El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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—Todo lo que has dicho es una broma, Eugenio Pavlovich —repuso, con gravedad, el príncipe Ch.
—No he tratado a todos los liberales y no puedo juzgarlos —añadió Alejandra Ivanovna—, pero me indigna oírle. Toma usted un caso particular y lo erige en norma general. De modo que su acusación es calumniosa.
—¿Un caso particular? ¡Ya se ha pronunciado la palabra! ¿Qué le parece, príncipe? Lo que afirmo, ¿se refiere o no a un caso particular?
—Debo decirle —repuso Michkin— que he tratado y visto pocos liberales; pero creo que puede usted tener razón en parte y que ese liberalismo ruso de que usted habla se inclina, en cierta medida, a odiar a Rusia y no sólo a sus instituciones. Pero ello, por supuesto, sólo es verdad en un sentido, y no resultaría justo extender tal juicio a todos...
Se interrumpió, confuso. Su turbación no le vedaba sentir un gran interés en lo que se discutía. Una de las peculiaridades de Michkin, era la extraordinaria y cándida atención con que prestaba oído a cuanto le interesaba, así como la seriedad con que respondía si se le preguntaba en aquellos casos. Su expresión, su aspecto eran el de un hombre de buena fe incapaz de suponerse objeto de burla. Eugenio Pavlovich, que hasta entonces sonriera de un modo particular mirando al príncipe, quedó sorprendidísimo de su contestación y le examinó con gravedad.
—¿Cómo? ¿Qué decía? ¿Me ha contestado en serio, príncipe?
—¿Acaso no me ha interrogado usted en serio? —dijo Michkin, con extrañeza.
Todos rompieron a reír.
—No le haga caso —intervino Adelaida Ivanovna—. Eugenio Pavlovich tiene la costumbre de burlarse de la gente. ¡Si supiese las cosas que cuenta a veces con la mayor seriedad!
—Opino que esta conversación es desagradable y habría valido más no comenzarla —observó Alejandra, con acritud. Se había hablado de dar un paseo...
—Vayamos a darlo —convino Eugenio Pavlovich—. Pero para probarles que esta vez he hablado con seriedad y para probarlo sobre todo al príncipe... (Porque me ha interesado usted mucho, príncipe, y le juro que, aunque frívolo, no lo soy tanto como debo parecerle.) Para probarlo, digo, haré, señores, si me lo permiten, una última pregunta al príncipe. Y con eso concluiremos. Se trata de una mera curiosidad privada. Esa pregunta se me ha ocurrido mentalmente como a propósito (ya ve, príncipe, que también pienso a veces en cosas serias) y la he contestado; pero me gustaría saber la opinión del príncipe. Hace un momento hablábamos del «caso particular». Esas dos palabritas suenan muy a menudo en Rusia. Últimamente la prensa y el público se han ocupado en ese horrendo asesinato de seis personas por un... joven, y del curioso discurso del defensor; quien dijo, entre otras cosas, que, dada su pobreza, el inculpado debía sentir «naturalmente» el impulso de cometer seis asesinatos. La frase literal del abogado no fue ésa, pero el sentido sí. A mi juicio, al hablar de tal modo, el defensor estaba convencido de pronunciar las palabras más progresistas, liberales y humanitarias que se puedan decir en nuestra época. ¿Qué le parece, pues? Esa perversión de ideas y convicciones, la posibilidad de un modo de ver las cosas tan notoriamente falso, ¿es un caso particular o general?
Siguió un nuevo estallido de hilaridad.
—Particular, por supuesto —dijeron, riendo, Alejandra y Adelaida.
—Permíteme recordarte, Eugenio Pavlovich —dijo el príncipe Ch.—, que esa broma está ya muy gastada.
—¿Cuál es su opinión, príncipe? —insistió Radomsky, sin hacerle caso, al sentir fija en él la mirada seria de León Nicolaievich—. ¿Es un caso particular o genera!? Confieso que me lo he preguntado acordándome de usted.
