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El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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El príncipe, en efecto, estaba muy pálido. Parecía muy a disgusto y, sin embargo, había momentos en que un éxtasis inefable e incomprensible se adueñaba de su alma. ¡Cómo temía mirar cierto rincón desde donde le contemplaban los ojos negros, tan conocidos! A la vez se sentía feliz de encontrarse en medio de aquella familia y oír aquella voz, pese a lo que se le escribiera. ¿Qué se le ocurriría a Aglaya decirle ahora? En cuanto a él, atento a las ocurrencias de Eugenio Pavlovich, no había proferido una sola palabra. Pocas veces había parecido Radomsky más satisfecho y elocuente que aquella tarde. Michkin le escuchaba, es cierto, pero pasó bastante tiempo antes de que entendiese lo que el joven decía. Toda la familia estaba presente, excepto el general, que no había vuelto aún de San Petersburgo. El príncipe Ch. se hallaba también en la casa. Sin duda la reunión se proponía ir a oír música antes del té. A poco, surgió Kolia en la terraza. «De modo que continúan recibiéndole», se dijo Michkin.

La casa de los Epanchin era una hermosa villa con aspecto de chalet suizo. Se veían flores y verdor por doquier. Un jardín, pequeño pero bien cuidado, rodeaba el edificio. Como en casa del príncipe, todos estaban sentados en la terraza, que era mayor y ofrecía una perspectiva más bella.

Al llegar Michkin, la conversación versaba sobre un tema que parecía desagradar a algunos. Notábase que acababa de tener lugar una viva discusión. Todos hubiesen preferido hablar de otra cosa, pero Eugenio Pavlovich, en su vehemencia, no lo advertía. Y aún se animó más cuando apareció Michkin. Lisaveta Prokofievna arrugó el entrecejo, si bien aún no sabía de qué se trataba. Aglaya, algo aparte, no se retiró. Escuchaba, encerrándose en un obstinado silencio.

—Dispénseme —declaró con calor Radomsky— pero no he dicho nada contra el liberalismo en general. Yo sólo ataco al liberalismo ruso, y si lo ataco, es porque el liberal ruso no es un liberal ruso, sino un liberal antirruso. Muéstrenme un liberal ruso y le abrazaré ante todos ustedes.

—Si él se deja abrazar —dijo Alejandra, muy excitada, como lo daba a entender el vivo color de sus mejillas.

«Una mujer tan flemática, que no hace más que comer y dormir, que no se altera por nada, se ha excitado con esto. ¡Es incomprensible!», pensó la generala.

Michkin creyó notar que el tono de Radomsky distaba de agradar a Alejandra Ivanovna. Ésta creía que el joven trataba demasiado a la ligera un tema serio, ya que, a pesar del fuego que ponía en sus palabras, tenía verdaderamente el talante de bromear.

—Yo sostenía hace un momento, cuando ha entrado usted, príncipe —dijo Eugenio Pavlovich—, que en Rusia los liberales se han reclutado hasta ahora exclusivamente entre los propietarios de siervos y las familias de popes. Lo mismo pasa con los socialistas. Y como las dos castas citadas son cosas al margen de la nación, y cada vez más independientes de ella, resulta que cuanto hacen es siempre no-nacional.

—Así que los progresos obtenidos en Rusia son antirusos? —protestó Ch.

—Son no-nacionales. Rusos, pero no nacionales. Nuestros liberales no son rusos, ni nuestros conservadores tampoco. Y pueden estar seguros de que la nación no aceptará nunca lo que hagan los señores territoriales ni los estudiantes de seminario.

—¡Es demasiado! ¿Cómo puedes sostener esa paradoja y hacer afirmaciones contra los propietarios rusos? ¡Si tú mismo lo eres! —objetó con energía el príncipe Ch.

—No hablo de los propietarios rusos en el sentido en que tú lo tomas. Esa clase es muy respetable, tanto más cuanto que ha dejado de ser casta y, sobre todo, dado que yo pertenezco a ella...

—¿Así que cree usted que tampoco la literatura rusa es nacional? —dijo Alejandra.

