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El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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—Vamos, padrecito —interrumpió la generala— todos hemos notado lo mismo y no alardeamos de nuestra sagacidad ante el príncipe. Pero éste ha recibido hoy una carta de uno de aquellos individuos, el principal, el del rostro granujiento, ¿te acuerdas, Alejandra? Ese hombre, en su carta al príncipe, le pide perdón (claro que a su manera) y dice que disiente de aquel otro compañero. ¿Te acuerdas, Alejandra? Y añade que cree en la razón del príncipe. De modo que nosotros, que no hemos recibido cartas semejantes, haríamos bien en no vanagloriamos y darnos importancia ante el príncipe.

—Hipólito ha venido ya a vivir al campo, con nosotros —anunció Kolia en aquel momento.

—¿Cómo? ¿Ya está aquí? —inquirió Michkin, verdaderamente alarmado.

—Llegó conmigo en el momento en que acababa usted de salir con Lisaveta Prokofievna.

—Apuesto —dijo con súbita ira la generala, olvidando que un momento antes había tomado la defensa de Michkin—, apuesto a que el príncipe ha ido a buscar a ese miserable mozo en su chiribitil, le ha pedido perdón de rodillas y le ha suplicado que se trasladase aquí. ¿Le has visitado ayer? ¿Le visitaste ayer? ¡Confiésalo! ¿Es verdad? ¿Te has arrodillado ante él?

—Nada de eso —intervino Kolia—. Al contrario. Hipólito, ayer, tomó la mano del príncipe y la besó por dos veces. Yo he sido testigo. A eso se limitó toda la explicación, aparte que el príncipe le dijo sencillamente que estaría mejor en el campo. Hipólito contestó que iría cuando su estado se lo permitiera.

—Hace usted mal en contar todo eso, Kolia —exclamó Michkin levantándose y cogiendo su sombrero.

—¿Adónde vas? —preguntó la generala.

—No se moleste, príncipe —dijo Kolia con vehemencia—. Hipólito está descansando de la molestia del viaje y creo que su presencia le turbaría más que otra cosa. Mañana le verá. Esta mañana me ha dicho que hace seis meses que no se sentía tan bien y tan fuerte. Y en realidad tose tres veces menos.

Michkin notó que Aglaya, abandonando su lugar anterior, se acercaba a la mesa. No osó dirigirle la mirada, pero adivinaba que ella le estaba mirando, acaso con talante amenazador, y que seguramente los ojos negros de la joven relampagueaban y su rostro estaba cubierto de púrpura.

—Me parece, Nicolás Ardalionovich, que ha hecho usted muy mal en traerle a Pavlovsk..., si se refiere usted a ese muchacho tuberculoso que el otro día lloraba y nos invitaba a su entierro —comentó Eugenio Pavlovich—. Habló con tanta elocuencia de la pared frontera a su casa, que seguramente tendrá nostalgia de ella, créame...

—Eso es cierto: disputará contigo, te armará un escándalo y se irá. ¡Eso es lo que te espera!

Y sin hacer caso de que todos se habían levantado ya para salir de paseo, Lisaveta Prokofievna, con digno ademán, atrajo hacia sí la cesta que contenía su labor.

—Recuerdo que pronunció muchas frases a propósito de aquella pared —continuó Eugenio Pavlovich. Sin ella no podrá morir elocuentemente, lo que es muy importante para él.

—Si usted —dijo Michkin— no quiere perdonarle, morirá lo mismo sin su perdón... Ahora viene aquí para ver los árboles y...

—Por lo que a mí respecta, se lo perdono todo. Puede decírselo.

—Lo que he dicho no debe considerarse en tal sentido —murmuró Michkin en voz baja y como a su pesar, con la mirada fija en tierra—. Es necesario también que acceda usted a recibir su perdón.

—¿Qué le he hecho yo? ¿En qué le he perjudicado?

—Si usted no lo comprende... Pero sí lo comprende... En ese caso, él quisiera bendecirle y recibir su bendición. Nada más.

El príncipe Ch., algo inquieto, cambió una mirada con algunos de los presentes; y dijo:

—Querido príncipe, no es fácil conseguir el paraíso en este mundo. Y me parece que se hace usted ilusiones en sentido contrario. El paraíso es cosa difícil de hallar, príncipe, mucho más difícil de lo que juzga su buen corazón. Más vale que dejemos las cosas como están. Si no, habrá desasosiego para todos y luego...

—Vayamos a oír la banda —decidió bruscamente Lisaveta Prokofievna, levantándose de su asiento.

Y los demás la imitaron.

II

Michkin se dirigió súbitamente a Radomsky.

—Eugenio Pavlovich díjole con insólita vehemencia, estrechándole la mano—, tenga la certeza de que le considero a pesar de todo, como el mejor y más noble de los hombres...

En su asombro, Radomsky retrocedió un paso. Luchó por un instante contra un vivo deseo de reír; pero luego, mirando detenidamente a parecióle notar que éste no tenía conciencia de sus actos, o al menos se hallaba en un estado muy especial.

—Apuesto, príncipe —dijo—, a que no quería usted decirme eso, ni tal vez dirigirme la palabra. Pero ¿qué le pasa? ¿Se siente mal?

—Acaso... Es muy posible. Ha notado usted con mucha perspicacia que yo me proponía no hablarle.

Y al pronunciar tales palabras el príncipe tenía en los labios una sonrisa extraña, casi absurda. Prosiguió con calor:

—No me recuerde mi comportamiento de anteayer. Me siento profundamente avergonzado; sé que soy culpable...

—Pero, ¿qué crimen tan horrible cree usted haber cometido?

—Ya veo que debe usted, Eugenio Pavlovich, estar más avergonzado de mí que nadie. Se ruboriza usted, lo que delata que tiene buen corazón. Pero voy a marcharme en seguida; esté usted seguro.

—¿Qué le pasa? ¿No se inician así los ataques del príncipe? —preguntó, aterrorizada, la generala a Kolia.

—No se asuste, Lisaveta Prokofievna: no voy a sufrir ningún ataque. Pero sí a irme. Sé que soy... un anormal. Desde mi nacimiento hasta que cumplí los veinticuatro años he estado enfermo. Consideren mi actitud como cosa de un hombre enfermo aún. Voy a marcharme en seguida; no lo duden. No estoy avergonzado (sería absurdo avergonzarse de ello, ¿no es cierto?); pero me siento fuera de mi centro en la sociedad.

No hablo así por amor propio. He reflexionado mucho en estos tres días y e decidido que debía hablarles clara y francamente. Existen ciertas ideas elevadas de las que no me es permitido hablar, porque hago reír a todos. El príncipe Ch. me lo ha recordado hace muy poco. No tengo los ademanes adecuados, ni el sentido de la ponderación; mi lenguaje no responde a mi pensamiento, y, así, al hacerme portavoz de esas ideas las ridiculizo. Además, no tengo el derecho... Poseo una sensibilidad morbosa y... Sé que nadie se propone herir mis sentimientos en esta casa y que se me estima aquí más de lo que merezco; pero sé (lo sé del modo más positivo) que una enfermedad de veinticuatro años de duración ha debido dejar huellas forzosamente, y, por lo tanto, es imposible no burlarse de mí... a veces... ¿No es cierto?

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