—No, no es un caso particular —repuso Michkin, en voz baja pero firme.
—¡Por Dios, León Nicolaievich! —exclamó, casi enojado, el príncipe Ch. —¿No ve que la pregunta es un ardid que le tienden?
Michkin se sonrojó
—Creí que Eugenio Pavlovich hablaba en serio —dijo, bajando la vista.
—Acuérdese, querido príncipe —continuó Ch.—, de la conversación que usted y yo tuvimos hace tres meses. Nos referíamos precisamente al gran número de abogados distinguidos con que cuenta el foro desde la reforma de los tribunales y citamos varios prudentes veredictos emitidos por nuestros jurados. ¡Cuánto celebraba usted tal estado de cosas y qué satisfacción me causaba su alegría! Decíamos ambos que ello justificaba un orgullo legítimo. Esa torpe defensa, ese argumento absurdo no es más que una casualidad, una excepción entre miles de ejemplos contrarios.
Michkin reflexionó unos instantes, y luego, con aspecto de honda convicción, aunque en voz baja y casi tímida, repuso:
—Sólo quería decir que la perversión de las ideas (para emplear la expresión de Eugenio Pavlovich) se encuentra muy a menudo, siendo, desgraciadamente, un caso mucho más general que particular. De no estar tan difundida esa perversión no se verían crímenes tan increíbles como...
—¿Crímenes increíbles? Yo le aseguro que crímenes así y todavía más espantosos, sucedían también antes, y han sucedido siempre, no sólo en Rusia, sino en todas partes. Y, a mi juicio, seguirán sucediendo durante mucho tiempo. Pero antes no existían nuestros medios de publicidad y hoy la gente se ocupa de los criminales, comenta sus hechos y gestos con la pluma o de palabra, y por ello los delitos así parecen constituir un hecho nuevo en la sociedad. Su error, príncipe, consiste en eso, y le aseguro que es un error muy ingenuo —acabó, con sonrisa algo burlona, el príncipe Ch.
—Sé muy bien que antaño se han cometido crímenes tan espantosos como los de ahora. Recientemente he visitado cárceles y he trabado conocimiento con detenidos, tanto preventivos como condenados. Existen criminales mucho más terribles que ese del que tratamos, gentes que han asesinado a diez personas y no se arrepienten de ello. Pero lo que he visto en mi trato con esos delincuentes es que el asesino más endurecido, el más inaccesible a los remordimientos, sabe que es un criminal, es decir, que cree en conciencia haber obrado mal, aun cuando no se arrepienta de sus actos. Todos son así mientras que aquellos a los que se refería Eugenio Pavlovich se niegan a reconocerse culpables, opinan que estaban en su derecho y que han procedido bien... Tal es, poco más o menos, su convicción. Eso, a mi criterio, representa una diferencia terrible. Y observé que todos son jóvenes, o sea que están en la edad en que la perversión de ideas se produce más fácilmente.
El príncipe Ch., dejando de reír, miró a Michkin con sorpresa. Alejandra Ivanovna, que desde bastante rato atrás se proponía hacer una observación, guardaba silencio y parecía tener un motivo particular para callarse. Eugenio Pavlovich, francamente extrañado, miraba al príncipe, y esta vez su rostro no mostraba huellas de burla.
—¿Por qué le mira con ese asombro? —exclamó Lisaveta Prokofievna—. No le creía tan inteligente como usted, ¿verdad? ¿Le juzgaba incapaz de razonar?
—No es eso lo que me sorprende —repuso Eugenio Pavlovich—. Pero entonces, príncipe (y perdóneme), si ve usted las cosas tan claramente, ¿cómo puede ser que en ese asunto (¡perdón una vez más!)... en ese asunto de Burdovsky no haya encontrado usted esa misma perversión de las ideas y las convicciones morales? Porque el caso es idéntico. Y entonces no me pareció que usted opinara nada de lo que hoy dice.