La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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Le encantaba leer almanaques, y observaba para información general de los suscriptores de El Contemporáneo(1855): «Una guinea equivale a 6 rublos y 47,5 copecs; el dólar norteamericano es 1 rublo de plata y 31 copecs»; o les informaba de que «las torres telegráficas entre Odesa y Ochakov se han construido gracias a donaciones.» Enciclopedista auténtico, una especie de Voltaire —aunque con acento en la primera sílaba—, copió con generosidad miles de páginas (estaba siempre dispuesto a abrazar la alfombra enrollada de cualquier tema y desenrollarla toda ante el lector), tradujo toda una biblioteca, cultivó todos los géneros, incluida la poesía, y soñó hasta el fin de su vida con componer «un diccionario crítico de ideas y hechos» (lo cual recuerda la caricatura de Flaubert, aquel «Dictionnaire des idées reçues» cuyo irónico epígrafe —«la mayoría siempre tiene razón»— hubiese adoptado Chernyshevski con toda seriedad). Sobre este tema escribe a su esposa desde la fortaleza, le habla con pasión, tristeza y amargura de todas las obras titánicas que aún completará. Más tarde, durante los veinte años de su aislamiento siberiano, buscó solaz en este sueño; pero cuando, un año antes de su muerte, conoció la aparición del diccionario de Brockhaus, lo vio realizado. Entonces se propuso traducirlo (de otro modo «acumularían en él toda clase de basura, como los artistas menores alemanes»), pues consideraba que semejante obra coronaría toda su vida; resultó que también esto ya lo había emprendido otro.
Al principio de sus actividades periodísticas, al escribir sobre Lessing (que había nacido exactamente cien años antes que él y con quien él mismo admitía cierto parecido), dijo: «Para tales naturalezas existe un servicio más dulce que el servicio a la propia ciencia favorita —y es el servicio al desarrollo del propio pueblo.» Como Lessing, solía desarrollar ideas generales basándose en casos particulares. Y al recordar que la esposa de Lessing había muerto de parto, temió por Olga Sokratovna, sobre cuyo primer embarazo escribió a su padre en latín, tal como hiciera Lessing cien años antes.
Esclarezcamos un poco este tema: el 21 de diciembre de 1853, Nikolai Gavrilovich hizo saber que, según mujeres bien informadas, su esposa había concebido. El parto fue difícil. Nació un niño. «Mi cariñín», arrulló Olga Sokratovna a su primogénito —pero muy pronto se desencantó del pequeño Sasha. Los médicos les advirtieron que otro hijo mataría a la madre. Pese a ello, quedó embarazada de nuevo —«en cierto modo como expiación de nuestros pecados, contra mi voluntad», escribió a Nekrasov en tono lastimero, con angustia sorda... No, era otra cosa, algo más fuerte que el temor por su esposa, lo que le oprimía. Según algunas fuentes, Chernyshevski pensó en el suicidio durante los años cincuenta; incluso pareció que bebía —¡qué visión tan espantosa: Chernyshevski borracho! Era inútil ocultarlo —el matrimonio había resultado desgraciado, tres veces desgraciado, e incluso en años posteriores, cuando hubo logrado con ayuda de sus reminiscencias «inmovilizar su pasado en un estado de felicidad estática» ( Strannolyubski), todavía llevaba las marcas de aquella amargura fatal y mortífera —compuesta de piedad, celos y orgullo herido— que un marido de carácter muy diferente había experimentado y tratado de muy distinta manera: Pushkin.
Tanto su esposa como el recién nacido Victor sobrevivieron y en diciembre de 1858 estuvo de nuevo a punto de morir al dar a luz a su tercer hijo, Misha. Asombrosos tiempos —heroicos, prolíficos, que vestían crinolina— ese símbolo de fertilidad.
