Antologia De Cuentos

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Antologia De Cuentos
Название: Antologia De Cuentos
Дата добавления: 15 январь 2020
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Antologia De Cuentos - читать бесплатно онлайн , автор Чехов Антон Павлович

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—¡Palabra de honor! ¿Puedo traer los polvos?

—Bueno, toda vez que es usted médico. Más, ¿para qué va usted a molestarse? Mandaré a mi marido... ¡Teodorito!... ¡Despierta! ¡Rinoceronte! Levántate y ve a traerme los polvos insecticidas que el doctor tiene la amabilidad de ofrecerme.

La presencia de Teodorito detrás del biombo me dejó trastornado, como si me hubiesen asestado un golpe en la cabeza.

Me sentí avergonzado y furioso. Mi rabia era tal y Teodorito me pareció de tan mala catadura que estuve a punto de pedir socorro.

Era aquel Teodorito un hombre calvo, de unos cincuenta años, alto, sanguíneo, con barbita gris y labios apretados. Estaba en bata y zapatillas.

—Es usted muy amable —me dijo tomando los polvos y volviendo detrás del biombo—. Muchas gracias. ¿El vendaval lo cogió a usted también en el camino?

—Sí, señor.

—Lo siento... ¡Zinita, Zinita! Me parece que corre algo por tu nariz... Permíteme que te lo quite.

—Te lo permito —dijo riendo Zinita—. Pero ¿qué has hecho? He aquí un consejero de Estado que todos temen y que no es capaz de coger una chinche.

—¡Zinita! ¡Zinita! Una persona extraña nos oye; no andes con bromas.

—¡Canallas! ¡No me dejan dormir! Pensé, sin saber por qué...

El matrimonio se quedó callado. Yo cerré los ojos y traté de conciliar el sueño. Transcurrió una media hora, luego una hora; el sueño no acudió. En fin, mis vecinos también empezaron a moverse, y los oí murmurar:

—¡Es extraordinario! Estos animales no le temen ni a los polvos. ¡Es demasiado! ¡Doctor! Zinita me encarga le pregunte por qué estos enemigos nuestros huelen tan mal.

Entablamos conversación. Hablamos de los enemigos, del mal tiempo, del invierno ruso, de la medicina, de la cual yo no entiendo jota; de Edison...

—Zinita, no te avergüences; este señor es médico.

Después de la conversación sobre Edison cuchichearon.

Teodorito le dijo:

—No tengas reparo, interrógalo. ¿De qué te asustas? Cheroezof no te alivió; acaso éste lo consiga.

—Interrógalo tú —murmuró Zinita.

—¡Doctor! —gritó Teodorito dirigiéndose a mí—. Mi mujer tiene a veces la respiración oprimida, tose, siente como un peso en el pecho... ¿De qué proviene esto?

—Difícil es definirlo. La explicación sería larga...

—¿Qué importa que la explicación sea larga? Tiempo nos sobra; de todos modos, no podemos dormir... Examínela, querido señor. He de advertirle que la trata el doctor Cheroezof, persona excelente, pero que me parece no entenderla. Yo no tengo confianza en sus conocimientos; no creo en él. Yo comprendo que usted no se halla dispuesto a una consulta en estas circunstancias; sin embargo, le suplico que tenga la amabilidad. Mientras usted la examina, yo iré a decirle al celador que nos prepare el té.

Teodorito salió arrastrando sus chanclas.

Me dirigí detrás del biombo. Zinita estaba recostada en un amplio sofá, en medio de una montaña de almohadones, y se cubría el escote con un cuello de encaje.

—A ver, muéstreme la lengua —dije sentándome al lado suyo y frunciendo las cejas.

Me enseñó la lengua y se echó a reír. Le lengua era rosada y no tenía nada anormal. Empecé a buscarle el pulso, y no me fue posible hallarlo. En verdad, yo no sabía qué hacer ya. No me acuerdo qué otras preguntas le dirigí mirando su cara risueña; sé solamente que al final de la consulta me había vuelto completamente idiota. Del diagnóstico que formulé no me acuerdo tampoco.

Al cabo de un rato me hallaba sentado en compañía de Teodorito y de su señora delante del samovar. Me veía obligado a ordenar algo y, para salir del paso, compuse una receta con sujeción a todas las reglas de la farmacopea:

Rp.

Sic transit.0,05

Gloria mundi1

Aquae destilatae0,1

Una cuchara cada dos horas.

Para la señora Selova.

Dr. Zaizef

A la mañana siguiente, cuando con mi maleta en la mano me despedía para siempre de mis nuevos amigos, Teodorito me cogió del botón de mi abrigo y quiso convencerme de que le aceptara un billete de diez rublos.

—Usted no puede rechazarlo; tengo la costumbre de pagar todo trabajo honrado. ¿No estudió usted? Sus conocimientos, ¿no los adquirió usted a costa de fatigas? Esto yo lo sé.

No había modo de negarse. Y embolsé los diez rublos.

De esta suerte pasé la víspera del juicio. No me detendré en describir mis impresiones cuando la puerta del Tribunal se abrió y el alguacil me señaló el banquillo de los acusados. Me limitaré a hacer constar el sentimiento de vergüenza que me asaltó cuando al volver la cabeza vi centenares de ojos que me miraban, y me fijé en los rostros solemnes y serios de los jurados. A primera vista comprendí que estaba perdido. Pero lo que no puedo referir y lo que el lector no puede imaginarse es el espanto y el terror que de mí se apoderaron cuando, al levantar los ojos a la mesa cubierta de paño rojo, descubrí, en el asiento del fiscal, a... Teodorito. Al apercibirlo me acordé de las chinches, de Zinita, de mi diagnóstico, de mi receta, y experimenté algo como si todo el océano Ártico me inundara.

Teodorito alzó los ojos del papel que estaba escribiendo; al principio no me reconoció; pero de ponto sus pupilas se dilataron, su mano se estremeció. Se incorporó lentamente y clavó su mirada plomiza en mí. Me levanté a mi vez sin saber por qué, incapaz de apartar mis ojos de los suyos.

—Acusado, ¿cuál es su nombre, etcétera? —interrogó el presidente.

El fiscal se sentó y absorbió un vaso de agua; el sudor humedecía sus sienes. Me sentí agonizar.

Todos los síntomas revelaban que el fiscal me quería perder. Con muestras visibles de irritación acosaba a preguntas a los testigos...

Es tiempo de acabar. Escribo este relato en la misma Audiencia, durante el intervalo que los jueces aprovechan para comer. Ahora le toca el turno al discurso del fiscal. ¿Qué será?

Las islas voladoras

Capítulo Primero: La Conferencia

—¡He terminado, caballeros! —dijo Mr. John Lund, joven miembro de la Real Sociedad Geográfica, mientras se desplomaba exhausto sobre un sillón. La sala de asambleas resonó con grandes aplausos y gritos de ¡bravo! Uno tras otro, los caballeros asistentes se dirigieron hacia John Lund y le estrecharon la mano. Como prueba de su asombro, diecisiete caballeros rompieron diecisiete sillas y torcieron ocho cuellos, pertenecientes a otros ocho caballeros, uno de los cuales era el capitán de La Catástrofe, un yate de 100,000 toneladas.

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