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El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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No quiero que turbe mis pensamientos.

La indicación era, desde luego, superflua, porque para guardar silencio durante todo el paseo el príncipe no había necesitado que nadie se lo ordenase. Su corazón latió con violencia cuando Aglaya le habló del banco; pero tras un minuto de reflexión alejó de su mente la absurda idea que acababa de ocurrírsele.

Sabido es que el público que acude a oír la banda en Pavlovsk los días laborables es más «selecto» que el de los domingos o días festivos, en los cuales afluyen desde San Petersburgo visitantes «de todas clases». Las señoras, los días laborables, aparecen vestidas con elegancia. Se considera distinguido congregarse allí en torno a la música. La banda es acaso la mejor de las de su estilo en Rusia y a menudo toca partituras nuevas. Las leyes de la corrección se observan estrictamente, aunque todos estén allá, en cierto modo, como en familia. Quienes veranean en Pavlovsk van en gran número a oír la música; pero no tanto por la música en sí como por encontrar a sus amigos. Son poco frecuentes las escenas desagradables, aunque no dejen de ocurrir alguna vez que otra; incluso los días laborables. Pero eso, ¿quién podría impedirlo?

La tarde era magnífica; había mucho público en el parque. Como todos los lugares próximos a la banda estaban ya ocupados, el grupo se sentó a la izquierda de la salida que comunicaba con la estación. La gente, la música distrajeron algo a la generala y a sus hijas: cambiaban miradas con los conocidos insinuaban desde lejos amables saludos, examinaban los vestidos, descubrían ciertas extravagancias en ellos y las comentaban con sonrisas burlonas. Eugenio Pavlovich saludaba muy a menudo. Varios repararon en Michkin y Aglaya, que continuaban juntos. En breve se acercaron a las Epanchinas varias personas de su amistad, y algunas quedáronse para entablar conversación. Todos eran amigos de Eugenio Pavlovich. Entre ellos iba un joven oficial muy gallardo, de muy buen humor y de trato agradable. Este hombre se apresuró á interpelar a Aglaya, haciendo los mayores esfuerzos para cautivar la atención de la joven, quien le correspondió con mucha gentileza. Eugenio Pavlovich indicó al príncipe su deseo de presentarle aquel amigo, y aunque Michkin apenas se dio cuenta de lo que le decían, se realizó la presentación. Ambos hombres, pues, se estrecharon la mano. El amigo de Radomsky dirigió una pregunta a Michkin, quien masculló unas palabras de modo tan extraño, que el oficial no pudo por menos de examinarle con atención y extrañeza. Después miró a Eugenio Pavlovich, y comprendió por qué Radomsky había querido presentarlos. El oficial sonrió ligeramente y volvió a hablar con Aglaya. Únicamente Radomsky observó que la joven se había ruborizado durante aquella escena.

Michkin, lejos de notar que otros platicaban con Aglaya en términos galantes, casi no se daba cuenta de que se hallaba al lado de la joven. Había ocasiones en que deseaba desaparecer definitivamente, irse a algún lugar desierto, melancólico, si hubiera podido encontrarse en alguna parte un sitio donde poder hallarse a solas con sus pensamientos. Y ahora, ya que otra cosa no, quería hallarse en su casa, en su terraza, solo, sin ver a nadie, ni aun a Lebediev o a sus hijos. De buena gana hubiese pasado treinta y seis horas tendido en un diván, con el semblante hundido en el cojín. A ratos soñaba en las montañas, y sobre todo en cierto punto de ellas, su lugar preferido cuando moraba en Suiza. Desde allí había salido contemplar la aldea, las nubes blancas, las ruinas de un antiguo castillo, la cascada semejante a un hilo blanco casi invisible. ¡Cuánto habría dado por hallarse allí, pensando en una sola cosa, siempre grata de imaginar aun cuando viviese mil años! Aquí le era igual que se le olvidara en absoluto. Incluso le parecía preferible. Habría querido que nadie le tratara jamás, que todas las visiones de aquellos instantes fueran sólo un sueño. Y en realidad, ¿no lo eran? A veces contemplaba a Aglaya sin apartar de ella los ojos en cinco minutos, con extraña mirada. Parecía que mirase a la joven como si se tratara de un objeto situado a dos verstas de él, o como un retrato y no una persona viviente.