«Son inteligentes, educadas, buenas, lo sé —mientras yo soy estúpida, inculta y mala», solía decir Olga Sokratovna (no sin aquel espasmo del alma llamado nadryv) acerca de las parientas de su marido, las hermanas Pypin, que pese a su bondad no ahorraban insultos a «esta histérica, esa ramera desequilibrada de carácter insufrible». ¡Cómo tiraba los platos al suelo! ¿Qué biógrafo puede juntar los pedazos? Y aquella pasión por el movimiento... Aquellas indisposiciones misteriosas... En su vejez le gustaba mucho recordar que una tarde polvorienta y soleada, paseando por Pavlovsk en un faetón tirado por un caballo de raza, había adelantado al Gran Duque Konstantin, y entonces lanzó al aire su velo azul y lo aniquiló con una mirada ardiente, o que había engañado a su marido con el emigrado polaco, Ivan Fiodorovich Savitski, hombre conocido por la longitud de su bigote: «Golfillo ( Kanashka, apodo vulgar) estaba enterado de ello... Ivan Fiodorovich y yo nos hallábamos en la alcoba, mientras él seguía escribiendo en su escritorio junto a la ventana.» Uno siente mucha lástima de Golfillo; debió atormentarle penosamente la presencia de los hombres que rodeaban a su mujer y estaban en diferentes fases de intimidad amorosa con ella. Las fiestas de madame Chernyshevski eran animadas sobre todo por una pandilla de estudiantes caucasianos. Nikolai Gavrilovich no salía casi nunca a reunirse con ellos en el salón. Una vez, la víspera de Año Nuevo, los georgianos, conducidos por el payaso Gogoberidze, irrumpieron en su estudio, le sacaron por la fuerza, y Olga Sokratovna le echó una mantilla por encima y le obligó a bailar.
Sí, uno se apiada de él —y sin embargo... podría haberle dado unos buenos azotes con una correa, enviarla al diablo; o incluso describirla con todos sus pecados, gemidos, extravíos e innumerables traiciones en una de aquellas novelas con las que se ocupaba en los ratos de ocio de la prisión. Pero, ¡no! En El prólogo(y parcialmente en ¿Qué hacer?) nos conmueven sus intentos de rehabilitar a su esposa. No hay amantes a su alrededor, sólo admiradores respetuosos; y tampoco hay aquella coquetería barata que inducía a los hombres (a los que llamaba mushchinki, horrible diminutivo) a creerla aún más accesible de lo que realmente era, y lo único que se encuentra es la vitalidad de una mujer bella e ingeniosa. La disipación se convierte en emancipación, y el respeto hacia su emprendedor marido (cierto que sentía algún respeto hacia él, pero no servía de nada) aparece como su sentimiento dominante. En El prólogo, el estudiante Mironov, con objeto de desorientar a un amigo, le dice que la esposa de Volgin es viuda. Esto trastorna tanto a la señora Volgin que prorrumpe en llanto —e igualmente la heroína de ¿Qué hacer?, que representa a la misma mujer, suspira, entre vertiginosas frases hechas, por su marido arrestado. Volgin abandona la imprenta y corre a la ópera donde escudriña con unos prismáticos una y otra parte del auditorio tras lo cual resbalan bajo las lentes lágrimas de ternura. Había ido a comprobar que su mujer, sentada en su palco, era más atractiva y elegante que todas —exactamente igual que el propio Chernyshevski había comparado en su juventud a Nadeshda Lobodovski con cabezas femeninas.
Y aquí volvemos a estar rodeados de las voces de su estética —porque los motivos de la vida de Chernyshevski ya me obedecen, he domesticado sus temas, ya se han acostumbrado a mi pluma; les doy rienda suelta con" una sonrisa: en el curso de su desarrollo se limitan a describir un círculo, como un bumerang o un halcón, para terminar volviendo a mi mano; e incluso aunque alguno volara muy lejos, más allá del horizonte de mi página, no me preocuparía; encontraría el camino de vuelta, como ha hecho éste.
Así pues: el 10 de mayo de 1855, Chernyshevski defendía en la Universidad de San Petersburgo la tesis que ya conocemos, «Las relaciones del Arte con la Realidad», escrita en tres noches de agosto de 1853; es decir, precisamente cuando «las vagas y líricas emociones de su juventud, que le sugirieron la consideración del arte en términos del retrato de una mujer bella, habían acabado por madurar y ahora producían esta fruta carnosa en natural correlación con la apoteosis de su pasión marital» ( Strannolyubski). En este debate público se proclamó por vez primera «la tendencia intelectual de los años sesenta», como recordó más tarde el anciano Shelgunov, y, observó con desalentadora ingenuidad, que el presidente de la Universidad, Pletniov, no se emocionó ante el discurso del joven estudioso, cuyo genio fue incapaz de percibir.