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La dadiva

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La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
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La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

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Como bocados comía más duros que la hojalata,

tales empachos sufría que hasta la muerte ansiaba.

Andaba millas, pensando qué leería hasta el alba.

¡Pero mi techo era bajo y, cielos, cómo fumaba!

A propósito, Nikolai Gavrilovich no fumaba sin una razón —empleaba precisamente los cigarrillos Zhukov para combatir la indigestión (y también el dolor de muelas). Su diario, en especial el del verano y otoño de 1849, contiene una multitud de referencias exactas a cómo y dónde vomitaba. Además de fumar, se trataba con agua y ron, aceite caliente, sales inglesas, centaurina con hojas de naranja amarga, y constante y concienzudamente, con una especie de extraño gusto, empleaba el método romano —y es probable que al final hubiese muerto de agotamiento si (graduado y retenido en la universidad para trabajo avanzado) no se hubiera ido a Saratov.

Y entonces, en Saratov... Pero por mucho que nos gustara no perder tiempo en salir de este callejón, al que nos ha llevado nuestra charla sobre pastelerías, y cruzar al lado soleado de la vida de Nikolai Gavrilovich, es necesario (a causa de cierta continuidad oculta) permanecer un poco más en este lugar. Una vez, con una necesidad apremiante, se metió corriendo en una casa de la Gorojovaya (sigue una redundante descripción —con ideas posteriores —de la situación de la casa) y ya estaba ordenando su atuendo cuando «una muchacha vestida de rojo» abrió la puerta. Al ver la mano de Nikolai —que quería sujetar la puerta—, dio un grito, «como suele ocurrir». El ruidoso crujido de la puerta, su picaporte flojo y herrumbroso, el hedor, el frío glacial —todo esto es horrible...— y no obstante el excéntrico sujeto está preparado para debatir consigo mismo sobre la verdadera pureza, observando con satisfacción que «ni siquiera traté de descubrir si era bien parecida». Por otro lado, cuando soñaba su vista era más penetrante, y la contingencia del sueño era más bondadosa con él que su destino público —pero incluso aquí, cuán grande es su deleite porque cuando en su sueño besa tres veces la mano enguantada de «una dama extremadamente rubia» (madre de un supuesto alumno que le protege en el sueño, todo esto con el estilo de Jean-Jacques), es incapaz de reprocharse un solo pensamiento carnal. También su memoria resultó ser penetrante cuando recordaba aquella joven y tortuosa añoranza de belleza. A la edad de cincuenta años evoca en una carta desde Siberia la imagen angélica de una muchacha que una vez observó, en su juventud, en una exposición de Industria y Agricultura: «Pasaba por allí cierta familia aristocrática —narra en su estilo posterior, bíblicamente lento—. Esta muchacha me atrajo, verdaderamente me atrajo... La seguí a tres pasos de distancia, admirándola... Era evidente que pertenecían a la más alta sociedad. Todo el mundo podía deducirlo de sus modales en extremo refinados (como observaría Strannolyubski, hay algo dickensiano en esta expresión empalagosa, pero no debemos olvidar que quien escribe esto es un anciano triturado a medias por los trabajos forzados, como diría con justicia Steklov). El gentío les cedía el paso... Yo era libre de andar a unos tres pasos de distancia sin apartar la mirada de aquella muchacha (¡pobre satélite!). Y esto se prolongó durante una hora o más.» (Por extraño que parezca, las exposiciones en general, por ejemplo la de Londres de 1862 y la de París de 1889, tuvieron un marcado efecto sobre su destino; del mismo modo Bouvard y Pécuchet, cuando acometieron la descripción de la vida del duque de Angulema, se asombraron del papel que representaron en ella... los puentes.)

De todo esto se deduce que al llegar a Saratov no pudo evitar enamorarse de la hija de veinte años del doctor Sokrat Vasiliev, jovencita agitanada que llevaba pendientes colgando de los largos lóbulos de sus orejas, medio ocultas por ondas de cabellos oscuros. Era una criatura coqueta y afectada, «centro de la atención y adorno de los bailes provincianos» (en las palabras de un contemporáneo anónimo), que sedujo y embobó a nuestro torpe y virginal héroe con el crujido de su choux azul celeste y el acento melodioso de su habla. «Mire, qué bracito tan encantador», decía, estirándolo hacia sus gafas empañadas —brazo desnudo y moreno, cubierto por un vello brillante—. Él se frotaba con aceite de rosas y sangraba al afeitarse. ¡Y qué serios cumplidos inventaba! «Tendría que vivir en París», declaró con vehemencia, sabedor por otros que ella era «demócrata». No obstante, París no era el hogar de la ciencia para ella sino el reino de las rameras, por lo que se sintió ofendida.

