me encontré allí con un oficial de infantería, un individuo con muchas sortijas. Debía de ser un estafador.
Y me ha despojado por completo.
—¿Estuviste mucho tiempo allí? –preguntó Ilin.
—Veintidós horas. En mi vida podré olvidar esa maldita estación. Tampoco me olvidará el maestro de postas, te lo aseguro.
—¿Por qué?
—Cuando llegué, el maestro de postas se apresuró a salirme al encuentro. ¡Tenía una cara de bribón! Me dijo que no tenía caballos. He de advertirte que tengo una costumbre establecida: si en una estación de postas me dicen que no hay caballos, entro en la casa con la pelliza puesta y ordeno que abran las ventanas y las puertas so pretexto de que hay tufo. Así lo hice esta vez también. Supongo que recuerdas las heladas que hubo el mes pasado, ha llegado a hacer hasta veinte grados bajo cero. El maestro de postas empezó con disculpas y yo le di un puñetazo en plena boca. En esto, una vieja y unas mujeres con niños armaron un gran alboroto y recogieron sus bultos, dispuestas a echar a correr… Me acerqué a la puerta y dije al maestro de postas: «Si me das caballos, me marcharé en seguida; pero como no me los des, no dejaré salir a nadie, y todos se helarán!»
—¡Muy bien! Eso es lo que se suele hacer para que se hielen las cucarachas –exclamó el terrateniente, echándose a reír.
