El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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—¿Qué esperanzas?
—Me sería difícil explicarlas; pero no eran las que usted puede suponer. Yo esperaba... En una palabra, yo forjaba sueños de porvenir y de dicha; esperando que acaso alguna vez llegase a no ser un extraño allí donde vivía. Sentíame repentinamente satisfecho de estar en mi país. Una mañana de sol, tomé la pluma y escribí la carta. ¿Por qué a Aglaya Ivanovna? No lo sé... A veces siente uno la necesidad de saberse querido, y tal vez atravesara yo uno de esos momentos —concluyó Michkin, tras de una pausa.
—Estás enamorado de ella, ¿verdad?
—No. Le escribí como a una hermana. Incluso firmé: «Su hermano.»
—Hum... Eso, como es fácil de comprender, lo hiciste a propósito.
—Me resulta penoso contestar preguntas así, Lisaveta Prokofievna.
—Lo sé; pero me tiene sin cuidado. Escucha y dime la verdad como si estuvieses ante Dios: ¿Me estás mintiendo o no?
—No miento.
—¿Y es verdad que no estás enamorado de mi hija?
—Creo que es absolutamente verdadero.
—¡Crees! ¡Confiaste tu carta a un chiquillo!
—Pedí a Nicolás Ardalionovich...
—¡Te digo que a un chiquillo!
Michkin contestó firmemente, aunque sin alzar la voz:
—No a un chiquillo, sino a Nicolás Ardalionovich.
—Bien, hijo, bien... Lo tendré en cuenta... —Y tras un minuto en el que la generala se esforzó en recobrar el aliento y calmar su agitación, siguió—: ¿Y qué es eso del «hidalgo pobre»?
—No lo sé, ni creo que sea nada. Debe tratarse de una broma.
—Me alegra enterarme de ello de una vez... Pero, ¿es posible que Aglaya sienta inclinación por ti? Siempre te califica de demente, de idiota...
—Podría usted haber prescindido de decírmelo —repuso el príncipe, con acento de reproche, si bien casi en voz baja.
—No te enfades. Es una chica voluntariosa, una loca, una niña mimada. Cuando se le antoja se burla de la gente en voz alta ante sus mismas barbas. Yo era lo mismo a su edad. Pero no te envanezcas, querido: Aglaya no está enamorada de ti ni lo estará nunca. ¡No puedo creerlo! Te lo advierto para que obres en consecuencia desde ahora. Oye: júrame que no te has casado con esa mujer.
Michkin casi dio un salto de sorpresa.
—¿Qué dice usted, Lisaveta Prokofievna?
—¿No has estado a punto de casarte?
—He estado a punto de casarme —contestó él, inclinando la cabeza.
—Y estás enamorado de ella, ¿verdad? ¿Y has venido aquí por ella?
—No he venido aquí para casarme, se lo aseguro —replicó Michkin.
—¿Hay alguna cosa sagrada para ti en el mundo?
—Sí.
—Pues júrame que no has venido para casarte con esa mujer.
—Se lo juro por lo que usted quiera.
—Te creo. Abrázame. ¡Menos mal que puedo respirar al fin! Pero te advierto que Aglaya no te quiere y que no se casará contigo mientras yo viva. ¿Entiendes?
—Sí.
El príncipe, en su confusión, no osaba mirar a la cara a la Epanchina.
—Toma nota de ello. Yo esperaba tu regreso como si fueras mi providencia (¡y eso que no te lo mereces!), lloraba por las noches, empapando la almohada de lágrimas... Naturalmente que no por ti, puedes estar seguro... Tengo también otro disgusto, un disgusto perenne y siempre el mismo. Pero si te esperaba con tal impaciencia es porque sigo creyendo que Dios te ha enviado a mí como amigo y hermano. No trato con nadie excepto con la vieja Bielokonsky, que de momento está ausente. Además, la mucha edad la ha vuelto tan loca como una cabra. Ahora contéstame sencillamente sí o no: ¿sabes por qué esa mujer ha dado anteayer aquel escándalo?
—Le doy mi palabra de honor de que no he participado en eso, ni sé nada.
—Te creo. Yo también he cambiado de opinión sobre el asunto. Anteayer, desde luego, acusaba a Eugenio Pavlovich. Ahora ya no puedo dejar de compartir su criterio de que se le ha hecho víctima de una burla infame. ¿Por qué y para qué? Es cosa problemática y se presta a muchas y desagradables suposiciones. En todo caso, Radomsky no se casará con Aglaya: te lo digo yo. Es posible que sea un hombre intachable; pero no importa. Hasta ahora he dudado, mas ya estoy resuelta. Hoy he dicho a mi marido: «Empieza por ponerme en el ataúd y enterrarme. Después de eso, tu hija se casará con quien quieres.» ¿Ves cuánta confianza tengo en ti?
—Sí, y la estimo en lo que vale.
Lisaveta Prokofievna examinó, escudriñadora, a Michkin. ¿Querría observar el efecto que le causaba el informe relativo a Eugenio Pavlovich?
—¿Sabes algo acerca de Gabriel Ardalionovich?
—Mucho.
—Entonces, no ignorarás que mantiene correspondencia con Aglaya.
La noticia causó al príncipe tan profundo estupor que incluso le hizo sobresaltarse.
—Lo ignoraba en absoluto —dijo—. ¿Que Gabriel Ardalionovich está en correspondencia con Aglaya Ivanovna? ¡Es imposible!
—Desde hace poco tiempo, lo está. Su hermana le ha abierto el camino durante todo el invierno mediante un trabajo de zapa...
—No lo creo —repuso Michkin, tras unos momentos de reflexión—. De ser así, lo sabría yo.
—¿Te figuras que él hubiese venido a confesártelo llorando y estrechándote contra su corazón? ¡Qué inocente eres! Todos te engañan como... como... ¿No te da vergüenza confiar en él? Ya veo que se ha burlado de ti como ha querido.
—Sé que a veces me engaña a medias —dijo Michkin, en voz baja y como a su pesar—, y él no ignora que lo sé... —añadió, interrumpiéndose bruscamente.
—¿De modo que lo sabes y esperabas, sin embargo, que te hiciese confidencias? ¡No faltaba más! Claro que en ti todo es natural. ¿Cómo puede extrañarme nada? ¡Vamos! ¿Y sabes que ese Gania o esa Varia la han puesto en relación con Nastasia Filipovna?
—¿A quién?
—A Aglaya.
—¡No lo creo! ¡No es posible! ¿Para qué?
Y se levantó precipitadamente.
—Tampoco yo lo creo, aunque tengo pruebas convincentes. Es una muchacha caprichosa, fantástica, loca... ¡Una mala hija! ¡Sí, sí, sí! Lo repetiré durante mil años, si hace falta. Todas son mis hijas, lo son ahora, hasta esa pava mojada de Alejandra. Pero Aglaya resaba todos los límites. ¡Y de todos modos no lo creo! ¡Acaso porque no quiero creerlo! —añadió, como para sí, la generala, que prosiguió después, dirigiéndose al príncipe con brusquedad—: ¿Por qué no has ido a vernos? ¿Por qué no pasas por casa desde hace tres días? —concluyó con impaciencia.