—No soy autoridad en literatura; pero aun así creo que la literatura rusa no es nacional, exceptuando acaso a Gogol, Lomonosov y Puchkin.

—No está mal. Sólo que uno de ellos era un campesino y los otros dos propietarios —dijo Alejandra, riendo.

—Cierto, pero no cante victoria. Pues que ésos, entre todos los escritores rusos, han sido quienes han dicho algo propio, no tomado de ajenos, son, por ese solo hecho, nacionales. Cualquier ruso que hable o escriba cosas que se le ocurran espontáneamente, sin tomarlas o plagiarlas de los demás, es inevitablemente nacional, aunque no se exprese en buen ruso. Esto me parece un axioma. Pero antes no hablábamos de Literatura, sino de los liberales y socialistas rusos, y yo decía que no hay un solo socialista ruso, ya que todos son propietarios de siervos o gentes de formación seminarística. Todos los socialistas confesados, en Rusia y fuera de ella, no son más que liberales procedentes de la nobleza territorial de la época de la servidumbre. ¿Por qué se ríen? Muéstrenme sus libros, teorías y tratados y, aunque no soy un crítico literario, les haré la crítica literaria más acabadamente demostratoria de que cada página de sus libros, libelos y memorias, ha sido escrita por un propietario ruso al antiguo estilo. Sus iras, sus protestas, su humorismo, son típicas de los de su clase y anteriores a la época de Famusov. Sus arrebatos, sus lágrimas, sus éxtasis pueden ser auténticos; pero son lágrimas, arrebatos y éxtasis de gran propietario rural o de seminarista. ¿Se ríen otra vez? ¿También usted, príncipe? ¿No está de acuerdo conmigo?

En realidad las palabras de Radomsky habían provocado la hilaridad general. El mismo Michkin sonreía.

—No puedo decirle si soy de su opinión o no —declaró el príncipe, dejando de sonreír. Su azorada fisonomía parecía la de un colegial sorprendido en falta—. Pero le aseguro que le escucho con vivo placer.

Hablaba con ahogada voz. Un frío sudor perlaba su frente. Era la primera vez que despegaba los labios desde su llegada. Quiso mirar en torno, pero no se atrevió. Eugenio Pavlovich, notándolo, esbozó una sonrisa.

—Voy a citarles un hecho, señores —continuó Radomsky con aquella mezcla de acaloramiento y expresión risueña que siempre hacían presumir irónicas sus palabras, por sinceras que pareciesen—. Un hecho cuyo descubrimiento tengo el honor de reivindicar para mí. A menos nadie, que yo sepa, lo ha descubierto antes. En él se revela todo el fondo del liberalismo ruso a que me refiero. ¿Qué es, hablando en general, el liberalismo sino un ataque (que tenga razón o no es cosa distinta) al orden de cosas establecido? Es eso, ¿no? Pues el descubrimiento realizado por mí consiste en que el liberalismo ruso no es un ataque al estado de cosas existentes, sino a las cosas mismas, es decir, al país. El liberal que yo considero es un ser que odia a Rusia, que maltrata, pues, a su madre... Toda desgracia de Rusia le embriaga de júbilo. Odia las costumbres nacionales, la historia rusa, todo... Su excusa, si alguna tiene, es que no sabe lo que hace y que su aversión a Rusia le parece la más profunda muestra de liberalismo. Aquí encontrarán ustedes con frecuencia liberales a quienes aplauden los reaccionarios y que son, sin saberlo, los conservadores más absurdos, obtusos y peligrosos de todos. Algunos de nuestros liberales confundían hasta hace poco el odio a Rusia con el verdadero amor a la patria y se jactaban de comprender ese sentimiento mejor que los demás. Pero ahora son más francos, la mera palabra «patriotismo» los avergüenza, y rechazan el concepto como molesto y despreciable. Trátase de un fenómeno de que ninguna época ni país ha proporcionado ejemplo. ¿Cómo se produce entre nosotros? Por la razón que he dado antes: la de que el liberal ruso es un liberal no-ruso. A mi juicio no hay otra explicación.

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