Narrativa Breve

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Narrativa Breve
Название: Narrativa Breve
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Narrativa Breve - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.

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Y se dirigió hacia la sala.

La noticia había cundido y volvía a él de nuevo. Ya no había nada que hacer en el club.

Pajtin se fue a una velada. No se trataba de una gran fiesta, sino de una simple velada que daban en un salón en el que se recibía a diario. Había ocho damas y un viejo coronel. Todos se aburrían muchísimo. Los andares resueltos y el rostro risueño de Pajtin alegraron a las señoras y señoritas. La noticia que traía fue muy oportuna, porque en el salón se hallaba la anciana condesa de Fuchs con su hija. Cuando Paviel Ivanovich relató casi palabra por palabra todo lo que había oído en la sala de los inteligentes, madame Fuchs movió la cabeza recordando cómo frecuentaba la sociedad en compañía de Natalia Krinskaya, la mujer de Labazov.

—Su boda fue una historia muy romántica que sucedió ante mis ojos. Natasha era ya casi la prometida de Miatlin, que murió después de un duelo con Diobra. Por aquella época llegó a Moscú el príncipe Labazov, se enamoró de ella y pidió su mano. Pero Krinsky se opuso porque quería casar a su hija con Miatlin, ya que a Labazov se le tenía por masón. El joven siguió viendo a Natasha en bailes y reuniones, trabó amistad con Miatlin y le pidió que renunciara. Este accedió y Labazov suplicó a la muchacha que huyera con él. Aunque Natasha se había mostrado conforme, en el último instante se arrepintió. Fue a ver a su padre. Le dijo que había dispuesto todo para huir, que hubiera podido abandonarle, pero que lo hacía confiando en su magnanimidad (esta conversación tuvo lugar en francés). Krinsky la perdonó y acabó dándole su consentimiento. De esta forma se arregló la boda y fue de lo más alegre…

¿Quién iba a pensar que al cabo de un año Natasha seguiría a Labazov a Siberia? Era hija única y la muchacha más rica y más bella de aquella época. El emperador había reparado en ella en las fiestas y la había sacado a bailar más de una vez. Recuerdo como si fuese ayer un bal costumé en casa del conde G***, ella iba de napolitana. ¡Estaba preciosa! Desde entonces, siempre que el conde venía a Moscú, preguntaba : «Que fait la belle Napolitaine?» Pues bien :

de la noche a la mañana, esa mujer que estaba en estado (dio a luz durante el viaje), sin vacilar un solo instante, sin haber preparado nada, tal y como se encontraba cuando lo detuvieron, siguió a su marido en un viaje de cinco mil verstas.

—¡Es una mujer extraordinaria! —exclamó la dueña de la casa.

—Tanto él como ella eran personas excepcionales‑dijo otra dama—. Me han asegurado, no sé si será verdad, que en Siberia, cuando trabajaban en las minas los forzados que estaban con ellos, se redimían.

—Pero si ella no ha trabajado nunca en las minas‑intervino Pajtin.

He aquí lo que representaba el año 56. Tres años atrás, nadie pensaba en los Labazov. Si alguien se acordaba de ellos, era con ese inconsciente temor con que se recuerda a las personas que acaban de morir. Ahora, en cambio, todos se jactaban de las relaciones que tuvieron con esa familia y comentaban sus magníficas cualidades. Las señoras ideaban la manera de monopolizarla para que sus invitados disfrutaran de su presencia en el salón.

—Los hijos han venido con ellos —dijo Pajtin.

—Si son tan guapos como la madre… —comentó la condesa Fuchs—. A decir verdad, Labazov era muy apuesto también.

—¿Cómo habrán podido educar allí a sus hijos? —exclamó la dueña de la casa.

—Dicen que muy bien. Parece que el joven es tan culto y tan cortés como si se hubiese educado en París.

—Auguro grandes éxitos a esa muchacha‑dijo una joven poco agraciada—. Todas las mujeres que vienen de Siberia son triviales, pero suelen gustar mucho.

—Es verdad‑asintió otra.

—Otra muchacha rica casadera‑comentó una tercera.