—¿Por qué me mira así, príncipe? —preguntó ella, de pronto, dejando de reír y de hablar con los que la rodeaban—. Me asusta usted. En estos casos pienso siempre que va usted a tender el dedo y tocarme el rostro para convencerse de que soy real. ¿Verdad que lo parece, Eugenio Pavlovich?

Michkin, sorprendido de que le hablasen, escuchó, trató de comprender y no debió conseguirlo, porque no contestó una sola palabra. Pero viendo que Aglaya y los demás reían, abrió la boca y se asoció a la general hilaridad. Ello redobló las risas. El oficial, que debía de ser hombre muy alegre, se contorsionaba. Aglaya, irritada, murmuró para sí:

—¡Idiota!

—¿Es posible que esté enamorada de semejante...? ¿Es posible que esté tan rematadamente loca? —gruñó la generala.

Alejandra se inclinó hacia su madre y le habló al oído.

—Es una broma, una broma como la del otro día con el «hidalgo pobre», y nada más —aseguró— la joven Aglaya no quiere más que mortificarle, pero exagera un poco. Hay que terminar con esto, maman. Antes Aglaya ha estado fingiendo para asustarnos...

—Menos mal que se le ha ocurrido obrar así con un idiota... —murmuró Lisaveta Prokofievna, algo tranquilizada.

Michkin oyó que le calificaban de idiota y se estremeció, no a causa del calificativo (que olvidó casi en el acto), sino porque, no lejos del lugar donde estaba sentado, percibió al mismo tiempo un rostro pálido, de cabellos oscuros y rizados, con una sonrisa y una mirada que él conocía bien. Aquella visión fue fugaz como un relámpago; podía incluso ser una alucinación. Sólo le quedaba el recuerdo de una sonrisa torcida, de dos ojos y de una presuntuosa corbata de color verde pálido. ¿Dónde estaba ahora el hombre a quien pertenecía la corbata? ¿Se había perdido entre el público o entrado en la estación? Michkin no supo decidirlo.

Un minuto después comenzó a dirigir inquietas miradas en torno. Aquella aparición debía presagiar otra. ¿Cómo no se le había ocurrido la posibilidad de cierto encuentro cuando fue a oír la música con las Epanchinas? Cierto que, en su turbación, salió de casa de Lisaveta Prokofievna sin saber a dónde iba. De hallarse en situación de hacer observaciones, hubiese advertido desde quince minutos antes la inquietud de Aglaya, quien paseaba entre el gentío miradas inquisitivas, como buscando algo o a alguien. A medida que crecía la agitación de Michkin se tornaba más visible también la de la joven. Y lo que ambos esperaban con tal ansiedad no tardó en producirse.

En la entrada junto a la cual se habían acomodado las Epanchinas y sus acompañantes, apareció un grupo como de una docena de personas. Delante caminaban tres damas, dos de ellas de notable belleza, lo que no hacía extraño que las siguiesen tantos adoradores. Pero había algo peculiar en el conjunto del grupo, algo que lo diferenciaba de todo el resto de aquel público congregado en torno a la música. La gente reparó en ellos, la mayoría fingió no verles y sólo algunos jóvenes cambiaron entre sí sonrisas y palabras a media voz. No obstante, era difícil desentenderse de la presencia de los recién llegados, porque hablaban y reían harto alto y fuerte para poder pasar inadvertidos. Era presumible que entre ellos iban algunos beodos. Aunque ciertos miembros del grupo eran hombres vestidos con elegancia, otros ostentaban trajes de extraña apariencia, tenían un extraño aspecto y mostraban rostros extrañamente excitados. Había entre ellos varios militares y algunos hombres maduros. No faltaban entre los forasteros personas con ropas de excelente corte, anillos y botonaduras soberbias, patillas y cabellos relucientes y bien peinados, y rostros de una dignidad majestuosa. Pero eran, con todo, personas de esas de las que la sociedad huye como de la peste. Entre nuestros lugares de placer de las cercanías de la capital hay sin duda algunos que se distinguen por su respetabilidad y tienen una reputación de buen tono perfectamente justificada; pero el hombre más precavido no puede garantizar que en un momento dado no caiga sobre su cabeza una teja desprendida de una techumbre. Y esta teja era la que acababa de precipitarse sobre el distinguido público congregado allí para oír la música.

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