Antologia De Cuentos
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Por encima de la cabeza de Laef pasa un gran gallo. Lapkin suspira desconsoladamente y se sienta en una piedra. Sus entrañas arden de sed, sus ojos se cierran, su cabeza tambalea... Pasan cinco minutos, diez, veinte... Cosiaokin está siempre enredado con las gallinas.
—¡Pedro! ¿Cuándo vienes?
—Ahora mismo. ¡Ya encontré la carpeta; pero volví a extraviarla!...
Lapkin apoya su cabeza en sus puños y cierra los ojos... Los cacareos aumentan... Las moradoras de la extraña vivienda salen volando y le parece que dan vueltas alrededor de su cabeza, como lechuzas... Le zumban los oídos y el terror se apodera de su alma... «¡Qué bestia! —piensa—. Me convidó, me prometió obsequiarme con vino y leche, y en vez de esto me obliga a venir aquí a pie y escuchar estas gallinas...» Lapkin está indignado; hunde la barba en el cuello, coloca la cabeza sobre su carpeta y se tranquiliza poco a poco... Vencido por el cansancio, empieza a dormirse.
—¡He encontrado la carpeta! —oye la exclamación de Cosiaokin triunfante—. No me falta sino encontrar el abrigo, y ¡a casa!
Pero en este momento se oyen ladridos de un perro, y de otro, y de un tercero... El ladrar de los perros acompañado del cacareo de gallinas forman una música salvaje. Un desconocido se acerca a Lapkin y le pregunta algo...; le parece que alguien pasa sobre él para saltar por la ventana...; gritan, pegan porrazos...; una mujer con delantal encarnado y un farol en la mano lo interroga...
—¡No tiene usted derecho a insultarme! —dice desde dentro Cosiaokin—. ¡Soy funcionario de la Audiencia! Aquí tiene usted mi tarjeta.
—¿Para qué quiero yo su tarjeta? —respondió una voz ronca—. Usted me ha dispersado las gallinas, pisoteado los huevos...; admiro su obra...; los pavitos tenían que salir del cascarón un día de estos, y usted los ha aplastado...; ¡qué me importa a mí su tarjeta!
—¿Usted se atreve a detenerme? ¡Eso yo no lo admitiré jamás!
«¡Qué sed tengo!...», piensa Lapkin esforzándose por abrir los ojos y sintiendo que otra vez alguien pasa por encima de él y sale por la ventana...
—¡Soy Cosiaokin; mi casa está al lado! ¡Todo el mundo me conoce!...
—¡No conocemos a ningún Cosiaokin!
—¿Qué me cuenta usted? ¡Que llamen al alcalde; él me conoce!
—¡No se acalore usted! Ahora mismo vendrá la policía; conocemos a todos los veraneantes del lugar; a usted no lo hemos visto nunca.
—Todos me conocen; cinco años ha, sin interrupción, que veraneo en los Grili-Viselki.
—¡Caramba!; pero esto no son los Grili-Viselki; esto, es Hilovo...; los Viselki están a la derecha, detrás de la fábrica de fósforos, a cuatro kilómetros de aquí.
—¡Que el demonio me lleve!... ¡Entonces he tomado otro camino!...
Los gritos humanos, el cacareo y los ladridos se confunden en una zarabanda por entre la cual de vez en cuando se oyen las exclamaciones de Cosiaokin: «¡Usted no tiene derecho...» «Me las pagará...» «Ya sabrá usted con quién trata!...» Por fin las vociferaciones se apaciguan, y Lapkin siente que le sacuden el hombro para despertarlo...
Los hombres que están de más
Son las siete de la noche. Un día caluroso del mes de junio. Del apeadero de Hilkobo, una multitud de personas que ha llegado en el tren se encamina a la estación veraniega. Casi todos los viajeros son padres de familia, cargados de paquetes, carpetas y sombrereras. Todos tienen aspecto cansado, hambriento y aburrido, como si para ellos no resplandeciera el sol y no creciera la hierba.
Entre los demás anda también Davel Ivanovitch Zaikin, miembro del Tribunal del distrito, hombre alto y delgado, provisto de un abrigo barato y de una gorra desteñida.
—¿Vuelve usted todos los días a su casa? —le pregunta un veraneante, que viste pantalón rojo.
—No; mi mujer y mi hijo viven aquí, y yo vengo solamente dos veces a la semana —le contesta Zaikin con acento lúgubre—. Mis ocupaciones me impiden venir todos los días y, además, el viaje me resulta caro.
—Tiene usted razón; es muy caro —suspira el de los pantalones rojos—. No puede uno venir de la ciudad a pie, hace falta un coche; el billete cuesta cuarenta y dos céntimos...; en el camino compra uno el periódico, toma una copita... Todo son gastos pequeños, cosa de nada, pero al final del verano suben a unos doscientos rublos. Es verdad que la Naturaleza cuesta más; no lo dudo,... los idilios y el resto, pero con nuestro sueldo de empleados, cada céntimo tiene su valor. Gasta uno sin hacer caso de algunos céntimos y luego no duerme en toda la noche... Sí... Yo, señor mío, aunque no tengo el gusto de conocer su nombre y apellido, puedo decirle que percibo un sueldo de dos mil rublos al año, tengo categoría de consejero y, a pesar de esto, no puedo fumar otro tabaco que el de segunda calidad, y no me sobra un rublo para comprarme una botella de agua de Vichy, que me receta el médico contra los cálculos de la vejiga.
—En efecto; todo está mal —dice Zaikin después de una pequeña meditación—. ¿Quiere saber usted mi opinión? El veraneo ha sido inventado por las mujeres y el diablo. Al diablo lo guiaba su maldad y a las mujeres su ligereza. ¡Usted comprenderá que esto no es una vida! ¡Esto es un presidio! Hace calor, está uno sofocado, respira con dificultad y, no obstante, tiene que zarandearse como un alma en pena y carecer casi de albergue. Allá en la ciudad no quedan ni muebles ni servidumbre... Todo se lo llevaron al campo... Hay que alimentarse pésimamente. Imposible tomar el té, porque no se encuentra quién encienda el samovar. Yo no me lavo. Vengo aquí, al seno de la Naturaleza, y me cabe el gusto de andar a pie con este calor... ¡Una porquería! ¿Está usted casado?
—Sí... Tengo tres hijos... —responde el del pantalón rojo.
—¡Abominable!... Es asombroso. Parece increíble que aun estemos vivos.
Al fin, los veraneantes llegan hasta la aldea. Zaikin se despide del de los pantalones rojos y entra en su casa, donde reina un silencio mortal. Se oye solamente el zumbido de las moscas y de los mosquitos.
Delante de las ventanas cuelgan visillos de tul, ante los cuales se ven macetas con flores marchitas. En las paredes, de madera, al lado de las oleografías, dormitan las moscas. En la antesala, en la cocina, en el comedor, no hay alma viviente.
En la habitación, que sirve al mismo tiempo de sala y de recibidor, Zaikin encuentra a su hijo Petia, chicuelo de seis años. Petia está muy absorto en su trabajo. Recorta la sota de un naipe, avanza el labio inferior y sopla.
—¿Eres tú, papá? —le dice sin volver la cabeza—. ¡Buenos días!
—¡Buenos días!... ¿Dónde está tu madre?
—¿Mamá? Ha ido con Olga Cirilovna a un ensayo. Habrá representación pasado mañana. Me llevarán a mí también... ¿Y tú, irás?