Antologia De Cuentos
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—Tienen ustedes que andar lejos para volver a su casa —observa Nodejda Steparovna—. ¿Por qué no pernoctan aquí? Koromislof dormirá en el sofá y usted, Smerkolof, en la cama de Petia... A Petia lo ponemos en el gabinete de mi marido... ¿Verdad? ¡Quédense ustedes!
Cuando el reloj da las dos todo queda silencioso... La puerta del dormitorio se abre y aparece Nodejda Steparovna.
—¡Pablo! ¿Duermes? —dice en voz baja.
—No. ¿Qué quieres?
—Ven, querido mío; acuéstate en el sofá, en tu gabinete; en tu cama se acostará Olga Cirilovna. La hubiera puesto a ella en el gabinete; pero tiene miedo de dormir sola. ¡Anda, levántate!
Zaikin se incorpora, viste la bata, y cogiendo su almohada se dirige hacia su gabinete... Al llegar a tientas hasta el sofá enciendo un fósforo y ve que en el diván está Petia. El niño no duerme, y fija sus grandes ojos en el fósforo.
—Papá, ¿por qué los mosquitos no duermen de noche?
—Porque..., porque... —murmura Zaikin— porque nosotros, tú y yo, estamos aquí de más...; no tenemos ni dónde dormir.
—Papá, ¿y por qué Olga Cirilovna tiene pecas en la cara?
—¡Déjame; me fastidias!
Zaikin reflexiona un poco, y luego se viste y sale a la calle a tomar el fresco... Mira el cielo gris de la madrugada, contempla las nubes inmóviles, oye el grito perezoso del rascón, y empieza a imaginarse lo bien que estará cuando vuelva a la ciudad, y, terminadas sus tareas en el Tribunal, se eche a dormir en su casa solitaria...
De repente, al volver de una esquina, aparece una figura humana.
«Seguramente el guardián», piensa Zaikin.
Pero, al fijarse, reconoce al veraneante del pantalón rojo.
—¡Cómo, no duerme usted? —le pregunta.
—No puedo —suspira el del pantalón rojo—. Disfruto de la Naturaleza... Tenemos huéspedes; en el tren de la noche ha llegado mi suegra..., y con ella mis sobrinas..., jóvenes muy agraciadas. Estoy muy satisfecho..., muy contento..., a pesar de... de que hay mucha humedad...
¿Y usted también, disfruta de la Naturaleza?
—Sí... —balbucea Zaikin—. Yo también disfruto de la Naturaleza... ¿No conoce usted, aquí, en la vecindad, algún restaurante o tabernita?
El de los pantalones rojos levanta los ojos hacia el cielo y se queda reflexionando.
Los mártires
Lisa Kudrinsky, una señora joven y muy cortejada, se ha puesto de pronto tan enferma, que su marido se ha quedado en casa en vez de irse a la oficina, y le ha telegrafiado a su madre.
He aquí cómo cuenta la señora Lisa la historia de su enfermedad:
—Después de pasar una semana en la quinta de mi tía me fui a casa de mi prima Varia. Aunque su marido es un déspota —¡yo lo mataría!— hemos pasado unos días deliciosos. La otra noche dimos una función de aficionados, en la que tomé yo parte. Representamos Un escándalo en el gran mundo. Frustalev estuvo muy bien. En un entreacto bebí un poco de limón helado con coñac. Es una mezcla que sabe a champagne. Al parecer no me sentó mal. Al día siguiente hicimos una excursión a caballo. La mañana era un poco húmeda y me resfrié. Hoy he venido a ver a mi pobre maridito y a llevarme el traje de seda. No había hecho más que llegar, cuando he sentido unos espasmos en el estómago y unos dolores... Creí que me moría. Varia, ¡claro!, se ha asustado mucho; ha empezado a tirarse de los pelos, ha mandado por el médico. ¡Han sido unos momentos terribles!
Tal es el relato que la pobre enferma les hace a todos sus visitantes.
Después de la visita del médico se duerme con el sosegado sueño de los justos, y no se despierta en seis horas.
En el reloj acaban de dar las dos de la mañana. La luz de una lámpara con pantalla azul alumbra débilmente la estancia. Lisa, envuelta en un blanco peinador de seda y tocada con un coquetón gorro de encaje, entreabre los ojos y suspira. A los pies de la cama está sentado su marido, Visili Stepanovich. Al pobre le colma de felicidad la presencia de su mujer, casi siempre ausente de casa; pero, al mismo tiempo, su enfermedad le desasosiega en extremo.
—¿Qué tal, querida? ¿Estás mejor? —le pregunta muy quedo.
—¡Un poco mejor! —gime ella—. ¡Ya no tengo espasmos; pero no puedo dormir!...
—¿Quieres que te cambie la compresa, ángel mío?
Lisa se incorpora con lentitud, pintado un intenso sufrimiento en la faz, e inclina la cabeza hacia su marido, que, sin tocar apenas su cuerpo, como si fuese algo sagrado, le cambia la compresa. El agua fría la estremece ligeramente y le arranca risitas nerviosas.
—¿Y tú, pobrecito, no has dormido? —gime, tendiéndose de nuevo.
—¿Acaso podría yo dormir estando enferma mi mujercita?
—Esto no es nada, Vasia. Son los nervios. ¡Soy una mujer tan nerviosa...! El doctor lo achaca al estómago; pero estoy segura de que se engaña. No ha comprendido mi enfermedad. Son los nervios y no el estómago, ¡te lo juro! Lo único que temo es que sobrevenga alguna complicación...
—¡No, mujer! Mañana se te habrá pasado ya todo.
—No lo espero... No me importa morirme; pero cuando pienso que tú te quedarías solo... ¡Dios mío!... ¡Ya te veo viudo!...
Aunque el amante esposo está solo casi siempre y ve muy poco a su mujer, se amilana y se aflige al oírla hablar así.
—¡Vamos, mujer! ¿Cómo se te ocurren pensamientos tan tristes? Te aseguro que mañana estarás completamente bien...
—No lo espero... Además, aunque yo me muera, la pena no te matará. Llorarás un poco y te casarás luego con otra...
El marido no encuentra palabras para protestar contra semejantes suposiciones, y se defiende con gestos y ademanes de desesperación.
—¡Bueno, bueno, me callo! —le dice su mujer—. Pero debes estar preparado...
Y piensa, cerrando los ojos: «Si efectivamente me muriera...»
El cuadro de su propia muerte se le representa con todo lujo de detalles. En torno del lecho mortuorio lloran Vasia, su madre, su prima Varia y su marido, sus amigos, su adoradores. Está pálida y bella. La amortajan con un vestido color de rosa, que le sienta a las mil maravillas, y la colocan sobre un verdadero tapiz de flores, en un ataúd magnífico, con aplicaciones doradas. Huele a incienso; arden las velas funerarias. Su marido la mira a través de las lágrimas. Sus adoradores la contemplan con admiración. «Se diría —murmuran— que está viva. ¡Hasta en el ataúd está bella!» Toda la ciudad se conduele de su fin prematuro... El ataúd es transportado a la iglesia por sus adoradores, entre los que va el estudiante de ojos negros que le aconsejó que bebiese la limonada con coñac... Es lástima que no acompañe a la procesión fúnebre una banda de música... Después de la misa, todos rodean el ataúd y se oyen los adioses supremos. Llantos, sollozos, escenas dramáticas... Luego, el cementerio. Cierran el ataúd...