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Antologia De Cuentos

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Antologia De Cuentos
Название: Antologia De Cuentos
Дата добавления: 15 январь 2020
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Antologia De Cuentos - читать бесплатно онлайн , автор Чехов Антон Павлович

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Lisa se estremece y abre los ojos.

—¿Estás ahí, Vasia? —pregunta—. ¡No hago más que pensar cosas tristes, no puedo dormir!... ¡Ten piedad de mí, Vasia, y cuéntame algo interesante!

—¿Qué quieres que te cuente, querida?

—Una historia de amor —contesta con voz moribunda la enferma—, una anécdota....

Vasili Stepanovich hasta bailaría de coronilla con tal de ahuyentar los pensamientos tristes de su mujer.

—Bueno; voy a imitar a un relojero judío.

El amante esposo pone una cara muy graciosa de judío viejo, y se acerca a la enferma.

—¿Necesita usted, por casualidad, componer su reloj, hermosa señora? —pregunta con una pronunciación cómicamente hebrea.

—¡Sí, sí! —contesta Lisa, riendo y alargándole a su marido su relojito de oro, que ha dejado, como de costumbre, en la mesa de noche—. ¡Compóngalo, compóngalo!

Vasili Stepanovich coge el reloj, lo abre, lo examina detenidamente, encorvado y haciendo muecas, y dice:

—No tiene compostura; la máquina está hecha una lástima.

Lisa se ríe a carcajadas y aplaude.

—¡Muy bien! ¡Magnífico! —exclama—. ¡Eres un excelente artista! Haces mal en no tomar parte en nuestras funciones de aficionados. Tienes talento. Más que Sisunov. Sisunov es un joven con una vis cónica admirable. Sólo el verle la cara es morirse de risa. Figúrate una nariz apatatada, roja como una zanahoria, unos ojillos verdes... Pues ¿y el modo de andar?... Anda de un modo graciosísimo, igual que una cigüeña. Así, mira...

La enferma salta de la cama y empieza a andar descalza a través de la habitación.

—¡Salud, señoras y señores! —dice con voz de bajo, remedando al señor Sisunov—. ¿Qué hay de bueno por el mundo?

Su propia toninada la hace reír.

—¡Ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja! —ríe su marido.

Y ambos, olvidada la enfermedad de ella, se ponen a jugar, a hacer niñerías, a perseguirse. El marido logra sujetar a la mujer por los encajes de la camisa y la cubre de ardientes besos.

De pronto ella se acuerda de que está gravemente enferma.

Se vuelve a acostar, la sonrisa huye de su rostro...

—¡Es imperdonable! —se lamenta—. ¡No consideras que estoy enferma!

—¿Me perdonas?

—Si me pongo peor, tú tendrás la culpa. ¡Qué malo eres!

Lisa cierra los ojos y enmudece. Se pinta de nuevo en su faz el sufrimiento. Se escapan de su pecho dolorosos gemidos. Vasia se cambia la compresa y se sienta a su cabecera, de donde no se mueve en toda la noche.

A las diez de la mañana vuelve el doctor.

—Bueno; ¿cómo van esas fuerzas? —le pregunta a la enferma, tomándole el pulso—. ¿Ha dormido usted?

—¡Se siente mal, muy mal! —susurra el marido.

Ella abre los ojos y dice con voz débil:

—Doctor, ¿podría tomar un poco de café?

—No hay inconveniente.

—¿Y me permite usted levantarme?

—Sí; pero sería mejor que guardase usted cama hoy.

—Los malditos nervios... —susurra el marido en un aparte con el médico—. La atormentan pensamientos tristes... Estoy con el alma en un hilo.

El doctor se sienta ante una mesa, se frota la frente y le receta a Lisa bromuro. Luego se despide hasta la noche.

Al mediodía se presentan los adoradores de la enferma, con cara de angustia todos ellos. Le traen flores y novelas francesas. Lisa, interesantísima con su peinador blanco y su gorro de encaje, les dirige una mirada lánguida en que se lee su escepticismo respecto a una curación próxima. La mayoría de sus adoradores no han visto nunca a su marido, a quien tratan con cierta indulgencia. Soportan su presencia armados de cristiana resignación: su común desventura les ha reunido con él junto a la cabecera de la enferma adorable.

A las seis de la tarde, Lisa torna a dormirse para no despertar hasta las dos de la mañana. Vasia, como la noche anterior, vela junto a su cabecera, le cambia la compresa, le cuenta anécdotas regocijadas.

—Pero ¿adónde vas, querida? —le pregunta Vasia, a la mañana siguiente, a su mujer, que está poniéndose el sombrero ante el espejo—. ¿Adónde vas?

Y le dirige miradas suplicantes.

—¿Cómo que adónde voy? —contesta ella, asombrada—. ¿No te he dicho que hoy se repite la función de teatro en casa de María Lvovna?

Un cuarto de hora después toma el tole.

El marido suspira, coge la cartera y se va a la oficina. Las dos noches de vigilia le han producido un fuerte dolor de cabeza y un gran desmadejamiento.

—¿Qué le pasa a usted? —le pregunta su jefe.

Vasia hace un gesto de desesperación y ocupa su sitio habitual.

—¡Si supiera vuestra excelencia —contesta— lo que he sufrido estos dos días!... ¡Mi Lisa está enferma!

—¡Dios mío! —exclama el jefe—. ¿Lisaveta Pavlovna? ¿Y qué tiene?

El otro alza los ojos y las manos al cielo, como diciendo:

—¡Dios lo quiere!

—¿Es grave, pues, la cosa?

—¡Creo que sí!

—¡Amigo mío, yo sé lo que es eso! —suspira el alto funcionario, cerrando los ojos—. He perdido a mi esposa... ¡Es una pérdida terrible!... Pero estará mejor la señora, ¿verdad? ¿Qué médico la asiste?

—Von Sterk.

—¿Von Sterk? Yo que usted, amigo mío, llamaría a Magnus o a Semandritsky... Está usted muy pálido. Se diría que está usted enfermo también...

—Sí, excelencia... Llevo dos noches sin dormir, y he sufrido tanto...

—Pero ¿para qué ha venido usted? ¡Váyase a casa y cuídese! No hay que olvidar el proverbio latino: Mens sana in corpore sano...

Vasia se deja convencer, coge la cartera, se despide del jefe y se va a su casa a dormir.

Los muchachos

—¡Volodia ha llegado! —gritó alguien en el patio.

—¡El niño Volodia ha llegado! —repitió la criada Natalia irrumpiendo ruidosamente en el comedor— ¡Ya está ahí!

Toda la familia de Korolev, que esperaba de un momento a otro la llegada de Volodia, corrió a las ventanas. En el patio, junto a la puerta, se veían unos amplios trineos, arrastrados por tres caballos blancos, a la sazón envueltos en vapor.

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