Antologia De Cuentos
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—Hum... ¿No sabes cuándo volverá tu madre?
—Dijo que volvería al ser de noche.
—Y Natalia, ¿dónde está?
—Mamá se la llevó para que le ayudara a vestirse en los entreactos, y Alculina se fue a buscar setas al bosque. Papá, ¿por qué cuando los mosquitos pican, el vientre se les pone encarnado?
—No sé... Porque chupan la sangre. ¿De modo que no hay nadie en casa?
—Nadie. Yo sólo estoy en casa.
Zaikin se sienta en una butaca y mira como atontado por la ventana.
Transcurren algunos momentos.
—¿Quién nos servirá la comida? —pregunta.
—Hoy no han hecho comida. Mamá pensó que tú no vendrías y dispuso que no se guisara. Ella comerá con Olga Cirilovna después del ensayo.
—Muchas gracias. Y tú, ¿qué has comido?
—Tomé leche. Me compraron seis céntimos de leche. Papá, ¿por qué chupan la sangre los mosquitos?
Zaikin siente una pesadez que le encoge el hígado y lo aprieta.
Experimenta tal amargura y tal ofensa que quisiera saltar, tirar algo al suelo, gritar, reñir. Pero recordando que los médicos le prohibieron toda agitación hace un esfuerzo, y para calmarse se levanta silbando un aire de Los Hugonotes.
—Papá; ¿tú sabes...? —insiste Petia.
—¡Déjame en paz con tus tonterías! —responde Zaikin enfadado—. Me fastidias. Tienes seis años y eres siempre tan majadero como cuando tenías tres. ¡Eres un chiquillo tonto y malcriado! ¿Por qué estropeas los naipes? ¿Cómo te atreves a estropearlos?
—¡Estos naipes no son tuyos! Es Natalia la que me los dio —replica Petia sin levantar la vista.
—¡Mientes! ¡Mientes, mal muchacho! —exclama Zaikin—. Tú mientes siempre. ¡Hay que darte una paliza, gaznápiro! ¡Te arrancaré las orejas!
Petia salta, alarga el cuello y mira fijamente la cara purpúrea e irritada de su padre.
Sus grandes ojos están muy abiertos, luego se llenan de lágrimas y su boca se tuerce.
—¿Por qué me riñes? —chilla con voz aguda—. ¿Por qué me fastidias? ¡Estúpido! No hago nada malo, no soy travieso, obedezco lo que me ordenan y tú todavía gritas. Di, ¿por qué me riñes?
El niño habla con tanta convicción y llora tan amargamente que Zaikin se avergüenza.
—Tiene razón —piensa—; le busco las cosquillas. ¡Basta!... ¡Basta! —le dice golpeándolo en el hombro—. Anda, Petia, yo tengo la culpa; dispénsame. Tú eres un buen chico y te quiero mucho.
Petia se enjuga los ojos con la manga, vuelve a sentarse en su sitio y, con un suspiro, reanuda su tarea de recortar la sota. Zaikin se marcha a su gabinete, se extiende en el sofá y, colocándose las manos debajo de la cabeza, se pone a reflexionar. Las lágrimas del niño calmaron sus nervios, y el hígado se le alivió también. Pero el hambre y el cansancio lo acosan.
—¡Papá! —dice Petia detrás de la puerta—. ¿Quieres ver mi colección de insectos?
—Sí, tráela.
Petia entra y enseña a su padre una larga cajita verde. Zaikin oye de lejos un zumbido desesperado y el rascar de las patitas sobre las paredes de la caja.
Al levantar la tapadera ve una multitud de mariposas, escarabajos, grillos y moscas clavadas en el fondo con alfileres. Todos, a excepción de dos o tres mariposas, están vivos y se mueven.
—El grillo vive aun —dice con asombro Petia—; ayer lo cogimos y hasta ahora no se ha muerto.
—¿Quién te enseñó a clavarlos así? —le interroga Zaikin.
—Olga Cirilovna.
—Si la clavasen a ella misma así, ¿qué tal le parecería? —añade Zaikin con repugnancia—. ¡Llévatelos! ¡Es vergonzoso martirizar así a los animales! ¡Dios mío, qué mal criado está! —piensa cuando Petia desaparece.
Povel Matreievitch olvida su cansancio y hambre y no piensa sino en el porvenir de su hijo. Entretanto, la luz del día va extinguiéndose poco a poco...; se oye cómo los veraneantes tornan de los baños por grupos.
Alguien se para delante de la ventana abierta del comedor y grita:
—¿Desea usted setas?
Al cabo de un rato, no habiendo recibido contestación, se advierte el rumor de pies descalzos que se alejan... Por fin, cuando la oscuridad es casi completa y por la ventana entra el fresco de la noche, la puerta se abre ruidosamente y se oyen pasos apresurados, voces y risas...
—¡Mamá! —exclama Petia.
Zaikin mira desde su gabinete y ve a su mujer. Nodejda Steparovna está como siempre, sonrosada, rebosando salud... La acompaña Olga Cirilovna —una rubia seca, con la cara cubierta de pecas— y dos caballeros desconocidos: uno joven, largo, con cabellos rojos rizados y la nuez muy saliente; el otro, bajito, rechoncho, con la cara afeitada.
—Natalia, ¡encienda el samovar! —grita Nodejda Steparovna—. Parece que Povel Matreievitch ha llegado. Pablo, ¿dónde estás? ¡Buenos días, Pablo! —grita de nuevo. Entra corriendo en el gabinete—. ¿Has venido? ¡Me alegro mucho! Tengo conmigo dos de nuestros artistas aficionados... Ven, te voy a presentar. Aquél, el más alto, es Koromislof; tiene una voz magnífica; y el otro, el bajito, es un tal Smerkolof, un verdadero artista; declama que es una maravilla. ¡Ah, qué cansada estoy! Fui al ensayo... Todo está perfecto... Representaremos El huésped con el trombón y Ella le espera... Pasado mañana tendrá lugar el espectáculo.
—¿Para qué los has traído? —pregunta Zaikin.
—¡Era indispensable, lorito! Después del té hemos de repetir los papeles y cantar alguna que otra cosa. Tendremos que cantar un dúo con Koromislof... ¡No faltaría más sino que lo olvidara! Di a Natalia que traiga aguardiente, sardinas, queso y algo más. Seguramente se quedarán a cenar... ¡Qué cansada estoy!
—¡Cáspita!... El caso es que no tengo dinero.
—¡Imposible, lorito! ¡Qué vergüenza! ¡No me hagas ruborizar!
Media hora más tarde Natalia sale a comprar aguardiente y entremeses.
Zaikin, después de haber tomado el té y comido un pan entero, se va al dormitorio y se acuesta. Nodejda Steparovna, con risas y algazaras, empieza a ensayar sus papeles. Povel Matreievitch escucha largo rato la lectura gangosa de Koromislof y las exclamaciones patéticas de Smerkolof.
A la lectura sigue una conversación larga, interrumpida a cada momento por la risa chillona de Olga Cirilovna. Smerkolof, aprovechando su fama de actor, explica con aplomo los papeles. Luego se oye el dúo, y más tarde, el ruido de vajilla... Zaikin, medio dormido, oye cómo tratan de convencer a Smerkolof para que declame "La pecadora", y después de hacerse rogar mucho, consiente, y declama golpeándose en el pecho, llorando y riendo a la vez... Zaikin se acurruca y esconde la cabeza bajo las sábanas para no oír.