Narrativa Breve

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Narrativa Breve
Название: Narrativa Breve
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Narrativa Breve - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.

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tan pronto, por detrás y penetra por todas las rendijas del trineo. Incesantemente, se oye el ruido de los cascos de los caballos, el de los trineos y el tintineo de los cascabeles, que se extingue cuando pasamos por sitios donde la nieve alcanza gran altura. De cuando en cuando, si el viento viene de frente y nos deslizamos por una llanura helada, sin nieve, se perciben distintamente los enérgicos silbidos de Ignashka y el sonido vibrante de los cascabeles con la quinta trémula. Al principio, estos sonidos rompen el triste carácter de la estepa; pero, al cabo de un rato, resultan monótonos, y se repite con una precisión insoportable la melodía que, involuntariamente, espero oír. Uno de mis pies empieza a helarse. Cuando me muevo tara taparme mejor, la nieve de mi gorro y la del cuello de mi pelliza se me deslizan por el escote, y me obligan a estremecerme. Sin embargo, como estoy bien arrebujado, me encuentro a gusto y el sueño me vence.

VI

Los recuerdos se suceden con rapidez creciente en mi imaginación.

“¿Cómo será el mujik que grita sin cesar dando consejos desde el segundo trineo?

Probablemente es pelirrojo, robusto y de piernas cortas. Debe de parecerse a Fiodor Filipovich, nuestro viejo mozo de comedor», pienso. Entonces, se me representa la escalera de nuestra gran casa; cinco criados avanzan pesadamente sobre unas bayetas, arrastrando un piano que han traído del pabellón; Fiodor Filipovich, con las mangas de la librea remangadas y un pedal en la mano, corre delante de ellos, abriendo puertas, arreglando aquí, empujando allá, pasando entre las piernas de los hombres y molestando a todos. Grita con tono preocupado:

—¡Eh, vosotros, los de delante, cargadlo sobre la espalda! ¡Así! Con la cola hacia arriba…

¡Más, más arriba! Entrad por la puerta ahora, esto es… así…

—Perdone, Fiodor Filipovich; pero estoy solo de este lado y no puedo… — objeta tímidamente el jardinero.

Lo han aprisionado contra la barandilla de la escalera; está sofocado por el esfuerzo que hace para sostener el extremo del piano. Y Fiodor Filipovich sigue afanándose.

“¿Qué significa eso? –me preguntaba—. Se imagina ser útil e indispensable o, sencillamente, ¿está satisfecho porque Dios le ha concedido esa elocuencia que despilfarra sin más ni más? Probablemente es esto último.»

Luego, sin saber por qué, veo el estanque. Con el agua hasta las rodillas, los criados arrastran la red y Fiodor Filipovich, con una regadera en la mano, corretea por la orilla, dando instrucciones. A ratos, sujeta los dorados pececillos, suelta el agua turbia y echa agua clara.

Es un mediodía del mes de julio. Camino por un prado, que acaban de segar, bajo los ardientes rayos del sol. Soy muy joven. Tengo la sensación de que falta algo, de que deseo algo. Voy al estanque, a mi lugar preferido. Está entre unos rosales silvestres y un paseo de álamos blancos. Me echo a dormir. Recuerdo la sensación que me embargó mientras permanecí mirando a través de los tallos rojizos, cubiertos de pinchos de los rosales, la tierra negra y reseca, y el estanque de un azul intenso, que semejaba un espejo. Sentí una satisfacción ingenua mezclada de tristeza. Todo en torno mío era bello e influía sobre mí de tal modo que me consideré bueno y me molestó que nadie me admirase. Hacía calor. Procuré dormir para consolarme; pero las insoportables moscas no me dejaron en paz, ni siquiera en ese lugar. Reunidas en torno mío, daban saltitos sobre mi frente y mis manos. A la hora de más calor, una abeja zumbó cerca de mí y varias mariposas de alas amarillas revolotearon de una brizna de hierba a otra. Miré hacia arriba. El sol me hirió en los ojos. Eran demasiado resplandecientes los rayos que se filtraban a través de las rizosas ramas del abedul que se mecía suavemente en lo alto, por encima de mi cabeza. Me cubrí el rostro con un pañuelo.

Hacía un calor sofocante. Tuve la sensación de que las moscas se me quedaban pegadas en las sudorosas manos. Había una infinidad de gorriones entre los rosales. Uno de ellos saltó al suelo, a un arshin de distancia de mí, picoteó la tierra y voló, lanzando un alegre trino. Otro hizo lo mismo; y, tras de levantar la colita, siguió a su compañero, raudo como una flecha.

Desde el estanque se oyó golpear ropa mojada con palas de madera. También se percibieron las risas y las zambullidas de los bañistas. Una ráfaga de viento rumoreó entre las copas de los árboles, agitó las hojas de los rosales y, llegando hasta mí, levantó un extremo del pañuelo con que me había cubierto la sudorosa cara y me hizo cosquillas. Una mosca que se había deslizado bajo el pañuelo, se debatió asustada junto a mi boca. Sentí que una rama seca se me incrustaba en la espalda. No podía seguir acostado; tenía que ir a bañarme. De pronto, se oyeron unos pasos apresurados y una vez femenina asustada:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Será posible que no se encuentre un hombre?

—¿Qué pasa? –pregunto, saliendo al encuentro de la mujer que se lamenta.

Esta se limita a volver la cabeza; hace un gesto y sigue corriendo. Luego, aparece Matriona. Es una anciana de ciento cinco años. Se sujeta el pañuelo de la cabeza con una mano y avanza a saltitos, arrastrando uno de sus pies enfundados en medias de lana. Se dirige hacia el estanque. Dos niñas corren de la mano y un chiquillo, como de diez años, que lleva una levita de adulto, probablemente de su padre, apenas si puede seguirlas.

—¿Qué ha ocurrido? –pregunto.

—Se ha ahogado un mujik.

—¿Dónde?

—En el estanque.

—¿Un mujik de los nuestros?

—No; uno que pasaba por aquí.

El cochero Iván camina presuroso por la hierba recién segada, haciendo crujir sus botazas, seguido del grueso administrador Yakov, que está sin aliento. Van hacia al estanque y yo los sigo.

Recuerdo que una voz interior me decía: «Arrójate al agua para salvar al mujik y todos se sorprenderán de tu proceder.» Eso es precisamente lo que deseo.

—¿Dónde está? ¿Dónde? –pregunto a un grupo de criados que se han reunido en la orilla.

—Allá, al fondo, junto a la otra ribera, cerca de la caseta de baños –dice la lavandera, mientras recoge la ropa mojada.

Veo al mujik que tan pronto aparece en la superficie como desaparece. Una de las veces, al resurgir, grita: “¡Padrecitos, me ahogo!» Y se va al fondo. Ya no se distingue más que una serie de burbujas. Entonces comprendo que se está ahogando y vocifero: “¡Padrecitos, este mujik se ahoga!»

Tras de echarse al hombro el hatillo de ropa mojada, la lavandera se aleja por el sendero, moviendo las caderas.

—¡Qué fastidio! –exclama Yakov Ivanovich, el administrador, con desesperación—.

¡Cuántas molestias vamos a tener con el Juzgado!

Un mujik se abre paso entre las mujeres agolpadas en la otra orilla. Y, después de colgar en la rama de un sauce la guadaña que trae en la mano, empieza a descalzarse lentamente.

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