El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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Y miró en torno, como aguardando respuesta. Sus oyentes, penosamente sorprendidos, no sabían qué pensar de aquel lenguaje insólito, inesperado, morboso, sin motivo aparente. Pero la extraña ocurrencia del príncipe produjo un episodio no menos extraño.

—¿Por qué dice usted eso aquí? gritó de repente Aglaya—. ¿Y por qué lo dice a éstos? ¡A éstos, a éstos!

La joven parecía indignada en extremo: sus ojos lanzaban llamas. Michkin enmudeció al oírla y se puso muy pálido.

—Aquí no hay nadie que merezca tales palabras —estalló Aglaya—. ¡No hay ni uno que valga lo que un dedo meñique de usted, lo que su alma o su corazón! ¡Es usted más honrado que todos, más noble que todos, mejor que todos, más inteligente que todos! Cuantos hay aquí son indignos de recoger el pañuelo que pueda usted dejar caer. ¿Por qué se humilla y se rebaja así? ¿Por qué ha destruido usted cuanto posee de bueno? ¿Por qué no tiene orgullo?

—¡Quién podía esperar esto, Dios mío! —exclamó la generala golpeándose las manos.

—¡El hidalgo pobre! ¡Hurra! —gritó Kolia con entusiasmo.

—¡Cállate! Y tú, ¿cómo permites que me injurien así en tu casa? —increpó la joven a su madre. Se hallaba ya en ese estado histérico en que no se mide el alcance de las palabras—. ¿Por qué me atormentan todos desde hace tres días? ¡Desde hace tres días, príncipe, no dejan de perseguirme por culpa suya! ¡Pero yo nunca me casaré con usted por nada del mundo! ¡Sepa que no consentiría en ser su esposa bajo ningún pretexto! ¡Sépalo! ¿Cómo casarme con un hombre tan ridículo? Mírese a un espejo y verá el aspecto que tiene. ¿Por qué me torturan repitiéndome sin cesar que voy a casarme con usted? ¡Debe usted saberlo! Está de acuerdo con ellos.

—Nadie te ha torturado con nada —repuso Adelaida, inquieta.

—Nunca se ha hablado de ello, ni pensado siquiera —añadió Alejandra Ivanovna.

—¿Quién la ha torturado? ¿Cuándo? ¿Quién ha podido hablarle de tal cosa? ¿Se habrá vuelto loca? —preguntaba la generala dirigiéndose a todos y temblando de ira.

—¡Todos, todos, hasta el último, llevan tres días machacándome los oídos con ello! ¡Pero jamás me casaré con él! ¡Jamás!

Y tras esta exclamación, Aglaya se deshizo en llanto. Tapóse el rostro con el pañuelo y se dejó caer en una silla.

—Pero si no ha pedido aún tu...

—No he pedido su mano, Aglaya Ivanovna —dijo Michkin, involuntariamente.

—¿Cóooomo? ¿Qué dice? —exclamó la generala, arrastrando las sílabas, con sorpresa, indignación y espanto, sin dar crédito a sus oídos.

—He querido decir... he querido decir —repuso el príncipe, balbuciente—... deseaba sólo manifestar a Aglaya Ivanovna... tener el honor de explicarle que yo no tenía la intención... el honor de pedir su mano... nunca... Le aseguro, Aglaya Ivanovna, que la culpa no es mía, que no soy culpable de nada... Jamás he pensado en eso, nunca se me ha ocurrido tal idea ni se me ocurrirá. Ya lo verá: puede usted estar segura. Sin duda me ha calumniado ante usted algún malvado. ¡Tranquilícese!

Y diciendo esto se acercó a Aglaya. Ella retiró el pañuelo con que se había cubierto la cara, miró a Michkin, que parecía profundamente inquieto, recordó las palabras que acababa de dirigirle y rompió repentinamente a reír. Aquella hilaridad contagió primero a Adelaida, quien, después de contemplar un momento al príncipe, se aproximó a su hermana, la besó y dióse a reír no menos alegremente que ella. Michkin, mirándolas, sonrió también y exclamó:

—¡Loado sea Dios, loado sea Dios!

Ahora fue Alejandra quien no supo contenerse y estalló en risas, como sus hermanas. Aquella risa se prolongaba; parecía infinita.

—¡Están locas! —rezongó Lisaveta Prokofievna Primero le asustan a uno y al minuto siguiente...

Todos reían ya: el príncipe Ch., Eugenio Pavlovich, Kolia, el mismo Michkin...

—Vayámonos a pasear juntos y que el príncipe nos acompañe —propuso Adelaida—. No tiene razón alguna para negarnos su compañía, amigo mío. ¿Verdad que es muy simpático, Aglaya? ¿Verdad, maman? No tengo más remedio que besarle para... para recompensar su explicación con Aglaya hace un momento. Querida maman, ¿me permite besarle? ¿Me permites, Aglaya, besar a tu príncipe?

Y hablando así aproximóse a Michkin y le besó en la frente. Él le tomó la mano, apretóla hasta casi arrancar a la joven un grito de dolor, la contempló con inmensa alegría y luego, con rápido movimiento, llevóse aquella mano a los labios y la besó tres veces.

—Vamos —dijo Aglaya—. Usted me acompañará, príncipe. ¿Qué te parece, maman? Un acompañante que no quiere nada conmigo... Porque ha rehusado usted a mi mano en definitiva, ¿verdad, príncipe? Pero no se da así el brazo a una dama. ¿No sabe usted cómo? Ea, así... Vamos, vamos. Nosotros los primeros. ¿No le gusta ir de este modo, téte á téte?

Hablaba sin interrumpirse, riendo nerviosamente.

—¡Alabado sea Dios! ¡Alabado sea Dios! —repetía Lisaveta Prokofievna, sin saber a punto fijo de qué se regocijaba.

«Esta gente es muy curiosa», pensaba el príncipe Ch., acaso por centésima vez desde que conocía a los Epanchin. Pero, curiosa o no, aquella gente le agradaba. No nos atreveríamos a afirmar que sintiese lo mismo respecto a Michkin. Cuando emprendieron el paseo, Ch. parecía algo preocupado y sombrío, Eugenio Pavlovich parecía de muy buen humor. Durante todo el camino hasta la estación del ferrocarril 12habló alegremente con Alejandra y Adelaida, quienes reían de tal modo oyendo su charla, que él llegó a pensar que no le escuchaban siquiera. Tal pensamiento, sin que él mismo supiera explicarse por qué (seguramente porque tal era su carácter), hízole reír a su vez. Las dos jóvenes no separaban los ojos de Aglaya y Michkin, que marchaban delante. Era notorio que las desconcertaba el modo de proceder de su hermana menor. El príncipe Ch., acaso para cambiar el curso de la conversación, esforzábase en hablar de cosas triviales con la generala, sin otro resultado que aburrirla lo indecible. Lisaveta Prokofievna parecía desconcertada, contestando las preguntas sin interés y a veces de ningún modo. Aglaya, por su parte, planteó más enigmas aún durante aquel día. El último estuvo reservado a Michkin. Cuando se hallaban a cien pasos de la casa, la joven dijo a su compañero, que no pronunciaba palabra:

—Mire a la derecha.

Él volvió los ojos en aquella dirección.

—Mire más atentamente. ¿Ve aquel banco verde, junto a esos tres árboles grandes?

El príncipe dijo que sí.

—¿Le gusta el lugar? Pues a veces, a las siete de la mañana, mientras todos duermen, yo voy ahí y me siento, sola...

Michkin balbució que el lugar le encantaba.

—Ahora déjeme; suélteme el brazo... O, si no, siga dándomelo, pero no hable.

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