El viejo coronel era de origen alemán ; había llegado a Moscú tres años atrás con intención de casarse con una mujer rica. Decidió, pues, presentarse cuanto antes en casa de los Labazov, mientras los jóvenes ignoraban su llegada, y pedir la mano de la hija. Las señoritas y sus mamás pensaron que el joven siberiano era un buen partido. «Este debe de ser el que me reservaba el Destino», se dijo una muchacha que frecuentaba en vano la sociedad desde hacía ocho años. «Ha sido para mejor que aquel estúpido oficial de la Guardia no me haya pedido.

Probablemente, hubiera sido desgraciada con él.» «Todas se pondrán amarillas de envidia cuando también este se enamore de mí», pensó una damita bella y joven.

Se habla del provincialismo de las pequeñas ciudades, pero no existe peor provincialismo que el de la alta sociedad. En las provincias no hay personas nuevas, pero los provincianos estan dispuestos a admitir a todas las que vengan ; en la alta sociedad, en cambio, es muy raro que se admita a alguien, como se había hecho con los Labazov. En el caso de hacerlo, tales personas producen mayor sensación que las de las ciudades de provincia.

III —¡Moscú! ¡Moscú! La madrecita de blancas piedras‑exclamó Piotr Ivanovich, a la mañana siguiente, mientras se frotaba los ojos y escuchaba el repique de las campanas del callejón Gazetnyi.

Nada hay que resucite el pasado con tanta intensidad como los sonidos. El repiqueteo de las campanas unido a la vista del blanco muro que se divisaba desde la ventana, así como el ruido de los coches, recordaron a Labazov, no solo el Moscú en que viviera treinta y cinco años atrás, sino también el del Kremlin, el de las cárceles, etc., que llevaba clavado en el corazón. Experimentó una alegría pueril por el hecho de ser ruso y por encontrarse en aquella ciudad.

Su batín, desabrochado, que dejaba al descubierto la camisa de percal, la boquilla de ámbar, el lacayo con sus ademanes reposados, el té, el olor a tabaco, los besos y las voces de sus hijos hicieron que el decembrista se sintiera como en su casa, lo mismo que cuando estuviera en Irkutsk, y lo mismo que hubiera estado en Nueva York o en París. Me gustaría presentar a mis lectores al héroe decembrista por encima de las flaquezas humanas, pero debo reconocer en honor a la verdad que Piotr Ivanovich se afeitó, se peinó y se contempló en el espejo con especial cuidado. El traje que le habían hecho en Siberia no era de su agrado; se abrochó y desabrochó la levita un par de veces para ver cómo quedaba mejor. Natalia Nikolaievna entró en el salón produciendo un ligero rumor con su vestido negro de muaré.

Llevaba unas mangas muy llamativas y unos lacitos en la cofia que estaban lejos de ser la última moda. Pero en ella resultaban muy graciosos y no solo no eran ridicules, sino hasta distingués. Para esta clase de cosas las mujeres tienen un incomparable sexto sentido.

Aunque la ropa de Sonia era de hacía dos años, no se le hubiera podido reprochar nada tampoco. El vestido de la madre era oscuro y sencillo ; el de la hija, claro y alegre. Serioja se despertó muy tarde, de manera que fueron a misa sin él.

Los padres se sentaron en el fondo de un coche de alquiler ; la hija, enfrente de ellos ;

Vasili, en el pescante, y se dirigieron al Kremlin. Al apearse del coche, las damas se arreglaron los vestidos ; Piotr Ivanovich tomó del brazo a su mujer, y con la cabeza erguida, se dirigió hacia la puerta de la iglesia. La gente se preguntaba quiénes podían ser aquellos señores. ¿Quién era ese viejecito curtido por el sol? Tenía profundas arrugas de trabajador, unas arrugas que no se adquieren en el club inglés ; sus cabellos y su barba eran blancos como la nieve, su mirada altiva, aunque bondadosa, y sus movimientos enérgicos. ¿Quién era aquella dama alta, de majestuosos andares y de grandes ojos apagados? ¿Quién aquella muchacha lozana, esbelta, que no vestía a la moda ni se mostraba tímida?

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