Ante nosotros está «El diario de mis relaciones con la que ahora constituye mi felicidad». Steklov, que se entusiasmaba fácilmente, se refiere a esta producción única (que ante todo recuerda al lector un informe comercial de extrema meticulosidad) como «un exultante himno de amor». El autor del informe elabora un proyecto para declarar su amor (que lleva a cabo con exactitud en febrero de 1853 y es aprobado sin demora), con puntos a favor y en contra del matrimonio (temía, por ejemplo, que a su inquieta esposa se le ocurriera vestir como un hombre —al estilo de George Sand-) y un cálculo de gastos cuando estuviera casado, que contiene absolutamente todo —dos velas de estearina para las veladas invernales, leche por valor de diez copecs, el teatro; y al mismo tiempo notifica a su novia que, teniendo en cuenta su modo de pensar («No me asusta la suciedad, ni (ahuyentar) a palos a campesinos borrachos, ni las matanzas»), era seguro que tarde o temprano «le cogerían», y para mayor honradez le menciona a la esposa de Iskander (Herzen), que, estando embarazada («discúlpeme por entrar en tales detalles»), «cayó muerta» al enterarse de que su marido había sido arrestado en Italia y repatriado a Rusia. Olga Sokratovna, como podría haber añadido Aldanov en este punto, no hubiera caído muerta.

«Si algún día —seguía escribiendo— su nombre es mancillado por un rumor... yo siempre estaré dispuesto a la primera palabra suya a convertirme en su marido.» Posición caballeresca, pero que dista de estar basada en premisas caballerescas, y este giro característico nos devuelve al instante al familiar camino de esas primeras semifantasías de amor, con su detallada ansia de sacrificio y la coloración protectora de su compasión; la cual no impidió que su orgullo se sintiera herido cuando su novia le advirtió que no estaba enamorada de él. Su período de noviazgo tuvo aire alemán con cantos schillerianos y una contabilidad de caricias: «Al principio desabroché dos botones de su mantilla y luego el tercero...» Le pidió con urgencia que colocara el pie (enfundado en una puntiaguda bota gris con puntadas de seda de colores) sobre su cabeza: su voluptuosidad se alimentaba de símbolos. A veces le leía a Lermontov o Koltsov; leía poesía con el tono monótono de un lector del Salterio.

Pero lo que ocupa el lugar de honor de su diario y que es especialmente importante para comprender mucha parte del destino de Nikolai Gavrilovich, es el detallado relato de las ceremonias de diversión tan abundantes en las veladas de Saratov. No sabía bailar con agilidad la polka y aún menos el Grossvater, pero en cambio le encantaba hacer el payaso, pues ni siquiera el pingüino desdeña cierta travesura cuando rodea a la hembra que corteja con un círculo de piedras. La juventud se reunía, como suele decirse, y se enfrascaba en un juego de coquetería que estaba de moda en aquel tiempo y en aquel grupo, Olga Sokratovna daba de comer de un platillo a uno u otro de los invitados, como a un niño, mientras Nikolai Gavrilovich, simulando celos, apretaba una servilleta contra su corazón y amenazaba con agujerearse el pecho con un tenedor. Ella, a su vez, fingía estar enfadada con él. Entonces él le pedía perdón (todo esto es de una horrible falta de gracia) y besaba las partes desnudas de sus brazos, que ella intentaba ocultar, mientras exclamaba: «¡Cómo se atreve!» El pingüino adoptaba «una expresión grave y triste, porque de hecho era posible que yo hubiera dicho algo que habría ofendido a cualquier otra» (es decir, a una muchacha menos audaz). En los días festivos se inventaba trucos en el Templo de Dios, divirtiendo a su futura esposa —pero el comentarista marxista (es decir, Steklov) se equivoca al ver en esto «una sana blasfemia»—. Como hijo de un sacerdote, Nikolai se encontraba a sus anchas en una iglesia (así el joven príncipe que corona a un gato con la diadema de su padre no está expresando en modo alguno simpatía hacia el gobierno popular). Aún menos puede reprochársele hacer mofa de los cruzados porque dibujaba con tiza una cruz en la espalda de muchos: la marca de los frustrados admiradores de Olga Sokratovna. Y tras otras payasadas de la misma especie, tiene lugar —recordémoslo— un duelo fingido con palos.

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